lunes, 8 de junio de 2009

El escuchar


Escuchar es, quizá, una de las disciplinas más difíciles de ejercitar. Lo habitual es imponer las ideas, emociones o conceptualizaciones propias, en las circunstancias que tengamos oportunidad. El silencio es una recompensa a la humildad; la humildad es una de las consecuencias de la victoria sobre la ilusión de lo individual, sobre la ignorancia del vínculo permanente con los demás y con el universo entero.
En el espacio vacío cuando el grupo está en situación de trabajo, el sentido de escuchar debe ir despertando, como una de las condiciones previas a lo específicamente expresivo o creador. Decimos sentido para nombrar no sólo el órgano sensorial externo, nos referimos más precisamente a la vivencia del oído interno; porque verdaderamente se oye con el ser y no con las orejas. Si es así, si con la ejercitación conseguimos que esto suceda, de adentro emergerán poco a poco las voces, palabras o gestos que hablarán otro idioma; un idioma que ya no es cultural, ético o geográfico, un idioma que puede ser entendido por cualquier habitante del mundo con el único requisito de que aquel habitante por su parte, también haya aprendido a oír.
Existe un teatro exterior y un teatro interior: el escenario del primero está en cualquier parte, el del segundo solamente en el alma. Para que lo interno se manifieste, es indispensable que lo externo no lo obstaculice; hay que empezar por lo de afuera ya que todo lugar -por más aislado que esté- contendrá un repertorio de sonidos que habrán de ser reconocidos primero y luego de su identificación, diferenciados; el próximo paso será absorberlos, integrarlos, hasta que no causen más perturbación. Después de esto, se enfrentarán los ruidos de adentro, sobre todo los más persistentes: pensamientos, imágenes, recuerdos, fantasías; sin duda estos enemigos internos serán los más difíciles de vencer para poder callar el interior. El procedimiento debe ser el mismo que para los de afuera: escuchar, siempre escuchar, nunca luchar contra ellos; ser conscientes de su realidad, incluso aceptarlos.
De este modo -al permitirles su vigencia- depondrán su ambición de dominio, consiguiéndose una convivencia en paz. Silenciado este cúmulo de distracciones, podrá al fin llegar lo nuevo.
En cuanto a la conversación ya es parte del diálogo creador. En esta instancia la complejidad es mayor porque será forzoso ir percibiendo la oportunidad y el tiempo en que a cada uno le toca “hablar” y de qué forma lo hace: si con la mirada, con la voz o con el cuerpo entero. Habrá que descubrir cuándo se es protagonista o simple acompañante; en qué momento la ruta es marcada por uno u otro de acuerdo a la amplitud o trascendencia de los significados y a la riqueza del contenido. El vocablo justo, la acción precisa, el gesto exacto -sean del tipo que fueren- serán garantía para la formación del lenguaje real, o sea, aquel que se acerca a lo objetivo.

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