lunes, 8 de junio de 2009

El valor de la palabrapor Juan Carlos Fontana

La palabra convertida en esencial vehículo de cambio, es lo que plantea Monogamia la última obra del chileno Marco Antonio de la Parra, el mismo autor de La secreta obscenidad de cada día (1990), del que en septiembre se conocerá Madrid/Sarajevo, escrita en 1993 y que vendrán a protagonizar a Buenos Aires, el mismo autor y su mujer Nieves Olcoz, dirigidos por el español Domingo Ortega.
Médico, psiquiatra, escritor y dramaturgo, De la Parra es un autor que se apoya en el uso y la aplicación de la palabra, un vital elemento de su propia profesión, para desmenuzar la desgastada relación que une a dos hermanos, dos hombres con algo más de cuarenta años, que debieron encontrar los mecanismos de adaptación a una sociedad que ya no es la misma con que se educaron. Otros valores, otras maneras de entender la vida y la psicología de las relaciones hacen que Juan y Felipe, los personajes, se hayan visto alejados del diálogo, de los afectos fraternales.
Juan es un exitoso ejecutivo, orgulloso de pertenecer a un club privado y un hombre que prefiere mantener las convenciones, antes que ocuparse de sus propios problemas personales, incluso de su salud, hasta que el 'vaso' se desborda y termina convirtiéndose en un 'puñado´ de reacciones fuertemente neuróticas. Más distendido y conocedor de los secretos de la vida, Felipe es el hermano mayor y paradójicamente el que se muestra más flexible y vital para entender las relaciones de pareja, la sexualidad, los cambios sociales y sabe jugar mejor con esas 'imágenes y apariencias' que el momento exige.
Marco Antonio de la Parra queda claro se solaza con el uso y el empleo de la palabra, pero no fatiga porque su texto se vuelve chispeante, ágil y sorpresivo, para encontrar a cada vuelta de situación, un exacto espacio para el cambio que modifica, transforma lo ya expuesto en un nuevo dato a detallar por los personajes. Desde ese costado, Monogamia tiene un preciso punto de cocción. Con una fuerte herencia del Woody Allen más desaforadamente cuestionador y ese teatro de Harold Pinter, que sabe explotar el subtexto y la aparente banalidad que a veces se desprende del comportamiento cotidiano. De la Parra se ubica en las antípodas del Ariel Dorfman (La muerte y la doncella) más inquisidor -chileno como él- y consigue con su exquisita comedia de enredos, abrir otras puertas mentales al espectador, a través de la suave brisa de las palabras. Acá la palabra no es un arma, sino un elemento que acaricia para mejorar el buen vivir de cada uno, tal como sería definido por algunas de las nuevas terapias.
Desde ese ángulo Carlos Ianni, el director e inclaudicable admirador del teatro de Pinter y Edward Albee consigue un magistral y simple trabajo, desde su dirección de acores. Ianni sabe profundizar en el peso de la palabra, de la voz, del mínimo gesto para darle énfasis a cada situación. Su trabajo es minimalista y conmovedor a la vez. Sabe jugar con el pulso del espectador para mantenerlo atento y consigue un marco de tensión dramático e interpretativo de contundente nivel expresivo.
El espacio está delimitado sólo por una alfombra azul en la que se apoyan tres sillas y desde allí todo queda librado a la inteligencia interpretativa de los dos únicos intérpretes. En ese contrapunto de palabras y sensaciones hilvanadas, a partir de un constante subtexto que se muestra como la bisagra hacia lo desconocido, misterioso, de las relaciones humanas, Guido D'Albo y Roberto Municoy consiguen excelentes actuaciones.

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