Por Rafael Spregelburd
No son nuevas las metáforas que tienden a asociar a la escritura de una obra (la invención de un mundo ficcional, literario) con la biología de los cuerpos vivos.
Oponemos esta asociación a la idea de la “autopsia”: muchas veces el análisis de corpúsculos, órganos y tendoncitos de la cosa “desmembrada” y muerta no da cuenta de la manera en la que esa cosa caminaba en vida.
Muchos análisis técnicos sobre la dramaturgia se parecen a esas autopsias. Las leo muchas veces con interés, pero también con desconfianza. Siempre me parece que aquello a lo que el esquema teórico accede es justamente eso: teórico. Y en la práctica, en la “vida” de las obras, las cosas ocurren muy de otra manera.
Para procurar explicarme por qué toda reducción teórica, todo manual, todo esquema de producción de sentido metódica me resulta siempre torpe y domesticado, abrevé en lo que la Teoría del Caos tiene para decirnos del funcionamiento de los cuerpos vivos.
EL CUERPO SIN CENTRO
Me siento obligado a empezar esta reflexión tratando de justificar su anticipada ineficacia.
Soy dramaturgo, y muchas veces he pensado que eso era una casualidad. Porque es mentira que uno esté predeterminado a determinada ocupación o tendencia en la vida. Cualquiera de nosotros podría ser un excelente oficinista, hay miles de trabajos que uno podría hacer bien. Pero aquí estoy yo, escribiendo teatro.
Mientras lo hago no me pregunto por qué.
Pero basta que tenga que intentar otra forma discursiva (como una entrevista, o un artículo, por ejemplo) para que la verdad se me revele con claridad.
La dramaturgia, a diferencia de otras escrituras, es una escritura “sin centro”, sin punto de vista fijo. La existencia del personaje (entidad de dudoso funcionamiento sobre el que me gustaría expresar mi provisorio veredicto más adelante) garantiza al menos una enorme diferencia entre la escritura teatral y la narrativa, o la poesía: el personaje permite a su autor escribir desde un punto de vista que no es el suyo. Esto que estoy diciendo es un cliché, por supuesto. Pero ocurre que es cierto: no necesito compartir la opinión o la cosmovisión de mis personajes, y sus opiniones no son generalmente las mías. Con lo cual me puedo asegurar un logro: mis obras no constituyen afirmaciones categóricas, sino que se concentran más bien en la formulación de interrogantes.
De una manera muy generalizada podríamos entonces acordar que lo que nos lleva a algunos escritores a escribir teatro es la pasión por la duda y por el interrogante. Cuando tenemos alguna respuesta clara, no hay ningún motivo para escribir teatro.
Por eso corro el riesgo enorme de estar haciendo una afirmación categórica cuando no escribo teatro.
La afirmación, en términos generales, me aburre.
Sólo poniéndola en duda siento que algo extraordinario del mundo se me revela en la escritura. De lo contrario, siento que me digo algo que ya sé, y que todos los lectores se darán cuenta inmediatamente, y se aburrirán tanto como yo.
Hace unos meses estuve trabajando como dramaturgo para el Deutsches Schauspielhaus de Hamburgo durante un tiempo considerable. Entre otras cosas, ellos editan una revista muy ecléctica en la que reúnen bajo un mismo tema aportes de distinta gente de teatro. Y es interesante, porque lo que se nos pedía era que no habláramos de teatro, sino de otras cosas. Y por supuesto, todos creíamos entender que debíamos hablar de lo que esas otras cosas tenían que ver con el teatro. Fuere como fuere, el tema de la Hamburger Hefte era EL CUERPO, y entonces, tratando de ser fiel a este pensamiento descentralizado, que es el único que puedo ejercer desde mi mirada de dramaturgo, quise procurar formularme algunas preguntas al respecto, en vez de ocupar un centro y un punto de vista desde el cual hacer cómodamente alguna afirmación.
Porque en toda afirmación se esconde en el fondo un problema político: la afirmación debe ser verdadera. En un mundo ideal, la verdad es condición de belleza de la afirmación.
En cambio la pregunta no es verdadera ni falsa. Por eso el teatro logra hacer de esta fuerza incomprensible y paradójica una forma de arte y dejar un testimonio de los hombres que difiere generosamente del testimonio científico o de la crónica histórica.
EL CUERPO CAÓTICO
Parece ser que se verifica una cuestión pasmosa: el cuerpo humano cambia todas sus células cada tres años. Las células del cuerpo expulsan la “materia” de la que están hechas y la renuevan íntegramente sin prisa y sin pausa, por lo cual al cabo de tres años nada en mi cuerpo es lo que era antes. Y no hablo en términos fantásticos o metafóricos. Físicamente, no estoy hecho de la misma sustancia que hace tres años.
Sin embargo, todos seguimos refiriéndonos a nosotros mismos como “yo”.
La teoría del caos utiliza este ejemplo para compararlo con otros similares, y tratar de mostrar la naturaleza fractal de la creación: la identidad de las partes no es tan importante en sí misma: sólo refleja la totalidad en otra escala. Es una idea tentadora, una idea de equilibrio, y en realidad, de un profundo orden incognoscible. Por ejemplo, tomemos un río que fluye: es imposible predecir en qué dirección se desplazará una determinada molécula de agua, sin embargo, en términos generales, el río es muy estable. Si sucede una crisis, y el río por ejemplo se desborda, una vez pasada la crisis el mismo vuelve a su cauce “habitual”. Sólo los sistemas caóticos son profundamente estables, porque están capacitados para asimilar las crisis y encapsularlas dentro de sí sin perder su estructura original, estructura ésta que es, repito, sencillamente impredecible, y por lo tanto, normalmente ilegible como estructura.
Cada tres años dejamos la última célula de lo que éramos.
Sin embargo, ¿por qué nos siguen gustando las mismas cosas? ¿Por qué seguimos viviendo en la misma ciudad? ¿O amando a la misma mujer? ¿O guardando los mismos discos?
¿Se debe sólo a nuestra naturaleza racional? ¿Es la razón una suerte de mecanismo impuesto en nuestra biología para no detectar el cambio sutil de nuestra composición y no perder el cauce? La búsqueda desesperada de la permanencia (que es inherente a lo humano) me provoca tanta admiración como desconcierto si la miro desde una perspectiva extrañada, desde un lugar “otro”. ¿Qué es lo que hace que nunca podamos sentir con claridad los signos del cambio permanente de la materia de nuestro cuerpo? Me pregunto qué se siente cuando el cuerpo de pronto se vuelve ajeno, como ocurre por ejemplo en quien ha sufrido un accidente, o una amputación, y de pronto debe hacerse a la idea de que ése es su nuevo “yo”. Algo de esto, en escala mucho menor, sentimos todos al salir de la peluquería, o cuando nos duelen los pies por un par de zapatos nuevos: los objetos concretos (como los zapatos) a veces nos señalan al cuerpo doliente como “lo otro”. En el accidente, en la amputación con anestesia, en el corte rápido y normalmente ingobernable del cabello, la armonía de ese cambio lento de células que no se anuncia a sí mismo de pronto se rompe, y se produce el extrañamiento.
¿Qué sucede en la convivencia con la fealdad? ¿Están los cuerpos preparados para responder a lo feo?
EL CUERPO DEL PERSONAJE
Fuere como fuere, lo cierto es que nuestra comprensión del fenómeno es meramente un intento de racionalización abstracta. Y por eso está reñido con el teatro, que no hace más que cuestionar a la razón.
Podemos ahora pensar que el personaje, ese invento occidental, es la manera de comprender la permanencia de una identidad (permanencia que la biología puede demostrar falsa) en la estructura de un relato. El personaje, tal como lo entendemos los dramaturgos, se caracteriza en el teatro tradicional por una “constancia de identidad”. Es un recorte racional, que equivale a nuestra idea newtoniana del mundo. La idea de recorte y simplificación se hace completamente evidente sobre todo en el idioma español, donde la palabra “personaje” utiliza la raíz de “persona” y le añade un sufijo despectivo: “aje”. Es como si dijéramos: “un poco menos que una persona”.
Pero la teoría del caos, con sus formidables experiencias en el campo de la matemática, la geometría fractal, la termodinámica o la biología, ha empezado a hacernos sentir la necesidad de un nuevo modelo de recorte menos simplista, uno que tenga más que ver con nuestra cosmovisión histórica, con la pseudo complejidad de nuestra época.
Durante años, el teatro estuvo monopolizado por el personaje concebido como una suerte de constancia de identidad psicológica. Incluso se leyó a los grandes clásicos desde esta perspectiva psicológica, cuando es por lo menos dudoso que Shakespeare haya leído a Freud. Otelo es un buen ejemplo. Las escuelas siguen enseñándonos que Macbeth es un personaje “ambicioso”. Yo creo poder encontrar en la pieza algunas pruebas de que esto es falso. El tema de la obra puede tener que ver con la ambición, es cierto. Pero no es verdad que Macbeth sea ambicioso. O que Otelo sea celoso. Otelo vive una determinada situación, y opera de determinada manera. Entonces el tema aparece, mágicamente ante nuestros ojos. Las interpretaciones que tienden a pensar que a Otelo le ocurre lo que le ocurre porque es celoso, y por lo tanto se concentran en determinados factores de “composición” (corresponde que sea negro, y lo suficientemente feo, como para que el amor de Desdémona hacia él sea por lo menos algo inestable), caen en un peligro abrumador: el aburrimiento absoluto. ¿Por qué? Porque ante la “composición” de los celos en el cuerpo del actor, el “tema” de los celos “retrocede”. Además, porque la excesiva preocupación por la composición le quita al conflicto el elemento irracional que lo motoriza. Nadie quiere ir al teatro simplemente a confirmar lo que ya sabe (salvo que esta simple confirmación se vea en peligro en su vida cotidiana, como ocurre en los países bajo gobiernos totalitarios). Uno va al teatro porque espera sorprenderse con una mirada “amoral” de las cosas, una mirada extrañada que devuelve una imagen deforme, ni verdadera ni falsa, sino ajena. Si no se produce este extrañamiento, esta “ajenidad”, la reflexión es imposible. Porque en términos físicos, para que exista reflexión deben existir al menos dos cuerpos: el reflejado y el reflejante, con un albedo determinado. Si el teatro es tan real como la realidad, o se propone una visión recortada de la realidad que se le parece tanto a lo que el sentido común “dice” de la realidad, habrá entre actores y espectadores mucha “comunicación”, pero nada de teatro. Nada de reflexión, ni de revelación loca y errática.
“Un lenguaje es más lenguaje cuantas más redundancias contiene”, afirma el pintor y filósofo argentino Eduardo del Estal. Y es cierto. Un lenguaje basa su efectividad en la anulación del “ruido” que acompaña a los mensajes. Cuanto menos ruido haya, habrá más posibilidades de lograr comunicación, de que el mensaje sea leído lo más parecido posible a lo que el emisor ha querido decir.
El discurso artístico, en cambio, también se vale del lenguaje, pero se caracteriza por la anulación de las redundancias. Sólo en la fractura de las gramáticas es posible decir algo que no esté contenido ya en la estructura de pensamiento global de esa gramática.
El lenguaje es una herramienta útil, claro está, y probablemente la más humana de las herramientas, anterior incluso a la rueda o la polea.
Pero en el territorio del discurso artístico, la comunicación no es un objetivo. Al menos no necesariamente. A veces ocurre, a veces no. A veces una obra “comunica” con sus contemporáneos inmediatamente, a veces tarda años en liberar sus mensajes, enrarecidos por el ruido y el desorden caótico de su gramática novedosa. ¡Pero no se trata sólo de un problema formal, o de modas! Se trata de comprender que la virtud del teatro, del arte en general, radica en su capacidad de revelación: tiene frente al lenguaje científico (creado dentro de la previsibilidad de las gramáticas preconcebidas) la habilidad de mostrar aquello que aún no se podía decir en ninguna lengua. Ese vacío primordial que está sumergido en la naturaleza de todo idioma.
Pero el teatro –frente a otras artes- es pobre, lo ha sido siempre. Es pobre porque a diferencia de otras expresiones acumula conocimiento tradicional de manera indiscriminada. No elige. Se nutre de todo, se llena de saberes, de preconceptos, y fundamentalmente, de modas.
La simplificación a la que la “institución del personaje” ha llevado al teatro occidental es pasmosa. Abrevando en la teoría del caos me atrevo a decir que es una simplificación análoga a la de la física llamada reduccionista, o newtoniana, frente a la del caos.
Los surrealistas y las vanguardias de principio de siglo intentaron heroicamente derribar ésta y otras instituciones. Pero su acción fue una acción política antes que estética, y el tiempo transformó este intento de extrañamiento absoluto y de irracionalización del procedimiento creativo en un lenguaje más, en un estilo, en una moda. Que si bien sigue causando su efecto en los museos, en teatro nos decepciona invariablemente. Las obras surrealistas suelen aburrirnos hoy en día tanto como las realistas. Porque ya hemos aprendido a hablar ambos lenguajes de ese par polar realidad/surrealismo. Lo fabuloso de las sesiones dadaístas era el hecho de que los artistas estaban dispuestos a defender belicosamente con el propio cuerpo sus ideas sobre la organización de las partes del mundo. Cualquier repetición sistemática de esto que no estuviera fundada también en una caracterización política del entorno, es ingenua.
¿Es posible imaginar un teatro liberado la prisión newtoniana del personaje? Algunos teóricos en Alemania hablan de post-drama (algo que me es completamente incomprensible, pero no por novedoso, sino porque no encuentro que se verifique realmente en el teatro que se está haciendo), otros hablan de que lo nuevo ya no podrá existir, y por lo tanto el teatro post-moderno no hace más que reciclar fórmulas antiguas y encontrar en la mezcla su síntesis personal. Tradición sobre tradición, una vez más.
Yo prefiero confiar más en algunos paradigmas que me parecen más duraderos, como los de la matemática fractal. Pero es cierto que pasará mucho tiempo hasta que se dé con una imagen del mundo lo suficientemente discursiva como para sintetizar en sí el mundo teórico complejo de la teoría del caos.
La teoría del caos, y la matemática de la que hablo, parecen expresar en primer término una reflexión sorprendente: en la historia de la ciencia se ha verificado que cada vez que se llegó a una nueva simplificación, a una fórmula que permitiera predecir el comportamiento de la naturaleza, se descubriría que esa simplificación está en el borde de una nueva complejidad, es decir que por cada simplificación hay por lo menos dos nuevas complejidades. Ilya Prigogine dice: “La idea de la simplicidad se está desmoronando. Adondequiera uno vaya, hay complejidad.”
EL CUERPO EN LA CATÁSTROFE
Hollywood, por ejemplo, ha llevado esta simplificación narrativa hasta su máximo límite, y por motivos de dominación económica (y por lo tanto, también de la imaginería, porque regular la circulación de las imágenes es la primera actividad de la política, según afirma Del Estal) la ha impuesto en todo Occidente.
La simplificación es tan clara y evidente que merece su estudio. Normalmente despreciamos a Hollywood sin poder entender totalmente en primer término por qué Hollywood funciona. Esto no quiere decir que sea bueno, pero funciona porque es el ejemplo más claro y acabado de la construcción de lenguajes de “identificación y de verificación de las expectativas del espectador”, que recibe exactamente lo mismo que ya tenía, a cambio de un dinero que paga por ello como un impuesto religioso, como el diezmo al que se obligan los protestantes en Alemania, incluso –y sobre todo- los no creyentes.
¿Hasta qué punto hemos aprendido el lenguaje de construcción de los personajes en las narrativas occidentales, que en general somos capaces de predecir quién es el asesino en una película norteamericana, simplemente guiándonos por la premisa más obvia: el asesino no puede ser aquél que es señalado como el principal sospechoso? Es decir que Hollwood, como una máquina viva pero perezosa, funciona siempre de la misma manera: repetir lentamente el mismo mecanismo de producción de sentido, pero al mismo tiempo garantizarse una estrechísima franja de contradicción de ese mecanismo, para después vampirizarla e incorporarla en sus géneros, cuando ya sean material predigerido para el espectador. Así ha pasado con Quentin Tarantino, por ejemplo, y en menor medida con directores talentosísimos como Halt Hartley, Todd Solonz, David Lynch, Paul Thomas Anderson, o los creadores de la curiosa “Being John Malkovich”. Los hallazgos de cierta complejidad en estos creadores originales, y presentados como una suerte de “excedente” hollywoodense, ya no son rechazados, incluso se los considera para los Oscars y todo lo demás, pero es en la medida en la que la industria cinematográfica ha descubierto que sus modificaciones narrativas a la forma de ver norteamericana pueden generar buenos dividendos en tanto se pueden extraer de ellas ciertas fórmulas que inyecten una nueva vida artificial a la moribunda expresión de aburrimiento colectivo de ese determinado sistema de producción de sentido.
En la catástrofe, a diferencia de la tragedia, causas y efectos ocurren a una velocidad tal que son indiferenciables. Podríamos decir, junto con Del Estal, que la catástrofe es la aparición del efecto puro, en el cual la causa queda sumergida.
Porque la secuencia causa-efecto, que es una simplificación racional (cierta hasta un determinado punto) de la manera en la que el mundo se comporta, es otra de las grandes instituciones de la narrativa occidental. De hecho, el argumento (su producto más inmediato) se puede estudiar como la forma en la que causas y efectos en un relato se encadenan de manera armónica. Ésa es nuestra proyección desesperada, nuestro enorme apetito de orden en el caos primigenio del universo.
Pero una vez más, el teatro, el buen teatro, viene a cuestionar todo paradigma de estabilidad. Y éste en particular.
Hemos aprendido a leer “Romeo y Julieta” como una tragedia, sí. Y lo es. Pero, ¿qué ocurre si en realidad nos concentramos sobre los puntos “catastróficos” de su relato, más que sobre la “lógica” de su recorte racional? Veremos que Shakespeare sabía o intuía mucho sobre la catástrofe, entendida como el delirio puro de los acontecimientos. ¿Por qué pierde Fray Lorenzo la carta para Romeo? ¿Por qué despierta Julieta sólo un segundo después –y no antes- de que Romeo se quite la vida en la cripta familiar? Y aun más: ¿por qué diablos se enamora Romeo de Julieta, siendo que su amor parece estar orientado lógicamente desde un principio hacia Belinda? No hay respuesta para estas preguntas, esto es lo que transforma a la obra en un buen material teatral.
También constituye al mismo tiempo una tragedia (personajes que se desbarrancan hacia su propia destrucción merced a una debilidad inherente a ellos) y según las modas de cada época se hará hincapié en unos u otros aspectos de su compleja gramática narrativa. Yo, aquí y ahora, nunca he aprendido nada sobre mi propia escritura leyendo a las tragedias como tragedias, y más bien siempre he intentado descubrir que estaban aún vivas y lozanas por el enorme potencial catastrófico que albergan.
¿Qué desear entonces para el teatro? El teatro puede reproducir los aspectos de la vida, haciendo un recorte. O puede optar por tener un mecanismo vital, por ser un cuerpo vivo, un cuerpo en la encrucijada que provocan la velocidad absoluta del acontecimiento y la velocidad relativa de la razón que da cuenta de él. Me gustan las obras que se comportan como si estuvieran vivas, y no tanto las obras que quieren decir algo sobre el funcionamiento de la vida. La vida es caótica, misteriosa, impredecible. Por eso le adjudicamos valor a nuestros patrones de ordenamiento en lo afectivo, en lo intelectual. Una idea tiene valor para nosotros porque sentimos que la rescatamos de la masa informe del azar que constituye al mundo. Pero en un mundo ordenado (y muchas piezas de teatro son mundos lógicamente ordenados, sin fugas a lo otro, a lo extraño) nada tiene demasiado valor, y no necesitamos rescatar a nadie del naufragio, de la peligrosa disolución en la nada, que amenaza nuestra existencia desde tiempos inmemoriales.
EL CUERPO SIMBÓLICO
Tal como lo expresa Del Estal, “en el origen del arte está la muerte”. El arte nace como un pacto sintético con la muerte que es necesario establecer rápidamente en presencia del cadáver.
El cuerpo muerto ya no es cuerpo.Pero tampoco es “cosa”.
Está a mitad de camino entre lo vivo y lo no vivo, y es al mismo tiempo memoria de la vida perdida y alerta de la descomposición inmediata de los pactos celulares que permiten la vida.
Prefiero dejar que el propio Del Estal lo explique:
“ Sin misterio, sin fondo invisible, no hay figura visible, sin angustia de la disolución no, hay estatua. Sólo lo que se desvanece y lo sabe, quiere perdurar.
La estatua es un cadáver vertical.
En las sociedades arcaicas, la muerte es un núcleo organizador, pero sus prácticas funerarias son distintas porque no tienen un mismo más allá.
La tumba egipcia es invisible desde afuera, está vuelta hacia el interior.
El túmulo griego es extrovertido, interpela a los vivos, perpetúa una memoria.
Las Imágenes no eran un ornamento, prestaban un servicio.
La Imagen es la mediadora entre los seres visibles y las fuerzas invisibles que los dominan. Por eso la Imagen no es bella, no es significativa, es operativa.
Al desorden, a la descomposición de la muerte, se le opone el Orden, la recomposición por la Imagen. La Imagen está libre de corrupción, es un artefacto, una astucia que consiste en cambiar el tiempo por el espacio. Las sociedades arcaicas estaban formadas por más muertos que vivos. Lo invisible, lo desconocido era la residencia del poder (de donde vienen y vuelven las cosas) y se pacta con el muerto ausente representándolo. El culto de los antepasados exigía que sobrevivieran en Imagen, y administrar la Imagen de los muertos es el comienzo de la política.
La muerte es el primer misterio, la experiencia del poder invisible en lo visible.
El cadáver provoca el sentimiento original que regirá a la producción icónica. El muerto no es un ser vivo pero tampoco es una cosa, es una presencia-ausencia, un sujeto en estado de objeto.
El cadáver fue el primer espejo del hombre, el espejo donde la sombra atrapa a la presa; en lo visible ver lo no visible, esa Nada de fondo que no tiene Nombre en ninguna lengua.
Los soportes de las obras primitivas, hueso, cuero, sangre, son materiales extraídos de la muerte. El cadáver es la materia prima de la Imagen. (...)
Representar es hacer presente lo ausente. No es evocar sino reemplazar. Mediante el "doble" de la representación, el hombre se protege del muerto, pero la dualidad misma de la Imagen se vuelve angustiosa, inquieta y ambigua presencia-ausencia.
Mientras hay muerte hay Imagen.
La historia de la Imagen es la presencia inmensa de la muerte.
En el comienzo de todo Arte está el embalsamamiento.”
Claro que el régimen de producción y circulación de las imágenes ha cambiado desde esas épocas arcaicas, y en su artículo “Las edades de la mirada”, Del Estal propone al menos dos estadíos más de esta circulación hasta llegar a la producción de imágenes de hoy en día.
Pero también es cierto que esta presencia religiosa de la ausencia (lo obsceno, lo que queda “fuera de escena”) y que tiene que ver con la materialidad incómoda del cuerpo del muerto, es un motor siempre presente en la vitalidad móvil del teatro.
Ya no se trata de hablar sólo de qué se hace con el cuerpo del muerto y de qué manera se simboliza nuestra vinculación con el más allá, con el origen a partir de su cuerpo entregado a la descomposición azarosa de la materia. Pero en el teatro no es la arcilla, ni la tela, ni el sonido puro, sino el cuerpo del actor lo que ocupa el lugar de esa imagen de transacción con “lo otro”. Es el cuerpo concreto, la presencia física del actor sobre el escenario (a diferencia de otras artes narrativas como la novela, el cine o la televisión) lo que le da al teatro de hoy en día su especificidad y su poder. Yo pienso que es más la obstinación presente de ese cuerpo concreto que la ficcionalidad cultural con la que ese cuerpo se disfraza. Recreamos en el teatro la ceremonia infinita del entierro, y el actor está ocupando, de prestado, el lugar del sacrificio. Pago mi entrada para “ver sufrir al personaje”, y me siento un poco robado cuando esto no sucede, cuando el rito del sacrificio, aunque sea simbólico, no es total.
La pregunta es básicamente la misma que se hace Hamlet sobre los actores de su drama. ¿Cuál es esa fuerza loca que impulsa a los actores a desgarrarse, emocionarse, sufrir, luchar, quemar calorías, exhibirse impúdicamente, y al mismo tiempo decirnos con toda claridad: estoy mintiendo? Es esa contradicción (inexistente en el cine o en las novelas) la que me interesa ver en el teatro. No me interesan normalmente los actores técnicamente entrenados para ser portavoces de las “ideas” de otros. Lo que aprecio de la actuación en estado puro es la honestidad con la que el actor ha decidido mentir un poco, y encarnar completamente el cuerpo de transacción del sacrificio que nos reconcilia y nos protege de ese más allá del que hablaba Del Estal en la ceremonia del entierro.
Es el cuerpo, y no las ideas sobre el cuerpo.
De la misma manera que es el “estar”, el transcurrir del actor sobre el escenario, y no el disfraz, ni su comportamiento (de composición), o su trabajo biográfico sobre la emoción.
Es su presencia-ausencia: está allí en carne y alma pero al mismo tiempo está en una ficción. Y afirma las dos cosas simultáneamente, como el terror del sarcófago egipcio, que no es el muerto pero tiene más condiciones discursivas que la muerte en sí, que en tanto incognoscible, carece de discurso.
Es esa carencia la que me lleva, como dramaturgo, a este raro oficio que desconozco y aprendo intermitentemente.
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