Friedrich Nietzche
Ensayo de autocrítica
Sea lo que sea aquello que esté a la base de este libro proble¬mático: una cuestión de primer rango y máximo atractivo tiene que haber sido, y además una cuestión profundamente personal - testimonio de ello es la época en la cual surgió, pese a la cual surgió, la excitante época de la guerra franco¬alemana de 1870-1871. Mientras los estampidos de la bata¬lla de Wörth se expandían sobre Europa, el hombre cavilo¬so y amigo de enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro estaba en un rincón cualquiera de los Alpes, muy sumergido en sus cavilaciones y enigmas, en consecuencia muy preocupado y despreocupado a la vez, y redactaba sus pensamientos sobre los griegos, -núcleo del libro extraño y difícilmente accesible a que va a estar dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas más tarde: y también él se encontraba bajo los muros de Metz, no desembarazado aún de los signos de interrogación que había colocado junto a la presunta «jovialidad» de los griegos y junto al arte grie¬go; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión en que en Versalles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer la paz consigo mismo, y mientras convalecía len¬tamente de una enfermedad que había contraído en el cam¬po de batalla, comprobó en sí de manera definitiva el «naci¬miento de la tragedia en el espíritu de la música». - ¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música de tragedia? ¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lo¬grada de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos - ¿cómo?, ¿es que precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia? ¿Más aún - del arte? ¿Para qué - el arte griego?...
Se adivina el lugar en que con estas preguntas quedaba colocado el gran signo de interrogación acerca del valor de la existencia. ¿Es el pesimismo, necesariamente, signo de de¬clive, de ruina, de fracaso, de instintos fatigados y debilita¬dos? - ¿como lo fue entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros los hombres y europeos «mo-dernos»? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predi¬lección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas, problemáticas de la existencia, predilección nacida de un bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la existencia? ¿Se da tal vez un sufrimiento causado por esa misma sobreplenitud? ¿Una tentadora valentía de la más aguda de las miradas, valentía que anhela lo terrible, por considerarlo el enemigo, el digno enemigo en el que poder poner a prueba su fuerza?, ¿en el que ella quiere aprender qué es «el sentir miedo»? ¿Qué significa, justo entre los grie¬gos de la época mejor, más fuerte, más valiente, el mito trá¬gico? ¿Y el fenómeno enorme de lo dionisíaco? ¿Qué signifi¬ca, nacida de él, la tragedia? - Y por otro lado: aquello de que murió la tragedia, el socratismo de la moral, la dialéctica, la suficiencia y la jovialidad del hombre teórico - ¿cómo?, ¿no podría ser justo ese socratismo un signo de declive, de fati¬ga, de enfermedad, de unos instintos que se disuelven de modo anárquico? ¿Y la «jovialidad griega» del helenismo tardío, tan sólo un arrebol de crepúsculo? ¿La voluntad epi¬cúrea contra el pesimismo, tan sólo una precaución del hombre que sufre? Y la ciencia misma, nuestra ciencia - sí, ¿qué significa en general, vista como síntoma de vida, toda ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dónde - toda ciencia? ¿Cómo? ¿Acaso es el cientificismo nada más que un miedo al pesimismo y una escapatoria frente a él? ¿Una defensa sutil obligada contra la verdad? ¿Y hablando en términos mora¬les, algo así como cobardía y falsedad? ¿Hablando en térmi¬nos no-morales, una astucia? Oh Sócrates, Sócrates, ¿fue ése acaso tu secreto? Oh ironista misterioso, ¿fue ésa acaso tu - ironía? - -
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Lo que yo conseguí aprehender entonces, algo terrible y peli¬groso, un problema con cuernos, no necesariamente un toro precisamente, en todo caso un problema nuevo: hoy yo diría que fue el problema de la ciencia misma - la ciencia concebi-da por vez primera como problemática, como discutible. Pero el libro en que entonces encontraron desahogo mi va¬lor y mi suspicacia juveniles - ¡qué libro tan imposible tenía que surgir de una tarea tan contraria a la juventud! Cons¬truido nada más que a base de vivencias propias prematuras y demasiado verdes, todas las cuales estaban junto al umbral de lo comunicable, colocado en el terreno del arte - pues el problema de la ciencia no puede ser conocido en el terreno de la ciencia -, acaso un libro para artistas dotados acceso¬riamente de capacidades analíticas y retrospectivas (es de¬cir, para una especie excepcional de artistas, que hay que buscar y que ni siquiera se querría buscar...), lleno de innovaciones psicológicas y de secretos de artista, con una meta¬física de artista en el trasfondo, una obra juvenil llena de va¬lor juvenil y de juvenil melancolía, independiente, obstina¬damente autónoma incluso allí donde parece plegarse a una autoridad y a una veneración propia, en suma, una primera obra, también en el mal sentido de la expresión, que, pese a su problema senil, adolece de todos los defectos de la juven¬tud, sobre todo de su «excesiva longitud», de su «tormenta y arrebato» (Sturm und Drang): por otra parte, teniendo en cuenta el éxito que obtuvo (especialmente en el gran artista a que ella se dirigía como para un diálogo, en Richard Wag¬ner), un libro probado, quiero decir, un libro que, en todo caso, ha satisfecho «a los mejores de su tiempo». Ya por esto debería ser tratado con cierta deferencia y silencio; a pesar de ello yo no quiero reprimir del todo el decir cuán desagra¬dable se me aparece ahora, cuán extraño está ahora ante mí dieciséis años después - ante unos ojos más viejos, cien ve¬ces más exigentes, pero que en modo alguno se han vuelto más fríos, ni tampoco más extraños a aquella tarea a la que este temerario libro osó por vez primera acercarse - ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la de la vida...
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Dicho una vez más, hoy es para mí un libro imposible - lo encuentro mal escrito, torpe, penoso, frenético de imágenes y confuso a causa de ellas, sentimental, acá y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo [ritmo], sin volun¬tad de limpieza lógica, muy convencido, y por ello, eximién¬dose de dar demostraciones, desconfiando incluso de la pertinencia de dar demostraciones, como un libro para ini¬ciados, como una «música» para aquellos que han sido bau¬tizados en la música, que desde el comienzo de las cosas es¬tán ligados por experiencias artísticas comunes y raras, como signo de reconocimiento para quienes sean in artibus [en cuestiones artísticas] parientes de sangre, - un libro al¬tanero y entusiasta, que de antemano se cierra al profanum vulgus [vulgo profano] de los «cultos» más aún que al «pue¬blo», pero que, como su influjo demostró y demuestra, tiene que ser también bastante experto en buscar sus compañeros de entusiasmo y en atraerlos hacia nuevos senderos ocultos y hacia nuevas pistas de baile. Aquí hablaba en todo caso, - esto se admitió con tanta curiosidad como repulsa - una voz extraña, el discípulo de un «dios desconocido» todavía, que por el momento se escondía bajo la capucha del docto, bajo la pesadez y el desabrimiento dialéctico del alemán, in¬cluso bajo los malos modales del wagneriano; había aquí un espíritu que sentía necesidades nuevas, carentes aún de nombre, una memoria rebosante de preguntas, experien¬cias, secretos, a cuyo margen estaba escrito el nombre Dio¬niso como un signo más de interrogación: aquí hablaba - así se dijo la gente con suspicacia - una especie de alma mística y casi menádica, que con esfuerzo y de manera arbitraria, casi indecisa sobre si lo que quería era comunicarse u ocul¬tarse, parecía balbucear en un idioma extraño. Esa «alma nueva» habría debido cantar - ¡y no hablar! Qué lástima que lo que yo tenía entonces que decir no me atreviera a decirlo como poeta: ¡tal vez habría sido capaz de hacerlo! O, al me¬nos, como filólogo: - ¡pues todavía hoy para el filólogo está casi todo por descubrir y desenterrar aún en este campo! So¬bre todo el problema de que aquí hay un problema, - y de que, ahora y antes, mientras no tengamos una respuesta a la pregunta «¿qué es lo dionisíaco?», los griegos continúan siendo completamente desconocidos e inimaginables...
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Sí, ¿qué es lo dionisíaco? - En este libro hay una respuesta a esa pregunta - en él habla alguien que «sabe», el iniciado y discípulo de su dios. Tal vez ahora yo hablaría con más caute¬la y menos elocuencia acerca de una cuestión psicológica tan difícil como es el origen de la tragedia entre los griegos. Una cuestión fundamental es la relación del griego con el dolor, su grado de sensibilidad, - ¿permaneció idéntica a sí misma esa relación?, ¿o se invirtió? - la cuestión de si realmente su cada vez más fuerte anhelo de belleza, de fiestas, de diversiones, de nuevos cultos, surgió de una carencia, de una privación, de la melancolía, del dolor. Suponiendo, en efecto, que precisa¬mente esto fuese verdadero - y Pericles (o Tucídides) nos lo da a entender en el gran discurso fúnebre -: ¿de dónde ten¬dría que proceder el anhelo contrapuesto a éste y surgido an¬tes en el tiempo, el anhelo de lo feo, la buena y rigurosa volun¬tad, propia del heleno primitivo, de pesimismo, de mito trágico, de dar imagen a todas las cosas terribles, malvadas, enigmáticas, aniquiladoras, funestas que hay en el fondo de la existencia, - de dónde tendría que provenir entonces la tra¬gedia? ¿Acaso del placer, de la fuerza, de una salud desbor¬dante, de una plenitud demasiado grande? ¿Y qué significado tiene entonces, hecha la pregunta fisiológicamente, aquella demencia de que surgió tanto el arte trágico como el cómico, la demencia dionisíaca? ¿Cómo? ¿Acaso no es la demencia, necesariamente, síntoma de degeneración, de declive, de una cultura demasiado tardía? ¿Existen acaso - una pregunta para médicos de locos - neurosis de la salud?, ¿de la juventud y juvenilidad de los pueblos? ¿A qué apunta aquella síntesis de dios y macho cabrío que se da en el sátiro? ¿En razón de qué vivencia de sí mismo, para satisfacer a qué impulso tuvo el griego que imaginarse como un sátiro al entusiasta y hom¬bre primitivo dionisíaco? Y en lo que se refiere al origen del coro trágico: ¿hubo acaso arrebatos endémicos en aquellos siglos en que el cuerpo griego florecía, y el alma griega des¬bordaba de vida? ¿Visiones y alucinaciones que se transmitían a comunidades enteras, a asambleas enteras reunidas para el culto? ¿Y si ocurriera que los griegos tuvieron, precisamente en medio de la riqueza de su juventud, la voluntad de lo trá¬gico y fueron pesimistas?, ¿que fue justo la demencia, para emplear una frase de Platón, la que trajo las máximas ben¬diciones sobre la Hélade?, ¿y que, por otro lado, y a la inver¬sa, fue precisamente en los tiempos de su disolución y debili¬dad cuando los griegos se volvieron cada vez más optimistas, más superficiales, más comediantes, también más ansiosos de lógica y de logicización del mundo, es decir, a la vez «más joviales» y «más científicos»? ¿Y si tal vez, a despecho de to¬das las «ideas modernas» y los prejuicios del gusto democrá¬tico, pudieran la victoria del optimismo, la racionalidad pre¬dominante desde entonces, el utilitarismo práctico y teórico, así como la misma democracia, de la que son contemporá¬neos, - ser un síntoma de fuerza declinante, de vejez inminen¬te, de fatiga fisiológica? ¿Y precisamente no - el pesimismo? ¿Fue Epicuro un optimista - precisamente en cuanto hombre que sufría? - - Ya se ve que es todo un fardo de difíciles cues¬tiones el que este libro cargó sobre sus espaldas - ¡añadamos además su cuestión más difícil! ¿Qué significa, vista con la óptica de la vida, - la moral?...
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Ya en el «Prólogo a Richard Wagner» el arte - y no la moral - es presentado como la actividad propiamente metafísica del hombre; en el libro mismo reaparece en varias ocasiones la agresiva tesis de que sólo como fenómeno estético está justi¬ficada la existencia del mundo. De hecho el libro entero no conoce, detrás de todo acontecer, más que un sentido y un ultra-sentido de artista, - un «dios», si se quiere, pero, des¬de luego, tan sólo un dios-artista completamente amoral y desprovisto de escrúpulos, que tanto en el construir como en el destruir, en el bien como en el mal, lo que quiere es dar¬se cuenta de su placer y su soberanía idénticos, un dios-ar¬tista que, creando mundos, se desembaraza de la necesidad implicada en la plenitud y la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis en él acumuladas. El mundo, en cada instante la alcanzada redención de dios, en cuanto es la visión eter¬namente cambiante, eternamente nueva del ser más sufrien¬te, más antitético, más contradictorio, que únicamente en la apariencia sabe redimirse: a toda esta metafísica de artista se la puede denominar arbitraria, ociosa, fantasmagórica -, lo esencial en esto está en que ella delata ya un espíritu que al¬guna vez, pese a todos los peligros, se defenderá contra la in¬terpretación y el significado morales de la existencia. Aquí se anuncia, acaso por vez primera, un pesimismo «más allá del bien y del mal», aquí se deja oír y se formula aquella «per¬versidad de los sentimientos» contra la que Schopenhauer no se cansó de disparar de antemano sus más coléricas mal¬diciones y piedras de rayo, - una filosofía que osa situar, re¬bajar la moral misma al mundo de la apariencia y que la co¬loca no sólo entre las «apariencias» (en el sentido de este terminus technicus idealista), sino entre los «engaños», como apariencia, ilusión, error, interpretación, aderezamiento, arte. Acaso donde mejor pueda medirse la profundidad de esta tendencia antimoral es en el precavido y hostil silencio con que en el libro entero se trata al cristianismo, - el cristia¬nismo en cuanto es la más aberrante variación sobre el tema moral que la humanidad ha llegado a escuchar hasta este momento. En verdad, no existe antítesis más grande de la interpretación y justificación puramente estéticas del mun¬do, tal como en este libro se las enseña, que la doctrina cris¬tiana, la cual es y quiere ser sólo moral, y con sus normas absolutas, ya con su veracidad de Dios por ejemplo, relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, - es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena. Detrás de semejante modo de pen¬sar y valorar, el cual, mientras sea de alguna manera autén¬tico, tiene que ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo hostil a la vida, la rencorosa, vengativa aversión contra la vida misma: pues toda vida se basa en la aparien¬cia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de lo perspectivístico y del error. El cristianismo fue desde el comienzo, de manera esencial y básica, náusea y fastidio contra la vida sentidos por la vida, náusea y fastidio que no hacían más que disfrazarse, ocultarse, ataviarse con la cre¬encia en «otra» vida distinta o «mejor». El odio al «mun¬do», la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un anhelo de hundirse en la nada, en el final, en el reposo, hasta llegar al «sábado de los sábados» - todo esto, así como la incondicional voluntad del cristia¬nismo de admitir valores sólo morales me pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las formas posi¬bles de una «voluntad de ocaso»; al menos, un signo de enfermedad, fatiga, desaliento, agotamiento, empobreci¬miento hondísimos de la vida, - pues ante la moral (espe¬cialmente ante la moral cristiana, es decir, incondicional) la vida tiene que carecer de razón de manera constante e ine¬vitable, ya que la vida es algo esencialmente amoral, - la vida, finalmente, oprimida bajo el peso del desprecio y del eterno «no», tiene que ser sentida como indigna de ser ape¬tecida, como lo no-válido en sí. La moral misma - ¿cómo?, ¿acaso sería la moral una «voluntad de negación de la vida», un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de calumnia, un comienzo del fi¬nal? ¿Y en consecuencia, el peligro de los peligros?... Contra la moral, pues, se levantó entonces, con este libro proble¬mático, mi instinto, como un instinto defensor de la vida, y se inventó una doctrina y una valoración radicalmente opuestas de la vida, una doctrina y una valoración pura¬mente artísticas, anticristianas. ¿Cómo denominarlas? En cuanto filólogo y hombre de palabras las bauticé, no sin cierta libertad - ¿pues quién conocería el verdadero nom¬bre del Anticristo? - con el nombre de un dios griego: las llamé dionisíacos. -
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¿Se entiende cuál es la tarea que yo osé rozar ya con este li¬bro?... ¡Cuánto lamento ahora el que no tuviese yo entonces el valor (¿o la inmodestia?) de permitirme, en todos los sen¬tidos, un lenguaje propio para expresar unas intuiciones y osadías tan propias, - el que intentase expresar penosamen¬te, con fórmulas schopenhauerianas y kantianas, unas valo-raciones extrañas y nuevas, que iban radicalmente en contra tanto del espíritu de Kant y de Schopenhauer como de su gusto! ¿Cómo pensaba, en efecto, Schopenhauer acerca de la tragedia? «Lo que otorga a todo lo trágico el empuje peculiar hacia la elevación» - dice en El mundo como voluntad y re¬presentación, II, 495- «es la aparición del conocimiento de que el mundo, la vida no pueden dar una satisfacción au¬téntica, y, por tanto, no son dignos de nuestro apego: en esto consiste el espíritu trágico -, ese espíritu lleva, según esto, a la resignación». ¡Oh, de qué modo tan distinto me hablaba Dioniso a mí! ¡Oh, cuán lejos de mí se hallaba entonces justo todo ese resignacionismo! - Pero en el libro hay algo mucho peor, que yo ahora lamento más aún que el haber oscureci¬do y estropeado con fórmulas schopenhauerianas unos pre¬sentimientos dionisíacos: a saber, ¡el haberme echado a per¬der en absoluto el grandioso problema griego, tal como a mí se me había aparecido, por la injerencia de las cosas moder¬nísimas! ¡El haber puesto esperanzas donde nada había que esperar, donde todo apuntaba, con demasiada claridad, ha¬cia un foral! ¡El haber comenzado a descarriar, basándome en la última música alemana, acerca del «ser alemán», como si éste se hallase precisamente en trance de descubrirse y de reencontrarse a sí mismo - y esto en una época en que el es¬píritu alemán, que no hacía aún mucho tiempo había tenido la voluntad de dominar sobre Europa, la fuerza de guiar a Europa, acababa de presentar su abdicación definitiva e irre¬vocable, y, bajo la pomposa excusa de fundar un Reich, reali¬zaba su tránsito a la mediocrización, a la democracia y a las «ideas modernas»! De hecho, entre tanto he aprendido a pensar sin esperanza ni indulgencia alguna acerca de ese «ser alemán», y asimismo acerca de la música alemana de ahora, la cual es romanticismo de los pies a la cabeza y la me¬nos griega de todas las formas posibles de arte: además, una destrozadora de nervios de primer rango, doblemente peli¬grosa en un pueblo que ama la bebida y honra la oscuridad como una virtud, es decir, en su doble condición de narcóti¬co que embriaga y, a la vez, obnubila. - Al margen, claro está, de todas las esperanzas apresuradas y de todas las erróneas aplicaciones a la realidad del presente con que yo me eché a perder entonces mi primer libro, permanecerá en lo sucesi¬vo el gran signo de interrogación dionisíaco, tal como fue en él planteado, también en lo que se refiere a la música: ¿cómo tendría que estar hecha una música que no tuviese ya un origen romántico, como lo tiene la música alemana - sino un origen dionisíaco?...
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-Pero, señor mío, ¿qué es romanticismo en el mundo entero si su libro no es romanticismo? ¿Es que el odio profundo contra el «tiempo de ahora», contra la «realidad» y las «ideas modernas», puede ser llevado más lejos de lo que se llevó en su metafísica de artista? - ¿la cual prefiere creer has¬ta en la nada, hasta en el demonio, antes que en el «ahora»? ¿No se oye, por debajo de toda su polifonía contrapuntística y de su seducción de los oídos, el zumbido de un bajo conti¬nuo de cólera y de placer destructivo, una rabiosa resolución contra todo lo que es «ahora», una voluntad que no está de¬masiado lejos del nihilismo práctico y que parece decir «¡prefiero que nada sea verdadero antes de que vosotros ten¬gáis razón, antes de que vuestra verdad tenga razón!»? Escu¬che usted mismo, señor pesimista y endiosador del arte, con un oído un poco más abierto, un único pasaje escogido de su libro, aquel pasaje que habla, no sin elocuencia, de los mata¬dores de dragones, y que sin duda tiene un sonido capcioso y embaucador para oídos y corazones jóvenes: ¿o es que no es ésta la genuina y verdadera profesión de fe de los románti¬cos de 1830 bajo la máscara del pesimismo de 1850?, tras de la cual confesión se preludia ya el usual fínale de los román¬ticos, - quiebra, hundimiento, retorno y prosternación ante una vieja fe, ante el viejo dios... ¿O es que ese su libro de pesi¬mista no es un fragmento de antihelenidad y de romanticis¬mo, incluso algo «tan embriagador como obnubilante», un narcótico en todo caso, hasta un fragmento de música, de música alemana? Escúchese: Imaginémonos una generación que crezca con esa intrepidez de la mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de esos matadores de dragones, la orgullosa temeri¬dad con que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad del optimismo, para «vivir resueltamente» en lo entero y pleno: ¿acaso no sería necesario que el hombre trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico, la tragedia, como la Helena a él debida, y que exclamar con Fausto:
¿Y no debo yo, con la violencia más llena de anhelo,
traer a la vida esa figura única entre todas?-.
«¿Acaso no sería necesario?»... ¡No, tres veces no!, jóvenes románticos: ¡no sería necesario! Pero es muy probable que eso finalice así, que vosotros finalicéis así, es decir, «consola¬dos», como está escrito, pese a toda la autoeducación para la seriedad y para el horror, «ametafísicamente consolados», en suma, como finalizan los románticos, cristianamente... ¡No! Vosotros deberíais aprender antes el arte del consuelo intramundano, - vosotros deberíais aprender a reír, mis jóve¬nes amigos, si es que, por otro lado, queréis continuar sien¬do completamente pesimistas; quizás a consecuencia de ello, como reidores, mandéis alguna vez al diablo todo el consue¬lismo metafísico - ¡y, en primer lugar, la metafísica! O, para decirlo con el lenguaje de aquel trasgo dionisíaco que lleva el nombre de Zaratustra:
Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba! ¡más arri¬ba!, ¡y no me olvidéis tampoco las piernas! Levantad también vues¬tras piernas, vosotros buenos bailarines, y aún mejor: ¡sosteneos incluso sobre la cabeza!
Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: yo mismo me he puesto sobre mi cabeza esta corona, yo mismo he santificado mis risas. A ningún otro he encontrado suficientemente fuerte hoy para hacer esto.
Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dispuesto a volar, haciendo señas a todos los pájaros, preparado y listo, bienaventurado en su ligereza: -
Zaratustra el que dice verdad, Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no un incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo me he puesto esa corona sobre mi cabeza! Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros hom¬bres superiores, aprendedme - ¡a reír!
Así habló Zaratustra, cuarta parte
Prólogo a Richard Wagner
Con el fin de mantener lejos de mí todas las críticas, irrita¬ciones y malentendidos a que los pensamientos reunidos en este escrito darán ocasión, dado el carácter peculiar de nues¬tro público estético, y con el fin también de poder escribir las palabras introductorias con idéntica delicia contemplati¬va de la cual él mismo, como petrefacto de horas buenas y enaltecedoras, lleva los signos en cada hoja, voy a imaginar¬me el instante en que usted, mi muy venerado amigo, recibi¬rá este escrito: cómo, acaso tras un paseo vespertino por la nieve invernal, mira usted el Prometeo desencadenado en la portada, lee mi nombre, y en seguida queda convencido de que, sea lo que sea aquello que se encuentre en este escri¬to, su autor tiene algo serio y urgente que decir, y asimismo que, en todo lo que él ideó, conversaba con usted como con alguien que estuviera presente, y sólo le era lícito escribir co¬sas que respondiesen a esa presencia. Usted recordará en¬tonces que yo me concentré en estos pensamientos al mismo tiempo en que surgía su magnífico escrito conmemorativo sobre Beethoven, es decir, en medio de los horrores y su¬blimidades de la guerra que acababa de estallar. Sin embar¬go, errarían quienes acaso pensasen, a propósito de esa concentración, en la antítesis entre excitación patriótica y disi¬pación estética, entre seriedad valiente y juego jovial: a és¬tos, si leen realmente este escrito, acaso les quede claro, para estupor suyo, con qué problema seriamente alemán tene¬mos que habérnoslas, el cual es situado por nosotros con toda propiedad en el centro de las esperanzas alemanas, como vértice y punto de viraje. Pero acaso cabalmente a esos mismos les resultará escandaloso el ver que un problema es¬tético es tomado tan en serio, en el caso, desde luego, de que no sean capaces de reconocer en el arte nada más que un ac¬cesorio divertido, nada más que un tintineo, del que sin duda se puede prescindir, añadido a la «seriedad de la exis¬tencia»: como si nadie supiese qué es lo que significa seme¬jante «seriedad de la existencia» cuando se hace esa contra¬posición. A esos hombres serios sírvales para enseñarles que yo estoy convencido de que el arte es la tarea suprema y la ac¬tividad propiamente metafísica de esta vida, en el sentido del hombre a quien quiero que quede dedicado aquí este es¬crito, como a mi sublime precursor en esa vía.
Basilea, fin del año 1871
Uno
Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia es¬tética cuando hayamos llegado no sólo a la intelección lógi¬ca, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el de¬sarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco: de modo similar a como la generación de¬pende de la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo periódicamen¬te. Esos nombres se los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales hacen perceptibles al hombre inteligente las pro¬fundas doctrinas secretas de su visión del arte, no, cierta¬mente, con conceptos, sino con las figuras incisivamente claras del mundo de sus dioses. Con sus dos divinidades ar¬tísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, arte apolí¬neo, y el arte no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y exci¬tándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra «arte»: hasta que, finalmente, por un mila¬groso acto metafísico de la «voluntad» helénica, se mues¬tran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban en¬gendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.
Para poner más a nuestro alcance esos dos instintos ima¬ginémonoslos, por el momento, como los mundos artísticos separados del sueño y de la embriaguez; entre los cuales fe¬nómenos fisiológicos puede advertirse una antítesis corres-pondiente a la que se da entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En el sueño fue donde, según Lucrecio, por vez primera se presentaron ante las almas de los hombres las espléndidas fi¬guras de los dioses, en el sueño era donde el gran escultor veía la fascinante estructura corporal de seres sobrehuma¬nos, y el poeta helénico, interrogado acerca de los secretos de la procreación poética, habría mencionado asimismo el sueño y habría dado una instrucción similar a la que da Hans Sachs en Los maestros cantores:
Amigo mío, ésa es precisamente la obra del poeta,
el interpretar y observar sus sueños.
Creedme, la ilusión más verdadera del hombre
se le manifiesta en el sueño:
todo arte poético y toda poesía
no es más que interpretación de sueños que dicen la verdad .
La bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya pro¬ducción cada hombre es artista completo, es el presupuesto de todo arte figurativo, más aún, también, como veremos de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la com¬prensión inmediata de la figura, todas las formas nos ha¬blan, no existe nada indiferente ni innecesario. En la vida suprema de esa realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia: al menos ésta es mi experiencia, en favor de cuya reiteración, más aún, norma¬lidad, yo podría aducir varios testimonios y las declaracio¬nes de los poetas. El hombre filosófico tiene incluso el pre¬sentimiento de que también por debajo de esta realidad en que nosotros vivimos y somos yace oculta una realidad del todo distinta, esto es, que también aquélla es una aparien¬cia: y Schopenhauer llega a decir que el signo distintivo de la aptitud filosófica es ese don gracias al Cual los seres hu¬manos y todas las cosas se nos presentan a veces como me¬ros fantasmas o imágenes oníricas. La relación que el filó¬sofo mantiene con la realidad de la existencia es la que el hombre sensible al arte mantiene con la realidad del sueño; la contempla con minuciosidad y con gusto: pues de esas imágenes saca él su interpretación de la vida, mediante esos sucesos se ejercita para la vida. Y no son sólo acaso las imá¬genes agradables y amistosas las que él experimenta en sí con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, oscuras, tristes, tenebrosas, los obstáculos súbitos, las bro¬mas del azar, las esperas medrosas, en suma, toda la «divi¬na comedia» de la vida, con su Inferno, desfila ante él, no sólo como un juego de sombras - pues también él vive y su¬fre en esas escenas - y, sin embargo, tampoco sin aquella fu¬gaz sensación de apariencia; y tal vez más de uno recuerde, como yo, haberse gritado a veces en los peligros y horro¬res del sueño, animándose a sí mismo, y con éxito: «¡Es un sueño! ¡Quiero seguir soñándolo!». Así me lo han contado también personas que fueron capaces de prolongar durante tres y más noches consecutivas la causalidad de uno y el mismo sueño: hechos estos que dan claramente testimo¬nio de que nuestro ser más íntimo, el substrato común de todos nosotros, experimenta el sueño en sí con profundo placer y con alegre necesidad.
Esta alegre necesidad propia de la experiencia onírica fue expresada asimismo por los griegos en su Apolo: Apolo, en cuanto dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él, que es, según su raíz, «el Resplande¬ciente», la divinidad de la luz, domina también la bella apa¬riencia del mundo interno de la fantasía. La verdad supe¬rior, la perfección propia de estos estados, que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, y ade¬más la profunda consciencia de que en el dormir y el soñar la naturaleza produce unos efectos salvadores y auxiliadores, todo eso es a la vez el analogon simbólico de la capacidad va¬ticinadora y, en general, de las artes, que son las que hacen posible y digna de vivirse la vida. Pero esa delicada línea que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no pro¬ducir un efecto patológico, ya que, en caso contrario, la apa¬riencia nos engañaría presentándose como burda realidad - no es lícito que falte tampoco en la imagen de Apolo: esa mesurada limitación, ese estar libre de las emociones más salvajes, ese sabio sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que ser «solar», en conformidad con su origen; aun cuando esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la so¬lemnidad de la bella apariencia. Y así podría aplicarse a Apo¬lo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416: «Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo mon¬tañas de olas, un navegante está en una barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de un mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y con¬fiando en el principium individuationis [principio de indi¬viduación] ». Más aún, de Apolo habría que decir que en él han alcanzado su expresión más sublime la confianza incon¬clusa en ese principium y el tranquilo estar allí de quien se halla cogido en él, e incluso se podría designar a Apolo como la magnífica imagen divina del principium individuationis, por cuyos gestos y miradas nos hablan todo el placer y sabi¬duría de la «apariencia», junto con su belleza.
En ese mismo pasaje nos ha descrito Schopenhauer el enorme espanto que se apodera del ser humano cuando a éste le dejan súbitamente perplejo las formas de conoci¬miento de la apariencia, por parecer que el principio de ra¬zón sufre, en alguna de sus configuraciones, una excepción. Si a ese espanto le añadimos el éxtasis delicioso que, cuando se produce esa misma infracción del principium individua¬tionis, asciende desde el fondo más íntimo del ser humano, y aun de la misma naturaleza, habremos echado una mirada a la esencia de lo dionisíaco, a lo cual la analogía de la em¬briaguez es la que más lo aproxima a nosotros. Bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres y pueblos originarios hablan con himnos, bien con la aproxi¬mación poderosa de la primavera, que impregna placentera¬mente la naturaleza toda, despiértanse aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantan¬do y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisía¬ca, muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de san Juan y san Vito reconocemos nosotros los coros báqui¬cos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por embota¬miento de espíritu, se apartan de esos fenómenos como de «enfermedades populares», burlándose de ellos o lamentán¬dolos, apoyados en el sentimiento de su propia salud: los po¬bres no sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal ostenta precisamente esa «salud» suya cuando a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.
Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza ena¬jenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconci¬liación con su hijo perdido, el hombre. De manera espon¬tánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el himno A la alegría de Beethoven en una pintura y no se quede nadie re¬zagado con la imaginación cuando los millones se postran estremecidos en el polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan rotas todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la nece¬sidad, la arbitrariedad o la «moda insolente» han estableci¬do entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no sólo reunido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino uno con él, cual si el velo de Maya estuviese desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, en jirones, ante lo misterioso Uno primordial. Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los ai¬res bailando. Por sus gestos habla la transformación mági¬ca. Al igual que ahora los animales hablan y la tierra da le¬che y miel, también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo camina ahora tan estático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte: para suprema satisfacción deleitable de lo Uno primordial, la potencia artística de la naturaleza entera se revela aquí bajo los estremecimientos de la embriaguez. El barro más noble, el mármol más precioso son aquí amasados y talla¬dos, el ser humano, y a los golpes de cincel del artista dioni-síaco de los mundos resuena la llamada de los misterios eleusinos: «¿Os postráis, millones? ¿Presientes tú al crea¬dor, oh mundo?». -
Dos
Hasta ahora hemos venido considerando lo apolíneo y su antítesis, lo dionisíaco, como potencias artísticas que bro¬tan de la naturaleza misma, sin mediación del artista huma¬no, y en las cuales encuentran satisfacción por vez primera y por vía directa los instintos artísticos de aquélla: por un lado, como mundo de imágenes del sueño, cuya perfección no mantiene conexión ninguna con la altura intelectual o con la cultura artística del hombre individual, por otro lado, como realidad embriagada, la cual, a su vez, no presta aten¬ción a ese hombre, sino que intenta incluso aniquilar al indi¬viduo y redimirlo mediante un sentimiento místico de uni¬dad. Con respecto a esos estados artísticos inmediatos de la naturaleza todo artista es un «imitador», y, ciertamente, o un artista apolíneo del sueño o un artista dionisíaco de la embriaguez, o en fin - como, por ejemplo, en la tragedia griega - a la vez un artista del sueño y un artista de la em¬briaguez: a este último hemos de imaginárnoslo más o me¬nos como alguien que, en la borrachera dionisíaca y en la autoalienación mística, se prosterna solitario y apartado de los coros entusiastas, y al que entonces se le hace manifiesto, a través del influjo apolíneo del sueño, su propio estado, es decir, su unidad con el fondo más íntimo del mundo, en una imagen onírica simbólica.
Tras estos presupuestos y contraposiciones generales acer¬quémonos ahora a los griegos para conocer en qué grado y hasta qué altura se desarrollaron en ellos esos instintos artís¬ticos de la naturaleza: lo cual nos pondrá en condiciones de entender y apreciar con más hondura la relación del artista griego con sus arquetipos, o, según la expresión aristotélica, «la imitación de la naturaleza». De los sueños de los griegos, pese a toda su literatura onírica y a las numerosas anécdotas sobre ellos, sólo puede hablarse con conjeturas, pero, sin embargo, con bastante seguridad: dada la aptitud plástica de su ojo, increíblemente precisa y segura, así como su lumino¬so y sincero placer por los colores, no será posible abstenerse de presuponer, para vergüenza de todos los nacidos con pos¬terioridad, que también sus sueños poseyeron una causalidad lógica de líneas y contornos, colores y grupos, una sucesión de escenas parecida a sus mejores relieves, cuya perfección nos autorizaría sin duda a decir, si fuera posible una compa¬ración, que los griegos que sueñan son Homeros, y que Ho-mero es un griego que sueña`: en un sentido más hondo que si el hombre moderno osase compararse, en lo que res¬pecta a su sueño, con Shakespeare.
No precisamos, en cambio, hablar sólo con conjeturas cuando se trata de poner al descubierto el abismo enorme que separa a los griegos dionisíacos de los bárbaros dionisía¬cos. En todos los confines del mundo antiguo - para dejar aquí de lado el mundo moderno -, desde Roma hasta Babi¬lonia, podemos demostrar la existencia de festividades dio¬nisíacas, cuyo tipo, en el mejor de los casos, mantiene con el tipo de las griegas la misma relación que el sátiro barbudo, al que el macho cabrío prestó su nombre y sus atributos, mantiene con Dioniso mismo. Casi en todos los sitios la parte central de esas festividades consistía en un desbordante desenfreno sexual, cuyas olas pasaban por encima de toda institución familiar y de sus estatutos venerables; aquí eran desencadenadas precisamente las bestias más salvajes de la naturaleza, hasta llegar a aquella atroz mezcolanza de volup¬tuosidad y crueldad que a mí me ha parecido siempre el au¬téntico «bebedizo de las brujas». Contra las febriles emocio¬nes de esas festividades, cuyo conocimiento penetraba hasta los griegos por todos los caminos de la tierra y del mar, és¬tos, durante algún tiempo, estuvieron completamente ase¬gurados y protegidos, según parece, por la figura, que aquí se yergue en todo su orgullo, de Apolo, el cual no podía opo¬ner la cabeza de Medusa a ningún poder más peligroso que a ese poder dionisíaco, grotescamente descomunal. En el arte dórico ha quedado eternizada esa actitud de mayestá tica repulsa de Apolo. Más dificultosa e incluso imposible se hizo esa resistencia cuando desde la raíz más honda de lo he¬lénico se abrieron paso finalmente instintos similares: ahora la actuación del dios délfico se limitó a quitar de las manos de su poderoso adversario, mediante una reconciliación concertada a tiempo, sus aniquiladoras armas. Esta reconci¬liación es el momento más importante en la historia del culto griego: a cualquier lugar que se mire, son visibles las revolu¬ciones provocadas por ese acontecimiento. Fue la reconci¬liación de dos adversarios, con determinación nítida de sus líneas fronterizas, que de ahora en adelante tenían que ser respetadas, y con envío periódico de regalos honoríficos; en el fondo, el abismo no había quedado salvado. Mas si nos fi¬jamos en el modo como el poder dionisíaco se reveló bajo la presión de ese tratado de paz, nos daremos cuenta ahora de que, en comparación con aquellos saces babilónicos y su re¬gresión desde el ser humano al tigre y al mono, las orgías dionisíacas de los griegos tienen el significado de festivida¬des de redención del mundo y de días de transfiguración. Sólo en ellas alcanza la naturaleza su júbilo artístico, sólo en ellas el desgarramiento del principium individuationis se convierte en un fenómeno artístico. Aquel repugnante bebe¬dizo de brujas hecho de voluptuosidad y crueldad carecía aquí de fuerza: sólo la milagrosa mezcla y duplicidad de afectos de los entusiastas dionisíacos recuerdan aquel bebe¬dizo - como las medicinas nos traen a la memoria los vene¬nos mortales -, aquel fenómeno de que los dolores susciten placer, de que el júbilo arranque al pecho sonidos atormen¬tados. En la alegría más alta resuenan el grito del espanto o el lamento nostálgico por una pérdida insustituible. En aque¬llas festividades griegas prorrumpe, por así decirlo, un ras¬go sentimental de la naturaleza, como si ésta hubiera de so¬llozar por su despedazamiento en individuos. El canto y el lenguaje mímico de estos entusiastas de dobles sentimientos fueron para el mundo de la Grecia de Homero algo nuevo e inaudito: y en especial prodújole horror y espanto a ese mundo la música dionisíaca. Si bien, según parece, la música era conocida ya como un arte apolíneo, lo era, hablando con rigor, tan sólo como oleaje del ritmo, cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos. La música de Apolo era arquitectura dórica en sonidos, pero en sonidos sólo insinuados, como son los pro¬pios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado, como no-apolíneo, justo el elemento que constituye el carác¬ter de la música dionisíaca y, por tanto, de la música como tal, la violencia estremecedora del sonido, la corriente uni-taria de la melodía` y el mundo completamente incompa¬rable de la armonía. En el ditirambo dionisíaco el hombre es estimulado hasta la intensificación máxima de todas sus capacidades simbólicas; algo jamás sentido aspira a exterio¬rizarse, la aniquilación del velo de Maya, la unidad como genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente; es necesa¬rio un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolis¬mo corporal entero, no sólo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino el gesto pleno del baile, que mueve rítmicamente todos los miembros. Además, de repente las otras fuerzas simbólicas, las de la música, crecen impetuosa-mente, en forma de rítmica, dinámica y armonía. Para cap¬tar ese desencadenamiento global de todas las fuerzas sim¬bólicas el ser humano tiene que haber llegado ya a aquella cumbre de autoalienación que quiere expresarse simbólica¬mente en aquellas fuerzas; el servidor ditirámbico de Dioni¬so es entendido, pues, tan sólo por sus iguales. ¡Con qué es¬tupor tuvo que mirarle el griego apolíneo! Con un estupor que era tanto mayor cuanto que con él se mezclaba el terror de que en realidad todo aquello no le era tan extraño a él, más aún, de que su consciencia apolínea le ocultaba ese mundo dionisíaco sólo como un velo.
Tres
Para comprender esto tenemos que desmontar piedra a piedra, por así decirlo, aquel primoroso edificio de la cultura apolínea, hasta ver los fundamentos sobre los que se asienta. Aquí descubrimos en primer lugar las magníficas figuras de los dioses olímpicos, que se yerguen en los frontones de ese edificio y cuyas hazañas, representadas en relieves de extraor¬dinaria luminosidad, decoran sus frisos. El que entre ellos esté también Apolo como una divinidad particular junto a otras y sin la pretensión de ocupar el primer puesto, es algo que no debe inducirnos a error. Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo. ¿Cuál fue la enorme necesidad de que sur¬gió un grupo tan resplandeciente de seres olímpicos?
Quien se acerque a estos olímpicos llevando en su cora¬zón una religión distinta y busque en ellos altura ética, más aún, santidad, espiritualización incorpórea, misericordio¬sas miradas de amor, pronto tendrá que volverles las espal¬das, disgustado y decepcionado. Aquí nada recuerda la ascé¬tica, la espiritualidad y el deber: aquí nos habla tan sólo una existencia exuberante, más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Y así el espectador quedará sin duda atónito ante ese fantás¬tico desbordamiento de vida y se preguntará qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo esos hombres altaneros para go¬zar de la vida de tal modo, que a cualquier lugar a que mira¬sen tropezaban con la risa de Helena, imagen ideal de su existencia, «flotante en una dulce sensualidad». Pero a este espectador vuelto ya de espaldas tenemos que gritarle: No te vayas de aquí, sino oye primero lo que la sabiduría popular griega dice de esa misma vida que aquí se despliega ante ti con una jovialidad tan inexplicable. Una vieja leyenda cuen¬ta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin poder cogerlo. Cuando por fin cayó en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Rígido e inmóvil calla el demón; hasta que, forzado por el rey, acaba prorrumpiendo en estas palabras, en medio de una risa estridente: «Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti - morir pronto».
¿Qué relación mantiene el mundo de los dioses olímpicos con esta sabiduría popular? ¿Qué relación mantiene la vi¬sión extasiada del mártir torturado con sus suplicios? Ahora la montaña mágica del Olimpo se abre a nosotros, por así decirlo, y nos muestra sus raíces. El griego conoció y sintió los horrores y espantos de la existencia: para poder vivir tuvo que colocar delante de ellos la resplandeciente criatura onírica de los olímpicos. Aquella enorme desconfianza fren¬te a los poderes titánicos de la naturaleza, aquella Moira [destino] que reinaba despiadada sobre todos los conoci¬mientos, aquel buitre del gran amigo de los hombres, Pro¬meteo, aquel destino horroroso del sabio Edipo, aquella maldición de la estirpe de los Atridas, que compele a Ores¬tes a asesinar a su madre, en suma, toda aquella filosofía del dios de los bosques, junto con sus ejemplificaciones mí¬ticas, por la que perecieron los melancólicos etruscos, - fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso, encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los olímpicos. Para po¬der vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como las rosas brotan de un arbus¬to espinoso. Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus deseos, tan excepcionalmente capa¬citado para el sufrimiento, ¿de qué otro modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior? El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la «voluntad» helénica se puso delante un espejo transfigurador. Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana - ¡única teodicea satisfactoria!. La existencia bajo el luminoso resplandor solar de tales dio¬ses es sentida como lo apetecible de suyo, y el auténtico do¬lor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría si¬lénica, «lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir alguna vez». Siempre que resuena el lamento, éste habla del Aquiles «de cortavida», del cambio y paso del género humano cual hojas de árboles, del ocaso de la época heroica. No es indigno del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como jornalero. En el estadio apolíneo la «voluntad» de¬sea con tanto ímpetu esta existencia, el hombre homérico se siente tan identificado con ella, que incluso el lamento se convierte en un canto de alabanza de la misma.
Aquí hay que manifestar que esta armonía, más aún, uni¬dad del ser humano con la naturaleza, contemplada con tan¬ta nostalgia por los hombres modernos, para designar la cual Schiller puso en circulación el término técnico «inge¬nuo», no es de ninguna manera un estado tan sencillo, evi¬dente de suyo, inevitable, por así decirlo, con el que tuviéra¬mos que tropezarnos en la puerta de toda cultura, cual si fuera un paraíso de la humanidad: esto sólo pudo creerlo una época que intentó imaginar que el Emilio de Rousseau era también un artista, y que se hacía la ilusión de haber en¬contrado en Homero ese Emilio artista, educado junto al co¬razón de la naturaleza. Allí donde tropezamos en el arte con lo «ingenuo», hemos de reconocer el efecto supremo de la cultura apolínea: la cual siempre ha de derrocar primero un reino de Titanes y matar monstruos, y haber obtenido la victoria, por medio de enérgicas ficciones engañosas y de ilusiones placenteras, sobre la horrorosa profundidad de su consideración del mundo y sobre una capacidad de sufri¬miento sumamente excitable. ¡Mas qué raras veces se alcan¬za lo ingenuo, ese completo quedar enredado en la belleza de la apariencia! Qué indeciblemente sublime es por ello Ho¬mero, que en cuanto individuo mantiene con aquella cultura apolínea popular una relación semejante a la que mantiene el artista onírico individual con la aptitud onírica del pueblo y de la naturaleza en general. La «ingenuidad» homérica ha de ser concebida como victoria completa de la ilusión apolí¬nea: es ésta una ilusión semejante a la que la naturaleza em¬plea con tanta frecuencia para conseguir sus propósitos. La verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: ha¬cia ésta alargamos nosotros las manos, y mediante nuestro engaño la naturaleza alcanza aquélla. En los griegos la «vo¬luntad» quiso contemplarse a sí misma en la transfiguración del genio y del mundo del arte: para glorificarse ella a sí mis¬ma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser glorifica¬das, tenían que volver a verse en una esfera superior, sin que ese mundo perfecto de la intuición actuase como un impe¬rativo o como un reproche. Ésta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los olímpicos. Sirviéndose de este espejismo de be¬lleza luchó la «voluntad» helénica contra el talento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un ta¬lento correlativo del artístico: y como memorial de su victo¬ria se yergue ante nosotros Homero, el artista ingenuo.
Cuatro
Acerca de este artista ingenuo proporciónanos alguna enseñanza la analogía con el sueño. Si nos imaginamos cómo el soñador, en plena ilusión del mundo onírico, y sin perturbarla, se dice a sí mismo: «es un sueño, quiero seguir soñándolo», si de esto hemos de inferir que la visión onírica produce un placer profundo e íntimo, si, por otro lado, para poder tener, cuando soñamos, ese placer íntimo en la visión, es necesario que hayamos olvidado del todo el día y su ho-rroroso apremio: entonces nos es lícito interpretar todos es¬tos fenómenos, bajo la guía de Apolo, intérprete de sueños, más o menos como sigue. Si bien es muy cierto que de las dos mitades de la vida, la mitad de la vigilia y la mitad del sueño, la primera nos parece mucho más privilegiada, im¬portante, digna, merecedora de vivirse, más aún, la única vi¬vida: yo afirmaría, sin embargo, aunque esto tenga toda la apariencia de una paradoja, que el sueño valora de manera cabalmente opuesta aquel fondo misterioso de nuestro ser del cual nosotros somos la apariencia. En efecto, cuanto más advierto en la naturaleza aquellos instintos artísticos omni¬potentes, y, en ellos, un ferviente anhelo de apariencia, de lo¬grar una redención mediante la apariencia, tanto más em¬pujado me siento a la conjetura metafísica de que lo verda¬deramente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en cuanto es lo eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente redención, la visión extasiante, la apariencia placentera: nosotros, que estamos completamente presos en esa apariencia y que consistimos en ella, nos vemos obliga¬dos a sentirla como lo verdaderamente no existente, es decir, como un continuo devenir en el tiempo, el espacio y la cau¬salidad, dicho con otras palabras, como la realidad empíri¬ca. Por tanto, si prescindimos por un instante de nuestra propia «realidad», si concebimos nuestra existencia empí¬rica, y también la del mundo en general, como una represen¬tación de lo Uno primordial engendrada en cada momento, entonces tendremos que considerar ahora el sueño como la apariencia de la apariencia y, por consiguiente, como una satisfacción aún más alta del ansia primordial de apariencia. Por este mismo motivo es por lo que el núcleo más íntimo de la naturaleza siente ese placer indescriptible por el artista in¬genuo y por la obra de arte ingenua, la cual es asimismo sólo «apariencia de la apariencia». Rafael, que es uno de esos «in¬genuos» inmortales, nos ha representado en una pintura simbólica ese quedar la apariencia despotenciadá a aparien¬cia, que es el proceso primordial del artista ingenuo y a la vez de la cultura apolínea. En su Transfiguración la mitad infe¬rior, con el muchacho poseso, sus desesperados portadores, los perplejos y angustiados discípulos, nos muestra el reflejo del eterno dolor primordial, fundamento único del mundo: la «apariencia» es aquí reflejo de la contradicción eterna, madre de las cosas. De esa apariencia se eleva ahora, cual un perfume de ambrosía, un nuevo mundo aparencial, casi visionario, del cual nada ven los que se hallan presos en la primera apariencia - un luminoso flotar en una delicia pu¬rísima y en una intuición sin dolor que irradia desde unos ojos muy abiertos. Ante nuestras miradas tenemos aquí, en un simbolismo artístico supremo, tanto aquel mundo apolí¬neo de la belleza como su substrato, la horrorosa sabiduría de Sileno, y comprendemos por intuición su necesidad recí¬proca. Pero Apolo nos sale de nuevo al encuentro como la divinización del principium individuationis, sólo en el cual se hace realidad la meta eternamente alcanzada de lo Uno primordial, su redención mediante la apariencia: él nos muestra con gestos sublimes ea cómo es necesario el mundo entero del tormento, para que ese mundo empuje al indivi¬duo a engendrar la visión redentora, y cómo luego el indivi¬duo, inmerso en la contemplación de ésta, se halla sentado tranquilamente, en medio del mar, en su barca oscilante. Esta divinización de la individuación, cuando es pensada como imperativa y prescriptiva, conoce una sola ley, el indi¬viduo, es decir, el mantenimiento de los límites del indivi¬duo, la mesura en sentido helénico. Apolo, en cuanto divinidad ética, exige mesura de los suyos, y, para poder mantenerla, conocimiento de sí mismo. Y así, la exigencia del «conócete a ti mismo» y de «¡no demasiado!» marcha paralela a la necesidad estética de la belleza, mientras que la autopresun¬ción y la desmesura fueron reputadas como los demones propiamente hostiles, peculiares de la esfera no-apolínea, y por ello como cualidades propias de la época pre-apolínea, la edad de los titanes, y del mundo extra-apolíneo, es decir, el mundo de los bárbaros. Por causa de su amor titánico a los hombres tuvo Prometeo que ser desgarrado por los buitres, en razón de su sabiduría desmesurada, que adivinó el enig¬ma de la Esfinge, tuvo Edipo que precipitarse en un descon¬certante torbellino de atrocidades; así es como el dios délfico interpretaba el pasado griego.
«Titánico» y «bárbaro» parecíale al griego apolíneo tam¬bién el efecto producido por lo dionisíaco: sin poder disimu-larse, sin embargo, que a la vez él mismo estaba emparenta¬do también íntimamente con aquellos titanes y héroes abati¬dos. Incluso tenía que sentir algo más: su existencia entera, con toda su belleza y moderación, descansaba sobre un ve¬lado substrato de sufrimiento y de conocimiento, substrato que volvía a serle puesto al descubierto por lo dionisíaco. ¡Y he aquí que Apolo no podía vivir sin Dioniso! ¡Lo «titánico» y lo «bárbaro» eran, en última instancia, una necesidad exactamente igual que lo apolíneo! Y ahora imaginémonos cómo en ese mundo construido sobre la apariencia y la mo-deración y artificialmente refrenado irrumpió el extático so¬nido de la fiesta dionísiaca, con melodías mágicas cada vez más seductoras, cómo en esas melodías la desmesura entera de la naturaleza se daba a conocer en placer, dolor y conoci¬miento, hasta llegar al grito estridente: ¡imaginémonos qué podía significar, comparado con este demónico canto popu¬lar, el salmodiante artista de Apolo, con el sonido espectral del arpa! Las musas de las artes de la «apariencia» palidecie¬ron ante un arte que en su embriaguez decía la verdad, la sa¬biduría de Sileno gritó ¡Ay! ¡Ay! a los joviales olímpicos. El individuo, con todos sus límites y medidas, se sumergió aquí en el olvido de sí, propio de los estados dionisíacos, y olvidó los preceptos apolíneos. La desmesura se desveló como ver¬dad, la contradicción, la delicia nacida de los dolores habla¬ron acerca de sí desde el corazón de la naturaleza. Y de este modo, en todos los lugares donde penetró lo dionisíaco que¬dó abolido y aniquilado lo apolíneo. Pero es igualmente cierto que allí donde el primer asalto fue contenido, el porte y la majestad del dios délfico se manifestaron más rígidos y amenazadores que nunca. Yo no soy capaz de explicarme, en efecto, el Estado dórico y el arte dórico más que como un continuo campo de batalla de lo apolíneo: sólo oponiéndose de manera incesante a la esencia titánico-bárbara de lo dionisíaco pudieron durar largo tiempo un arte tan obstina¬do y bronco, circundado de baluartes, una educación tan belicosa y ruda, un sistema político tan cruel y desconside¬rado.
Hasta aquí he venido desarrollando ampliamente la ob¬servación hecha por mí al comienzo de este tratado: cómo lo dionisíaco y lo apolíneo, dando a luz sucesivas criaturas siempre nuevas, e intensificándose mutuamente, domina¬ron el ser helénico: cómo de la edad de «acero», con sus tita¬nomaquias y su ruda filosofía popular, surgió, bajo la sobe¬ranía del instinto apolíneo de belleza, el mundo homérico, cómo esa magnificencia «ingenua» volvió a ser engullida por la invasora corriente de lo dionisíaco, y cómo frente a este nuevo poder lo apolíneo se eleva a la rígida majestad del arte dórico y de la contemplación dórica del mundo. Si de esta manera la historia helénica más antigua queda escindi¬da, a causa de la lucha entre aquellos dos principios hostiles, en cuatro grandes estadios artísticos: ahora nos vemos empujados a seguir preguntando cuál es el plan último de ese devenir y de esa agitación, en el caso de que no debamos considerar tal vez el último período alcanzado, el período del arte dórico, como la cumbre y el propósito de aquellos instintos artísticos: y aquí se ofrece a nuestras miradas la su¬blime y alabadísima obra de arte de la tragedia ática y del ditirambo dramático como meta común de ambos instin¬tos, cuyo misterioso enlace matrimonial se ha enaltecido, tras prolongada lucha anterior, en tal hijo - que es a la vez Antígona y Casandra -.
Cinco
Nos acercamos ahora a la auténtica meta de nuestra in¬vestigación, la cual está dirigida al conocimiento del genio dionisíaco-apolíneo y de su obra de arte, o al menos a la comprensión llena de presentimientos del misterio de esa unidad. Ante todo vamos a preguntar aquí cuál es el lugar donde se hace notar por vez primera en el mundo helénico ese nuevo germen que evolucionará después hasta llegar a la tragedia y al ditirambo dramático. Sobre esto la Antigüe¬dad misma nos ofrece gráficamente una aclaración al colo¬car juntos, en esculturas, gemas, etc., como progenitores y precursores de la poesía griega, a Homero y Arquíloco, con el firme sentimiento de que sólo a estos dos se los ha de repu¬tar por naturalezas igual y plenamente originales, de las cua¬les sigue fluyendo una corriente de fuego sobre toda la pos¬teridad griega. Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo, el tipo de artista apolíneo, ingenuo, mira estupefac¬to la apasionada cabeza de Arquíloco, belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a través de la existencia: y la estética moderna sólo ha sabido añadir, para interpretar esto, que aquí está enfrentado al artista «objetivo» el primer artista «subjetivo». Pequeño es el servicio que con esta interpretación se nos presta, pues al artista subjetivo nosotros lo conocemos sólo como mal artista, y en toda especie y nivel de arte exigimos ante todo y sobre todo victoria sobre lo subjetivo, redención del «yo» y silenciamiento de toda voluntad y capricho individuales, más aún, si no hay objeti¬vidad, si no hay contemplación pura y desinteresada, no po¬demos creer jamás en la más mínima producción verdade¬ramente artística. Por ello nuestra estética tiene que resolver primero el problema de cómo es posible el «lírico» como ar¬tista: él, que, según la experiencia de todos los tiempos, siempre dice «yo» y tararea en presencia nuestra la entera gama cromática de sus pasiones y apetitos. Precisamente este Arquíloco nos asusta, junto a Homero, por el grito de su odio y de su mofa, por las ebrias explosiones de su concupis¬cencia: él, el primer artista llamado subjetivo, ¿no es, por este motivo, el no-artista propiamente dicho? ¿De dónde procede entonces la veneración que le tributó a él, al poeta, precisamente también el oráculo délfico, hogar del arte «ob¬jetivo».
Acerca del proceso de su poetizar Schiller nos ha dado luz mediante una observación psicológica que a él mismo le re-sultaba inexplicable, pero que, sin embargo, no parece du¬dosa; Schiller confiesa, en efecto, que lo que él tenía ante sí y en sí como estado preparatorio previo al acto de poetizar no era una serie de imágenes, con unos pensamientos ordena¬dos de manera causal, sino más bien un estado de ánimo mu¬sical («El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no se forma hasta más tarde. Pre¬cede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue des¬pués en mí la idea poética»). Si ahora añadimos a esto el fenómeno más importante de toda la lírica antigua, la unión, más aún, identidad del lírico con el músico, conside¬rada en todas partes como natural - frente a la cual nuestra lírica moderna aparece como la estatua sin cabeza de un dios-, podremos ahora, sobre la base de nuestra metafísica estética antes expuesta, explicarnos al lírico de la siguiente manera. Ante todo, como artista dionisíaco él se ha identifi¬cado plenamente con lo Uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica de ese Uno primordial en forma de música, aun cuando, por otro lado, ésta ha sido llamada con todo derecho una repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo; después esa música se le hace visible de nuevo, bajo el efecto apolíneo del sueño, como en una imagen onírica simbólica. Aquel reflejo a-conceptual y a-figurativo del dolor primordial en la música, con su reden¬ción en la apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de símbolo o ejemplificación individual. Ya en el pro¬ceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles aquella con¬tradicción y aquel dolor primordiales junto con el placer primordial propio de la apariencia. El «yo» del lírico resue¬na, pues, desde el abismo del ser: su «subjetividad», en el sentido de los estéticos modernos, es pura imaginación. Cuando Arquíloco, el primer lírico de los griegos, proclama su furioso amor y a la vez su desprecio por las hijas de Li¬cambes, no es su pasión la que baila ante nosotros en un torbellino orgiástico: a quien vemos es a Dioniso y a las mé¬nades, a quien vemos es al embriagado entusiasta Arquíloco echado a dormir - tal como Eurípides nos describe el dor¬mir en Las bacantes, un dormir en una elevada pradera de montaña, al sol de mediodía -: y ahora Apolo se le acerca y le toca con el laurel. La transformación mágica dionisíaco¬musical del dormido lanza ahora a su alrededor, por así de¬cirlo, chispas-imágenes, poesías líricas, que, en su desplie¬gue supremo, se llaman tragedias y ditirambos dramáticos. El escultor y también el poeta épico, que le es afín, están in¬mersos en la intuición pura de las imágenes. El músico dio¬nisíaco, sin ninguna imagen, es total y únicamente dolor primordial y eco primordial de tal dolor. El genio lírico sien¬te brotar del estado místico de autoalienación y unidad un mundo de imágenes y símbolos cuyo colorido, causalidad y velocidad son totalmente distintos del mundo del escultor y del poeta épico. Mientras que es en esas imágenes, y sólo en ellas, donde estos últimos viven con alegre deleite, y no se cansan de mirarlas con amor hasta en sus más pequeños ras¬gos, mientras que incluso la imagen del Aquiles encoleriza¬do es para ellos sólo una imagen, de cuya encolerizada expresión ellos gozan con aquel placer onírico por la apa¬riencia - de modo que gracias a este espejo de la apariencia están ellos protegidos contra el unificarse y fundirse con sus pensamientos -, las imágenes del lírico no son, en cambio, otra cosa que él mismo, y sólo distintas objetivaciones suyas, por así decirlo, por lo cual a él, en cuanto centro motor de aquel mundo, le es lícito decir «yo»: sólo que esta yoidad no es la misma que la del hombre despierto, empírico-real, sino la única yoidad verdaderamente existente y eterna, que re¬posa en el sz fondo de las cosas, hasta el cual penetra con su mirada el genio lírico a través de las copias de aquéllas. Ahora imaginémonos cómo ese genio se divisa también a sí mismo entre esas copias como no-genio, es decir, divisa su propio «sujeto», la entera muchedumbre de pasiones y voliciones subjetivas, dirigidas hacia una cosa determinada que él se imagina real; aun cuando ahora parezca que el genio lírico y el no-genio unido a él son una misma cosa, y que el primero, al decir la palabrita «yo», la dice de sí mismo: esa apariencia ya no podrá seguir induciéndonos ahora a error, como ha inducido indudablemente a quienes han calificado de artista subjetivo al lírico. En verdad Arquíloco, el hombre que arde de pasión, que ama y odia con pasión, es tan sólo una visión del genio, el cual no es ya Arquíloco, sino el genio del mun¬do, que expresa simbólicamente su dolor primordial en ese símbolo que es el hombre Arquíloco: mientras que ese hom¬bre Arquíloco, cuyos deseos y apetitos son subjetivos, no puede ni podrá ser jamás poeta. Sin embargo, no es necesa¬rio en modo alguno que el lírico vea ante sí, como reflejo del ser eterno, única y precisamente el fenómeno del hombre Arquíloco; y la tragedia demuestra hasta qué punto el mun¬do visionario del lírico puede alejarse de ese fenómeno, que es de todos modos el que aparece en primer lugar.
Schopenhauer, que no se disimuló la dificultad que el líri¬co representa para la consideración filosófica del arte, cree haber encontrado un camino para salir de ella, mas yo no puedo seguirle por ese camino, aun cuando él fue el único que en su profunda metafísica de la música tuvo en sus ma¬nos el medio con el que aquella dificultad podía quedar defi¬nitivamente allanada: como creo haber hecho yo aquí, en su espíritu y para honra suya. Por el contrario, él define la esen¬cia peculiar de la canción (Lied) de la manera siguiente (El mundo como voluntad y representación, I, p. 295): «Es el sujeto de la voluntad, es decir, el querer propio el que llena la consciencia del que canta, a menudo como un querer desli¬gado, satisfecho (alegría), pero con mayor frecuencia aún, como un querer impedido (duelo), pero siempre como afecto, pasión, estado de ánimo agitado. Junto a esto, sin embargo, y a la vez que ello, el cantante, gracias al espectáculo de la na¬turaleza circundante, cobra consciencia de sí mismo como sujeto del conocer puro, ajeno al querer, cuyo dichoso e in¬conmovible sosiego contrasta en adelante con el apremio del siempre restringido, siempre indigente querer: el sentimien¬to de ese contraste, de ese juego alternante, es propiamente lo que se expresa en el conjunto de la canción (Lied) y lo que constituye en general el estado lírico. En éste el conocer puro se allega, por así decirlo, a nosotros para redimirnos del querer y de su apremio: nosotros le seguimos; pero sólo por instantes: una y otra vez el querer, el recuerdo de nuestras fi¬nalidades personales, nos arranca a la inspección tranquila; pero también nos arranca una y otra vez del querer el bello entorno inmediato, en el cual se nos brinda el conocimiento puro, ajeno a la voluntad. Por ello en la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entornó ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente: buscamos e imaginamos relacio¬nes entre ambos; el estado de ánimo subjetivo, la afección de la voluntad comunican por reflejo su color al entorno con¬templado, y éste, a su vez, se lo comunica a aquéllos: la can¬ción es la impronta auténtica de todo ese estado de ánimo tan mezclado y dividido».
¿Quién no vería que en esta descripción la lírica es carac¬terizada como un arte imperfectamente conseguido, que, por así decirlo, llega a su meta a ratos y raras veces, más aún, como un arte a medias, cuya esencia consistiría en una ex¬traña amalgama entre el querer y el puro contemplar, es decir, entre el estado no-estético y el estético? Nosotros afirma¬mos, antes bien, que esa antítesis por la que todavía Scho¬penhauer se guía para dividir las artes, como si fuera una pauta de fijar valores, la antítesis de lo subjetivo y de lo obje¬tivo, es improcedente en estética, pues el sujeto, el individuo que quiere y que fomenta sus finalidades egoístas, puede ser pensado únicamente como adversario, no como origen del arte. Pero en la medida en que el sujeto es artista, está redi¬mido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por así decirlo, en un medium a través del cual el único sujeto verda¬deramente existente festeja su redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación nuestras, que la comedia entera del arte no es re¬presentada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imáge¬nes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema digni¬dad la tenemos en significar obras de arte - pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existen¬cia y el mundo: - mientras que, ciertamente, nuestra cons¬ciencia acerca de ese significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente iluso¬rio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unifi¬cados ni identificados con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia de arte, se procura un goce eterno a sí mismo. El genio sabe algo acerca de la esen¬cia eterna del arte tan sólo en la medida en que, en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primor¬dial del mundo; pues cuando se halla en aquel estado es, de manera maravillosa, igual que la desazonante imagen del cuento, que puede dar la vuelta a los ojos y mirarse a sí mis¬ma; ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta, actor y espectador.
Seis
En lo que se refiere a Arquíloco, la investigación erudita ha descubierto que fue él quien introdujo en la literatura la canción popular (Volkslied), y que es este hecho el que le otor¬ga en la estimación general de los griegos aquella posición única junto a Homero. Mas ¿qué es la canción popular, en contraposición a la epopeya, plenamente apolínea? No otra cosa que el perpetuum vestigium [vestigio perpetuo] de una unión de lo apolíneo y lo dionisíaco; su enorme difusión, que se extiende a todos los pueblos y que se acrecienta con frutos siempre nuevos, es para nosotros un testimonio de la fuerza de ese doble instinto artístico de la naturaleza: el cual deja sus huellas en la canción popular de manera análoga a como los movimientos orgiásticos de un pueblo se perpe¬túan en su música. Más aún, tendría que ser demostrable también históricamente que todo período que haya produ¬cido en abundancia canciones populares ha sido a la vez agi¬tado de manera fortísima por corrientes dionisíacas, a las que siempre hemos de considerar como sustrato y presu¬puesto de la canción popular.
Mas para nosotros la canción popular es ante todo el es¬pejo musical del mundo, la melodía originaria, que ahora anda a la búsqueda de una apariencia onírica paralela y la expresa en la poesía. La melodía es, pues, lo primero y univer¬sal, que, por ello, puede padecer en sí también múltiples ob¬jetivaciones, en múltiples textos. Ella es también, en la esti¬mación ingenua del pueblo, más importante y necesaria que todo lo demás. La melodía genera de sí la poesía, y vuelve una y otra vez a generarla; no otra cosa es lo que quiere de¬cirnos la forma estrófica de la canción popular: fenómeno que yo he considerado siempre con asombro, hasta que fi¬nalmente encontré esta explicación. Quien examine a la luz de esta teoría una colección de canciones populares, por ejemplo el Cuerno maravilloso del muchacho, encontrará innumerables ejemplos de cómo la melodía, que continua¬mente está dando a luz cosas, lanza a su alrededor chispas¬imágenes, las cuales revelan con su policromía, con sus cam¬bios repentinos, más aún, con su loco atropellamiento, una fuerza absolutamente extraña a la apariencia épica y a su tranquilo discurrir. Desde el punto de vista de la epopeya, ese desigual e irregular mundo de imágenes de la lírica ha de ser sencillamente condenado: y esto es lo que hicieron cier¬tamente en la edad de Terpandro los solemnes rapsodos épi¬cos de las festividades apolíneas.
En la poesía de la canción popular vemos, pues, al lengua¬je hacer un supremo esfuerzo de imitar la música: por ello con Arquíloco comienza un nuevo mundo de poesía, que en su fondo más íntimo contradice al mundo homérico. Con esto hemos señalado la única relación posible entre poesía y música, entre palabra y sonido: la palabra, la imagen, el con¬cepto buscan una expresión análoga a la música y padecen ahora en sí la violencia de ésta. En este sentido nos es lícito distinguir dos corrientes capitales en la historia lingüística del pueblo griego, según que la lengua haya imitado el mun¬do de las apariencias y de las imágenes, o el mundo de la música. Basta con reflexionar un poco más profundamente so¬bre la diferencia que en cuanto a color, estructura sintáctica, vocabulario se da entre el lenguaje de Homero y el de Pínda¬ro para comprender el significado de esa antítesis; más aún, se nos hará palpablemente claro que entre Homero y Pín¬daro tienen que haber resonado las melodías orgiásticas de la flauta de Olimpo, las cuales todavía en tiempos de Aris¬tóteles, en medio de una música infinitamente más desarro¬llada, arrastraban a los hombres a un entusiasmo ebrio, y sin duda en su efecto originario incitaron a todos los medios de expresión poética de los contemporáneos a imitarlas. Recor¬daré aquí un conocido fenómeno de nuestros días, que a nuestra estética le parece escandaloso. Una y otra vez expe¬rimentamos cómo una sinfonía de Beethoven obliga a cada uno de los oyentes a hablar sobre ella con imágenes, si bien la combinación de los diversos mundos de imágenes engen¬drados por una pieza musical ofrece un aspecto fantasma¬górico y multicolor, más aún, contradictorio: ejercitar su pobre ingenio sobre tales combinaciones y pasar por alto el fenómeno que verdaderamente merece ser explicado es algo muy propio del carácter de esa estética. Y aun cuando el poe¬ta musical (Tondichter) haya hablado sobre su obra a base de imágenes, calificando, por ejemplo, una sinfonía de pastora¬le, o un tiempo de «escena junto al arroyo», y otro de «alegre reunión de aldeanos», todas estas cosas son, igualmente, nada más que representaciones simbólicas, nacidas de la música - y no, acaso, objetos que la música haya imitado -, representaciones que en ningún aspecto pueden instruirnos sobre el contenido dionisíaco de la música, más aún, que no tienen, junto a otras imágenes, ningún valor exclusivo. Este proceso por el que la música se descarga en imágenes he¬mos de trasponerlo ahora nosotros a una masa popular fres¬ca y juvenil, lingüísticamente creadora, para llegar a entre¬ver cómo surge la canción popular estrófica, y cómo la capa¬cidad lingüística entera es incitada por el nuevo principio de imitación de la música.
Por tanto, si nos es lícito considerar la poesía lírica como una fulguración imitativa de la música en imágenes y con-ceptos, podemos ahora preguntar: «¿como qué aparece la música en el espejo de las imágenes y de los conceptos?». Aparece como voluntad, tomada esta palabra en sentido schopenhaueriano, es decir, como antítesis del estado de ánimo estético, puramente contemplativo, exento de volun¬tad. Aquí se ha de establecer una distinción lo más nítida po¬sible entre el concepto de esencia y el concepto de apariencia (Erscheinung): pues, por su propia esencia, es imposible que la música sea voluntad, ya que, si lo fuera, habría que desterrarla completamente del terreno del arte - la voluntad es, en efecto, lo no-estético en sí -; pero aparece como volun¬tad. Para expresar en imágenes la apariencia de la música el lírico necesita todos los movimientos de la pasión, desde los susurros del cariño hasta los truenos de la demencia; empu¬jado a hablar de la música con símbolos apolíneos, el lírico concibe la naturaleza entera, y a sí mismo dentro de ella, tan sólo como lo eternamente volente, deseante, anhelante. Sin embargo, en la medida en que interpreta la música con imá¬genes, él mismo reposa en el mar sosegado y tranquilo de la contemplación apolínea, si bien todo lo que él ve a su alrede¬dor a través del medium de la música se encuentra sometido a un movimiento impetuoso y agitado. Más aún, cuando el lírico se divisa a sí mismo a través de ese mismo medium, su propia imagen se le muestra en un estado de sentimiento in¬satisfecho: su propio querer, anhelar, gemir, gritar de júbilo es para él un símbolo con el que interpreta para sí la música. Éste es el fenómeno del lírico: como genio apolíneo, inter¬preta la música a través de la imagen de la voluntad, mientras que él mismo, completamente desligado de la avidez de la voluntad, es un ojo solar puro y no turbado.
Todo este análisis se atiene al hecho de que, así como la lí¬rica depende del espíritu de la música, así la música misma, en su completa soberanía, no necesita ni de la imagen ni del concepto, sino que únicamente los soporta a su lado. La poe¬sía del lírico no puede expresar nada que no esté ya, con má¬xima generalidad y vigencia universal, en la música, la cual es la que ha forzado al lírico a emplear un lenguaje figurado. Con el lenguaje es imposible alcanzar de modo exhaustivo el simbolismo universal de la música, precisamente porque ésta se refiere de manera simbólica a la contradicción pri¬mordial y al dolor primordial existentes en el corazón de lo Uno primordial, y, por tanto, simboliza una esfera que está por encima y antes de toda apariencia. Comparada con ella, toda apariencia es, antes bien, sólo símbolo; por ello el len¬guaje, en cuanto órgano y símbolo de las apariencias, nunca ni en ningún lugar puede extraverter la interioridad más honda de la música, sino que, tan pronto como se lanza a imitar a ésta, queda siempre únicamente en un contacto ex¬terno con ella, mientras que su sentido más profundo no nos lo puede acercar ni un solo paso, aun con toda la elocuencia lírica.
Siete
Tenemos que recurrir ahora a la ayuda de todos los prin¬cipios artísticos examinados hasta este momento para orien-tarnos dentro del laberinto, pues así es como tenemos que designar el origen de la tragedia griega. Pienso que no hago una afirmación disparatada al decir que hasta ahora el pro¬blema de ese origen no ha sido ni siquiera planteado en se¬rio, y mucho menos ha sido resuelto, aunque con mucha fre¬cuencia los jirones flotantes de la tradición antigua hayan sido ya cosidos y combinados entre sí, y luego hayan vuelto a ser desgarrados. Esa tradición nos dice resueltamente que la tragedia surgió del coro trágico y que en su origen era úni¬camente coro y nada más que coro: de lo cual sacamos noso-tros la obligación de penetrar con la mirada hasta el corazón de ese coro trágico, que es el auténtico drama primordial, sin dejarnos contentar de alguna manera con las frases retóricas corrientes - que dicen que el coro es el espectador ideal, o que está destinado a representar al pueblo frente a la región principesca de la escena -. Esta última explicación, que a más de un político le parece sublime - como si la inmutable ley moral estuviese representada por los democráticos ate¬nienses en el coro popular, el cual tendría siempre razón, por encima de las extralimitaciones y desenfrenos pasionales de los reyes - acaso venga sugerida por una frase de Aristóte¬les: pero carece de influjo sobre la formación originaria de la tragedia, ya que de aquellos orígenes puramente religio¬sos está excluida toda antítesis entre pueblo y príncipe, y, en general cualquier esfera político-social; pero además, con respecto a la forma clásica del coro en Ésquilo y en Sófocles conocida por nosotros, consideraríamos una blasfemia ha¬blar de que aquí hay un presentimiento de una «representa¬ción constitucional del pueblo», blasfemia ante la que otros no se han arredrado. Una representación popular del pueblo no la conocen in praxi [en la práctica] las constituciones po¬líticas antiguas, y, como puede esperarse, tampoco la han «presentido» siquiera en su tragedia.
Mucho más célebre que esta explicación política del coro es el pensamiento de A. W. Schlegel, quien nos recomienda considerar el coro en cierto modo como un compendio y extracto de la masa de los espectadores, como el «especta¬dor ideal». Confrontada esta opinión con aquella tradición histórica según la cual la tragedia fue en su origen sólo coro, muestra ser lo que es, una aseveración tosca, no científica, pero brillante, cuyo brillo procede tan sólo de la forma con-centrada de su expresión, de la predisposición genuina¬mente germánica a favor de todo lo adjetivado de «ideal», y de nuestra estupefacción momentánea. Nosotros nos que¬damos estupefactos, en efecto, tan pronto como compara¬mos el bien conocido público teatral de hoy con aquel coro, y nos preguntamos si será posible sacar alguna vez de ese público, a base de idealizarlo, algo análogo al coro trági¬co. Negamos esto en silencio, y ahora nos maravillamos tanto de la audacia de la aseveración de Schlegel como de la naturaleza totalmente distinta del público griego. Nosotros habíamos opinado siempre, en efecto, que el espectador ge¬nuino, cualquiera que sea, tiene que permanecer consciente en todo momento de que lo que tiene delante de sí es una obra de arte, no una realidad empírica: mientras que el coro trágico de los griegos está obligado a reconocer en las figu¬ras del escenario existencias corpóreas. El coro de las oceá¬nides cree ver realmente delante de sí al titán Prometeo, y se considera a sí mismo tan real como el dios de la escena. ¿Y la especie más alta y pura de espectador sería la que consi¬derase, lo mismo que las oceánides, que Prometeo está cor¬poralmente presente y es real? ¿Y el signo distintivo del es¬pectador ideal sería correr hacia el escenario y liberar al dios de sus tormentos? Nosotros habíamos creído en un pú¬blico estético, y al espectador individual lo habíamos consi¬derado tanto más capacitado cuanto más estuviese en situa¬ción de tomar la obra de arte como arte, es decir, de manera estética; y ahora la expresión de Schlegel nos ha insinuado que el espectador perfecto e ideal es el que deja que el mun¬do de la escena actúe sobre él, no de manera estética, sino de manera corpórea y empírica. ¡Oh, esos griegos!, suspirá¬bamos; ¡nos echan por tierra nuestra estética! Pero, habi-tuados a ella, repetíamos la sentencia de Schlegel siempre que se hablaba del coro.
Aquella tradición tan explícita habla aquí, sin embargo, en contra de Schlegel: el coro en sí, sin escenario, esto es, la forma primitiva de la tragedia, y aquel coro de espectadores ideales no son compatibles entre sí. ¿Qué género artístico se¬ría ese, que estaría colegido del concepto de espectador, y del cual tendríamos que considerar como forma auténtica el «espectador en sí»? El espectador sin espectáculo es un con¬cepto absurdo. Nos tememos que el origen de la tragedia no sea explicable ni con la alta estima de la inteligencia moral de las masas, ni con el concepto de espectador sin espectáculo, y nos parece demasiado profundo ese problema como para que unas formas tan superficiales de considerarlo lleguen si-quiera a rozarlo.
Una intuición infinitamente más valiosa sobre el signifi¬cado del coro nos la había dado a conocer ya, en el famoso prólogo de La novia de Mesina, Schiller, el cual considera el coro como un muro viviente tendido por la tragedia a su alrededor para aislarse nítidamente del mundo real y preser¬var su suelo ideal y su libertad poética.
Con esta arma capital lucha Schiller contra el concepto vulgar de lo natural, contra la ilusión comúnmente exigida en la poesía dramática. Mientras que en el teatro el día mis¬mo es sólo un día artificial, y la arquitectura, sólo una arqui¬tectura simbólica, y el lenguaje métrico ofrece un carácter ideal, en el conjunto, dice Schiller, continúa dominando el error: no basta con que se tolere solamente como libertad poética aquello que es la esencia de toda poesía. La introduc¬ción del coro es el paso decisivo con el que se declara abierta y lealmente la guerra a todo naturalismo en el arte. - Me parece que es este modo de considerar las cosas aquel para designar el cual nuestra época, que se imagina a sí misma superior, usa el desdeñoso epíteto de «pseudoidealismo». Yo temo que con nuestra actual veneración de lo natural y lo real hayamos llegado, por el contrario, al polo opuesto de todo idealismo, a saber, a la región de los museos de figuras de cera. También en ellos hay arte, como lo hay en ciertas novelas de moda actualmente: pero que no nos importunen con la pretensión de que el «pseudoidealismo» de Schiller y de Goethe ha quedado superado con ese arte.
Ciertamente es un suelo «ideal» aquel en el que, según la acertada intuición de Schiller, suele deambular el coro satí¬rico griego, el coro de la tragedia originaria, un suelo situa¬do muy por encima de las sendas reales por donde deambu¬lan los mortales. Para ese coro ha construido el griego los tinglados colgantes de un fingido estado natural, y en ellos ha colocado fingidos seres naturales. La tragedia se ha levan¬tado sobre ese fundamento, y ya por ello estuvo dispensada desde un principio de ofrecer una penosa fotografía de la rea¬lidad. Pero no es éste un mundo fantasmagórico interpuesto arbitrariamente entre el cielo y la tierra; es, más bien, un mundo dotado de la misma realidad y credibilidad que para el griego creyente poseía el Olimpo, junto con todos sus mo¬radores. El sátiro, en cuanto coreuta dionisíaco, vive en una realidad admitida por la religión, bajo la sanción del mito y del culto. El hecho de que la tragedia comience con él y de que por su boca hable la sabiduría dionisíaca de la trage¬dia es un fenómeno que a nosotros nos extraña tanto como el que la tragedia tenga su génesis en el coro. Acaso ganemos un punto de partida para el estudio de este problema si yo lanzo la aseveración de que el sátiro, el ser natural fingido, mantiene con el hombre civilizado la misma relación que la música dionisíaca mantiene con la civilización. De esta últi¬ma afirma Richard Wagner que la música la deja en suspen¬so (aufgehoben) al modo como la luz del día deja en sus¬penso el resplandor de una lámpara. De igual manera, creo yo, el griego civilizado se sentía a sí mismo en suspenso en presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que el Estado y la sociedad y, en gene¬ral, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico - que, como yo insinúo ya aquí, deja en nosotros toda verda¬dera tragedia - de que en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemen¬te poderosa y placentera, ese consuelo aparece con corpórea evidencia como coro de sátiros, como coro de seres natura¬les que, por así decirlo, viven inextinguiblemente por detrás de toda civilización y que, a pesar de todo el cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen eternamente los mismos.
Con este coro es con el que se consuela el heleno dotado de sentimientos profundos y de una capacidad única para el sufrimiento más delicado y más pesado, el heleno que ha pe¬netrado con su incisiva mirada tanto en el terrible proceso de destrucción propio de la denominada historia universal como en la crueldad de la naturaleza, y que corre peligro de anhelar una negación budista de la voluntad. A ese heleno lo salva el arte, y mediante el arte lo salva para sí - la vida.
El éxtasis del estado dionisíaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene, en efecto, mientras dura, un elemento letárgico, en el que se su¬mergen todas las vivencias personales del pasado. Quedan de este modo separados entre sí, por este abismo del olvido, el mundo de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad dionisíaca. Pero tan pronto como la primera vuelve a pene¬trar en la consciencia, es sentida en cuanto tal con náusea; un estado de ánimo ascético, negador de la voluntad, es el fruto de tales estados. En este sentido el hombre dionisíaco se parece a Hamlet: ambos han visto una vez verdaderamen¬te la esencia de las cosas, ambos han conocido, y sienten náu¬sea de obrar; puesto que su acción no puede modificar en nada la esencia eterna de las cosas, sienten que es ridículo o afrentoso el que se les exija volver a ajustar el mundo que se ha salido de quicio. El conocimiento mata el obrar, para obrar es preciso hallarse envuelto por el velo de la ilusión - ésta es la enseñanza de Hamlet, y no aquella sabiduría ba¬rata de Juan el Soñador, el cual no llega a obrar por demasía de reflexión, por exceso de posibilidades, si cabe decirlo así, no es, ¡no!, el reflexionar - es el conocimiento verdadero, es la mirada que ha penetrado en la horrenda verdad lo que pesa más que todos los motivos que incitan a obrar, tanto en Hamlet como en el hombre dionisíaco. Ahora ningún con¬suelo produce ya efecto, el anhelo va más allá de un mundo después de la muerte, incluso más allá de los dioses, la exis¬tencia es negada, junto con su resplandeciente reflejo en los dioses o en un más allá inmortal. Consciente de la verdad in¬tuida, ahora el hombre ve en todas partes únicamente lo es¬pantoso o absurdo del ser, ahora comprende el simbolismo del destino de Ofelia, ahora reconoce la sabiduría de Sileno, dios de los bosques: siente náuseas.
Aquí, en este peligro supremo de la voluntad, aproxímase a él el arte, como un mago que salva y que cura: únicamente él es capaz de retorcer esos pensamientos de náusea sobre lo espantoso o absurdo de la existencia convirtiéndolos en re-presentaciones con las que se puede vivir: esas representa¬ciones son lo sublime, sometimiento artístico de lo espanto¬so, y lo cómico, descarga artística de la náusea de lo absurdo. El coro satírico del ditirambo es el acto salvador del arte griego; en el mundo intermedio de estos acompañantes de Dioniso quedaron exhaustos aquellos vértigos antes des¬critos.
Ocho
Tanto el sátiro como el idílico pastor de nuestra época moderna son, ambos, productos nacidos de un anhelo orientado hacia lo originario y natural; ¡mas con qué firme e intrépida garra asía el griego a su hombre de los bosques, y de qué avergonzada y débil manera juguetea el hom¬bre moderno con la imagen lisonjera de un pastor delica¬do, blando, que toca la flauta! Una naturaleza no trabajada aún por ningún conocimiento, en la que todavía no han sido forzados los cerrojos de la cultura - eso es lo que el griego veía en su sátiro, el cual, por ello, no coincidía aún, para él, con el mono. Al contrario: era la imagen primor¬dial del ser humano, la expresión de sus emociones más al¬tas y fuertes, en cuanto era el entusiasta exaltado al que ex¬tasía la proximidad del dios, el camarada que comparte el sufrimiento, en el que se repite el sufrimiento del dios, el anunciador de una sabiduría que habla desde lo más hon¬do del pecho de la naturaleza, el símbolo de la omnipoten¬cia sexual de la naturaleza, que el griego está habituado a contemplar con respetuoso estupor. El sátiro era algo su¬blime y divino: eso tenía que parecerle especialmente a la mirada del hombre dionisíaco, vidriada por el dolor. A él le habría ofendido el pastor acicalado, ficticio: con sublime satisfacción demorábase su ojo en los trazos grandiosos de la naturaleza, no atrofiados ni cubiertos por velo alguno; aquí la ilusión de la cultura había sido borrada de la ima¬gen primordial del ser humano, aquí se desvelaba el hom¬bre verdadero, el sátiro barbudo, que dirige gritos de júbilo a su dios. Ante él, el hombre civilizado se reducía a una ca¬ricatura mentirosa. También en lo que respecta a estos co¬mienzos del arte trágico tiene razón Schiller: el coro es un muro vivo erigido contra la realidad asaltante, porque él - el coro de sátiros - refleja la existencia de una manera más veraz, más real, más completa que el hombre civiliza¬do, que comúnmente se considera a sí mismo como única realidad. La esfera de la poesía no se encuentra fuera del mundo, cual fantasmagórica imposibilidad propia de un cerebro de poeta: ella quiere ser cabalmente lo contrario, la no aderezada expresión de la verdad, y justo por ello tiene que arrojar lejos de sí el mendaz atavío de aquella presunta realidad del hombre civilizado. El contraste entre esta au¬téntica verdad natural y la mentira civilizada que se com¬porta como si ella fuese la única realidad es un contraste si¬milar al que se da entre el núcleo eterno de las cosas, la cosa en sí, y el mundo aparencial en su conjunto: y de igual modo que con su consuelo metafísico la tragedia señala ha¬cia la vida eterna de aquel núcleo de la existencia, en medio de la constante desaparición de las apariencias, así el sim¬bolismo del coro satírico expresa ya en un símbolo aquella relación primordial que existe entre la cosa en sí y la apa¬riencia. Aquel idílico pastor del hombre moderno es tan sólo un remedo de la suma de ilusiones culturales que éste considera como naturaleza: el griego dionisíaco quiere la verdad y la naturaleza en su fuerza máxima - se ve a sí mis¬mo transformado mágicamente en sátiro.
Con tales estados de ánimo y tales conocimientos la mu¬chedumbre entusiasmada de los servidores de Dioniso lanza gritos de júbilo: el poder de aquéllos los transforma ante sus propios ojos, de modo que se imaginan verse como genios naturales renovados, como sátiros. La constitución poste¬rior del coro trágico es la imitación artística de ese fenóme¬no natural; en esta imitación fue necesario realizar, de todos modos, una separación entre los espectadores dionisíacos y los hombres transformados por la magia dionisíaca. Sólo que es preciso tener siempre presente que el público de la tragedia ática se reencontraba a sí mismo en el coro de la or¬questa, que en el fondo no había ninguna antítesis entre público y coro: pues lo único que hay es un gran coro sublime de sátiros que bailan y cantan, o de quienes se hacen repre¬sentar por ellos. La frase de Schlegel tiene que descubrírse¬nos aquí en un sentido más profundo. El coro es el «especta¬dor ideal» en la medida en que es el único observador el observador del mundo visionario de la escena. El público de espectadores, tal como lo conocemos nosotros, fue desco¬nocido para los griegos: en sus teatros, dada la estructura en forma de terrazas del espacio reservado a los espectadores, que se elevaba en arcos concéntricos, érale posible a cada uno mirar desde arriba, con toda propiedad, el mundo cul¬tural entero que le rodeaba, e imaginarse, en un saciado mi¬rar, coreuta él mismo. De acuerdo con esta intuición nos es lícito llamar al coro, en su estadio primitivo de la tragedia primera, un autorreflejo del hombre dionisíaco: lo que me¬jor puede aclarar este fenómeno es el proceso que acontece en el actor, el cual, cuando es de verdadero talento, ve flotar tangiblemente ante sus ojos la figura del personaje que a él le toca representar. El coro de sátiros es ante todo una visión tenida por la masa dionisíaca, de igual modo que el mundo del escenario es, a su vez, una visión tenida por ese coro de sátiros: la fuerza de esa visión es lo bastante poderosa para hacer que la mirada quede embotada y se vuelva insensible a la impresión de la «realidad», a los hombres civilizados si¬tuados en torno en las filas de asientos. La forma del teatro griego recuerda un solitario valle de montaña; la arquitectu¬ra de la escena aparece como una resplandeciente nube que las bacantes que vagan por la montaña divisan desde la cum¬bre, como el recuadro magnífico en cuyo centro se les revela la imagen de Dioniso.
Dada nuestra visión erudita de los procesos artísticos ele¬mentales, ese fenómeno artístico primordial de que aquí ha-blamos para explicar el coro trágico resulta casi escandalo¬so: mientras que no puede haber cosa más cierta que ésta, que el poeta es poeta únicamente porque se ve rodeado de fi¬guras que viven y actúan ante él y en cuya esencia más ínti¬ma él penetra con su mirada. Por una peculiar debilidad de la inteligencia moderna, nosotros nos inclinamos a repre¬sentarnos el fenómeno estético primordial de una forma de¬masiado complicada y abstracta. Para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedá¬nea que flota realmente ante él, en lugar de un concepto. Para él el carácter no es un todo compuesto de rasgos aisla¬dos y recogidos de diversos sitios, sino un personaje in¬sistentemente vivo ante sus ojos, y que se distingue de la vi¬sión análoga del pintor tan sólo porque continúa viviendo y actuando de modo permanente. ¿Por qué las descripciones que Homero hace son mucho más intuitivas que las de todos los demás poetas? Porque él intuye mucho más que ellos. So¬bre la poesía nosotros hablamos de modo tan abstracto por¬que todos nosotros solemos ser malos poetas. En el fondo el fenómeno estético es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego vi¬viente y de vivir rodeado de continuo por muchedumbres de espíritus; para ser dramaturgo basta con sentir el impulso de transformarse a sí mismo y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas.
La excitación dionisíaca es capaz de comunicar a una masa entera ese don artístico de verse rodeada por semejan¬te muchedumbre de espíritus, con la que ella se sabe íntima¬mente unida. Este proceso del coro trágico es el fenómeno dramático primordial: verse uno transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese pene¬trado en otro cuerpo, en otro carácter. Este proceso está al comienzo del desarrollo del drama. Aquí hay una cosa dis¬tinta del rapsoda, el cual no se fusiona con sus imágenes, sino que, parecido al pintor, las ve fuera de sí con ojo con¬templativo; aquí hay ya una suspensión del individuo, debida al ingreso en una naturaleza ajena. Y, en verdad, ese fenóme¬no sobreviene como una epidemia: una muchedumbre entera se siente mágicamente transformada de ese modo. El ditirambo es, por ello, esencialmente distinto de todo otro canto coral. Las vírgenes que se dirigen solemnemente hacia el templo de Apolo con ramas de laurel en las manos y que entre tanto van cantando una canción procesional continúan siendo quienes son y conservan su nombre civil: el coro di¬tirámbico es un coro de transformados, en los que han que¬dado olvidados del todo su pasado civil, su posición social: se han convertido en servidores intemporales de su dios, que viven fuera de todas las esferas sociales. Todo el resto de la lí¬rica coral de los helenos es tan sólo una gigantesca amplia¬ción del cantor apolíneo individual; mientras que en el diti¬rambo lo que está ante nosotros es una comunidad de actores inconscientes, que se ven unos a otros como trans¬formados.
La transformación mágica es el presupuesto de todo arte dramático. Transformado de ese modo, el entusiasta dioni¬síaco se ve a sí mismo como sátiro, y como sátiro ve también al dios, es decir, ve, en su transformación, una nueva visión fuera de sí, como consumación apolínea de su estado. Con esta nueva visión queda completo el drama.
De acuerdo con este conocimiento, hemos de concebir la tragedia griega como un coro dionisíaco que una y otra vez se descarga en un mundo apolíneo de imágenes. Aquellas partes corales entretejidas en la tragedia son, pues, en cierto modo, el seno materno de todo lo que se denomina diálogo, es decir, del mundo escénico en su conjunto, del drama pro¬piamente dicho. En numerosas descargas sucesivas ese fon¬do primordial de la tragedia irradia aquella visión en que consiste el drama: visión que es en su totalidad una aparien¬cia onírica, y por tanto de naturaleza épica, mas, por otro lado, como objetivación de un estado dionisíaco, no repre¬senta la redención apolínea en la apariencia, sino, por el contrario, el hacerse pedazos el individuo y el unificarse con el ser primordial. El drama es, por tanto, la manifestación apolínea sensible de conocimientos y efectos dionisíacos, y por ello está separado de la epopeya como por un abismo enorme.
El coro de la tragedia griega, símbolo de toda la masa agi¬tada por una excitación dionisíaca, encuentra su explicación plena en esta concepción nuestra. Mientras que antes, por estar habituados a la posición que en el escenario moderno ocupa el coro, sobre todo el coro de ópera, no podíamos comprender en modo alguno que aquel coro trágico de los griegos fuese más antiguo, más originario, incluso más im¬portante que la «acción» propiamente dicha - como nos decía con toda claridad la tradición -, mientras que antes tampoco podíamos compaginar con aquella elevada impor¬tancia y originariedad de que habla la tradición el hecho de que, sin embargo, el coro estuviese compuesto de seres bajos y serviles, más aún, al principio sólo de sátiros cabrunos, mientras que antes la colocación de la orquesta delante del escenario continuaba siendo para nosotros un enigma, aho¬ra hemos comprendido que en el fondo el escenario, junto con la acción, fue pensado originariamente sólo como una visión, que la única «realidad» es cabalmente el coro, el cual genera de sí la visión y habla de ella con el simbolismo total del baile, de la música y de la palabra. Este coro contempla en su visión a su señor y maestro Dioniso, y por ello es eter¬namente el coro servidor: él ve cómo aquél, el dios, sufre y se glorifica, y por ello él mismo no actúa. En esta situación de completo servicio al dios el coro es, sin embargo, la expre¬sión suprema, es decir, dionisíaca de la naturaleza, y por ello, al igual que ésta, pronuncia en su entusiasmo oráculos y sentencias de sabiduría: por ser el coro que participa del su¬frimiento es a la vez el coro sabio, que proclama la verdad desde el corazón del mundo. Así es como surge aquella figu¬ra fantasmagórica, que parece tan escandalosa, del sátiro sa¬bio y entusiasmado, que es a la vez el «hombre tonto» en contraposición al dios: reflejo de la naturaleza y de sus ins¬tintos más fuertes, más aún, símbolo de la misma, y a la vez pregonero de su sabiduría y de su arte: músico, poeta, baila¬rín, visionario en una sola persona.
Según este conocimiento y según la tradición, al princi¬pio, en el período más antiguo de la tragedia, Dioniso, héroe genuino del escenario y punto central de la visión, no está verdaderamente presente, sino que sólo es representado como presente: es decir, en su origen la tragedia es sólo «coro» y no «drama». Más tarde se hace el ensayo de mos¬trar como real al dios y de representar como visible a cual¬quier ojo la figura de la visión, junto con todo el marco transfigurador: así es como comienza el «drama» en senti¬do estricto. Ahora se le encomienda al coro ditirámbico la tarea de excitar dionisíacamente hasta tal grado el estado de ánimo de los oyentes, que cuando el héroe trágico aparezca en la escena éstos no vean acaso el hombre cubierto con una máscara deforme, sino la figura de una visión, nacida, por así decirlo, de su propio éxtasis. Imaginémonos a Admeto recordando en profunda meditación a su esposa Alcestis que acaba de fallecer, y consumiéndose totalmente en la contemplación espiritual de la misma - cómo de repente conducen hacia él, cubierta por un velo, una figura femeni¬na de formas semejantes a las de aquélla, de andar parecido: imaginémonos su súbita y trémula inquietud, su impetuoso comparar, su convicción instintiva - tendremos así algo análogo al sentimiento con que el espectador agitado por la excitación dionisíaca veía avanzar por el escenario al dios con cuyo sufrimiento se había ya identificado. Involunta¬riamente transfería la imagen entera del dios que vibraba mágicamente ante su alma a aquella figura enmascarada, y, por así decirlo, diluía la realidad de ésta en una irrealidad fantasmal. Éste es el estado apolíneo del sueño, en el cual el mundo del día queda cubierto por un velo, y ante nuestros ojos nace, en un continuo cambio, un mundo nuevo, más claro, más comprensible, más conmovedor que aquél, y, sin embargo, más parecido a las sombras. Según esto, nosotros percibimos en la tragedia una antítesis estilística radical: en la lírica dionisíaca del coro y, por otro lado, en el onírico mundo apolíneo de la escena, lenguaje, color, movilidad, dinamismo de la palabra se disocian como esferas de expre¬sión completamente separadas. Las apariencias apolíneas, en las cuales Dioniso se objetiva, no son ya «un mar eterno, un cambiante mecerse, un ardiente vivir», como lo es la música del coro, no son ya aquellas fuerzas sólo sentidas, pero no condensadas en imagen, en las que el entusiasta servidor de Dioniso barrunta la cercanía del dios: ahora son la claridad y la solidez de la forma épica las que le ha¬blan desde el escenario, ahora Dioniso no habla ya por me¬dio de fuerzas, sino como un héroe épico, casi con el len¬guaje de Homero.
Nueve
Todo lo que aflora ala superficie en la parte apolínea de la tragedia griega, en el diálogo, ofrece un aspecto sencillo, transparente, bello. En este sentido es el diálogo un reflejo del heleno, cuya naturaleza se revela en el baile, ya que en éste la fuerza máxima es sólo potencial, pero se traiciona en la elas¬ticidad y exuberancia del movimiento. Y así el lenguaje de los héroes sofocleos nos sorprende por su precisión y claridad apolíneas, de tal modo que en seguida nos figuramos pene-trar con la mirada en el fondo más íntimo de su esencia, con cierto estupor porque el camino hasta ese fondo sea tan cor¬to. Pero si apartamos la vista del carácter que aflora a la su¬perficie y que se vuelve visible del héroe - carácter que no es, en el fondo, otra cosa que una imagen de luz proyectada so¬bre una pantalla oscura, es decir, enteramente apariencia -, si penetramos, más bien, en el mito que se proyecta a sí mis¬mo en esos espejismos luminosos, nos percataremos súbita¬mente de un fenómeno en el que ocurre al revés que en un co¬nocido fenómeno óptico. Cuando, habiendo hecho un enérgico esfuerzo de mirar de frente al sol, apartamos luego los ojos, cegados, tenemos delante de ellos manchas de colo¬res oscuros, que, por así decirlo, actúan como remedio para la ceguera: a la inversa, aquellas aparenciales imágenes de luz del héroe sofocleo, en suma, lo apolíneo de la máscara, son productos necesarios de una mirada que penetra en lo íntimo y horroroso de la naturaleza, son, por así decirlo, manchas luminosas para curar la vista lastimada por la noche horripi¬lante. Sólo en este sentido nos es lícito creer que comprende¬mos de modo correcto el serio e importante concepto de «jo¬vialidad griega»; mientras que por todos los caminos y senderos del presente nos encontramos, por el contrario, con el concepto de esa jovialidad falsamente entendida, como si fuera un bienestar no amenazado.
El personaje más doliente de la escena griega, el desgra¬ciado Edipo, fue concebido por Sófocles como el hombre no¬ble que, pese a su sabiduría, está destinado al error y a la mi¬seria, pero que al final ejerce a su alrededor, en virtud de su enorme sufrimiento, una fuerza mágica y bienhechora, la cual sigue actuando incluso después de morir él. El hombre noble no peca, quiere decirnos el profundo poeta: tal vez a causa de su obrar perezcan toda ley, todo orden natural, in¬cluso el mundo moral, pero cabalmente ese obrar es el que traza un círculo mágico y superior de efectos, que sobre las ruinas del viejo mundo derruido fundan un mundo nuevo. Esto es lo que quiere decirnos el poeta, en cuanto es a la vez un pensador religioso: como poeta, primero nos muestra el nudo prodigiosamente embrollado de un proceso, nudo que el juez va desatando lentamente, lazo tras lazo, para su pro¬pia perdición: la alegría genuinamente helénica por esta de¬satadura dialéctica es tan grande, que sobre la obra entera se extiende por este motivo un soplo de jovialidad superior que quita por todas partes sus púas a los horrendos presu¬puestos de aquel proceso. En Edipo en Colono nos encontra¬mos con esa misma jovialidad, pero encumbrada hasta una transfiguración infinita: frente al anciano castigado por un exceso de miseria, que está entregado puramente como pa¬ciente a todo lo que sobre él cae - encuéntrase la jovialidad sobreterrenal, que desde la esfera divina desciende hasta aquí abajo y nos da a entender que es con su comportamien¬to puramente pasivo con lo que el héroe alcanza su activi¬dad suprema, la cual se extiende mucho más allá de su vida, mientras que todos sus pensamientos y deseos conscientes en la vida anterior le han conducido sólo a la pasividad. El nudo del proceso de la fábula de Edipo, que para el ojo mor¬tal estaba enredado de un modo insoluble, es desenredado así lentamente - y de nosotros se apodera la más honda ale¬gría humana ante esa réplica divina de la dialéctica. Aun cuando con esta explicación hayamos hecho justicia al poe¬ta, siempre se podrá preguntar además si el contenido del mito está con esto agotado: y aquí se muestra que la concep¬ción toda del poeta no es otra cosa que justo aquella imagen de luz que la salutífera naturaleza nos pone delante, después de que hemos lanzado una mirada al abismo. ¡Edipo, asesino de su padre, Edipo, esposo de su madre, Edipo, soluciona¬dor del enigma de la Esfinge! ¿Qué nos dice la misteriosa tri¬nidad de estos actos fatales? Hay una antiquísima creencia popular, especialmente persa, según la cual un mago sabio sólo puede nacer de un incesto: cosa que, con respecto a Edi¬po, que resuelve el enigma y que se casa con su madre, he¬mos de interpretar sin demora en el sentido de que allí don¬de unas fuerzas adivinatorias y mágicas quebrantan el sortilegio del presente y del futuro, la rígida ley de la indivi¬duación y, en general, la magia propiamente dicha de la na¬turaleza, allí tiene que haber antes, como causa, una enorme transgresión de la naturaleza - como aquí el incesto -; pues, ¿cómo se podría forzar a la naturaleza a entregar sus secre¬tos a no ser oponiéndole una resistencia victoriosa, es decir, mediante lo innatural? Éste es el conocimiento que yo veo expresado en aquella espantosa trinidad de destinos de Edi¬po: el mismo que soluciona el enigma de la naturaleza - de aquella Esfinge biforme - tiene que transgredir también, como asesino de su padre y esposo de su madre, los órdenes más sagrados de la naturaleza. Más aún, el mito parece que¬rer susurrarnos que la sabiduría, y precisamente la sabiduría dionisíaca, es una atrocidad contra naturaleza, que quien con su saber precipita a la naturaleza en el abismo de la ani-quilación, ése tiene que experimentar también en sí mismo la disolución de la naturaleza. «La púa de la sabiduría se vuelve contra el sabio; la sabiduría es una transgresión de la naturaleza»: tales son las horrorosas sentencias que el mito nos grita: mas el poeta helénico toca cual un rayo de sol esa sublime y terrible columna memnónica que es el mito, de modo que éste comienza a sonar de repente - ¡con melodías sofocleas!
A la aureola de la pasividad contrapongo yo ahora la au¬reola de la actividad, que con su resplandor circunda al Pro-meteo de Ésquilo. Lo que el pensador Esquilo tenía que de¬cirnos aquí, pero que, como poeta, sólo nos deja presentir mediante su imagen simbólica, eso ha sabido desvelárnoslo el joven Goethe en los temerarios versos de su Prometeo:
¡Aquí estoy sentado, formo hombres
a mi imagen,
una estirpe que sea igual a mí,
que sufra, que llore,
que goce y se alegre
y que no se preocupe de ti,
como yo!
Alzándose hasta lo titánico conquista el hombre su pro¬pia cultura y compele a los dioses a aliarse con él, pues en sus manos tiene, con su sabiduría, la existencia y los límites de éstos. Pero lo más maravilloso en esa poesía sobre Prome¬teo, que por su pensamiento básico constituye el auténtico himno de la impiedad, es la profunda tendencia esquilea a la justicia: el inconmensurable sufrimiento del «individuo» audaz, por un lado, y, por otro, la indigencia divina, más aún, el presentimiento de un crepúsculo de los dioses, el po¬der propio de aquellos dos mundos de sufrimiento, que los constriñe a establecer una reconciliación, una unificación metafísica - todo esto trae con toda fuerza a la memoria el punto central y la tesis capital de la consideración esquilea del mundo, que ve a la Moira reinar como justicia eterna so¬bre dioses y hombres. Dada la audacia asombrosa con que Esquilo pone el mundo olímpico en los platillos de su balan¬za de la justicia, tenemos que tener presente que el griego profundo disponía en sus misterios de un sustrato incon¬moviblemente firme del pensar metafísico, y que todos sus caprichos escépticos podían descargarse sobre los olímpi¬cos. Con respecto a las divinidades el artista griego en espe¬cial experimentaba un oscuro sentimiento de dependencia recíproca: y justo en el Prometeo de Ésquilo está simboliza¬do ese sentimiento. El artista titánico encontraba en sí la al¬tiva creencia de que a los hombres él podía crearlos, y a los dioses olímpicos, al menos aniquilarlos: y esto, gracias a su superior sabiduría, que él estaba obligado a expiar, de todos modos, con un sufrimiento eterno. El magnífico «poder» del gran genio, que ni siquiera al precio de un sufrimiento eter¬no resulta caro, el rudo orgullo del artista - ése es el con¬tenido y el alma de la poesía esquilea, mientras que, en su Edipo, Sófocles entona, como en un preludio, la canción vic¬toriosa del santo. Pero tampoco con aquella interpretación dada por Ésquilo al mito queda escrutada del todo la asom¬brosa profundidad de su horror: antes bien, el placer del ar¬tista por el devenir, la jovialidad del crear artístico, que desafía toda desgracia, son sólo una nube y un cielo luminoso que se reflejan en un negro lago de tristeza. La leyenda de Prometeo es posesión originaria de la comunidad entera de los pueblos arios y documento de su aptitud para lo trá¬gico y profundo, más aún, no sería inverosímil que ese mito tuviese para el ser ario el mismo significado característico que el mito del pecado original tiene para el ser semítico, y que entre ambos mitos existiese un grado de parentesco igual al que existe entre hermano y hermana. El presupuesto de ese mito de Prometeo es el inmenso valor que una huma¬nidad ingenua otorga al fuego, verdadero Paladio de toda cultura ascendente: pero que el hombre disponga libremente del fuego, y no lo reciba tan sólo por un regalo del cielo, como rayo incendiario o como quemadura del sol que da ca¬lor, eso es algo que a aquellos contemplativos hombres pri¬meros les parecía un sacrilegio, un robo hecho a la naturale¬za divina. Y de este modo el primer problema filosófico establece inmediatamente una contradicción penosa e inso¬luble entre hombre y dios, y coloca esa contradicción como un peñasco a la puerta de toda cultura. Mediante un sacrile¬gio conquista la humanidad las cosas óptimas y supremas de que ella puede participar, y tiene que aceptar por su parte las consecuencias, a saber, todo el diluvio de sufrimientos y de dolores con que los celestes ofendidos se ven obligados a afligir al género humano que noblemente aspira hacia lo alto: es éste un pensamiento áspero, que, por la dignidad que confiere al sacrilegio, contrasta extrañamente con el mito se¬mítico del pecado original, en el cual se considera como ori¬gen del mal la curiosidad, el engaño mentiroso, la facilidad para dejarse seducir, la concupiscencia, en suma, una serie de afecciones preponderantemente femeninas. Lo que dis¬tingue a la visión aria es la idea sublime del pecado activo como virtud genuinamente prometeica: con lo cual ha sido encontrado a la vez el sustrato ético de la tragedia pesimista, como justificación del mal humano, es decir, tanto de la cul¬pa humana como del sufrimiento causado por ella. La des¬ventura que yace en la esencia de las cosas - que el meditativo ario no está inclinado a eliminar con artificiosas interpreta¬ciones -, la contradicción que mora en el corazón del mun¬do revélansele como un entreveramiento de mundos dife¬rentes, de un mundo divino y de un mundo humano, por ejemplo, cada uno de los cuales, como individuo, tiene ra¬zón, pero, como mundo individual al lado de otro diferente, ha de sufrir por su individuación. En el afán heroico del in¬dividuo por acceder a lo universal, en el intento de rebasar el sortilegio de la individuación y de querer ser él mismo la esencia única del mundo, el individuo padece en sí la contra¬dicción primordial oculta en las cosas, es decir, comete sa¬crilegios y sufre. Y así los arios conciben el sacrilegio como un varón, y los semitas el pecado como una mujer, de igual manera que es el varón el que comete el primer sacrilegio y la mujer la que comete el primer pecado. Por lo demás, el coro de las brujas dice:
Nosotros no lo tomamos con tanto rigor:
con mil pasos lo hace la mujer;
mas, por mucho que ella se apresure,
con un salto lo hace el varón.
Quien comprenda el núcleo más íntimo de la leyenda de Prometeo - a saber, la necesidad del sacrilegio, impuesta al individuo de aspiraciones titánicas -, tendrá que sentir tam¬bién a la vez lo no-apolíneo de esa concepción pesimista; pues a los seres individuales Apolo quiere conducirlos al so¬siego precisamente trazando líneas fronterizas entre ellos y recordando una y otra vez, con sus exigencias de conocerse a sí mismo y de tener moderación, que esas líneas fronterizas son las leyes más sagradas del mundo. Mas para que, dada esa tendencia apolínea, la forma no se quede congelada en una rigidez y frialdad egipcias, para que el movimiento de todo el lago no se extinga bajo ese esfuerzo de prescribir a cada ola su vía y su terreno, de tiempo en tiempo la marea alta de lo dionisiaco vuelve a destruir todos aquellos peque¬ños círculos dentro de los cuales intentaba retener a los grie¬gos la «voluntad» unilateralmente apolínea. Aquella marea súbitamente crecida de lo dionisiaco toma entonces sobre sus espaldas las pequeñas ondulaciones particulares que son los individuos, de igual manera que el hermano de Prome¬teo, el titán Atlas, tomó sobre las suyas la tierra. Ese afán titá¬nico de llegar a ser, por así decirlo, el Atlas de todos los indi¬viduos y de llevarlos con anchas espaldas cada vez más alto y cada vez más lejos, es lo que hay de común entre lo prome¬teico y lo dionisiaco. Así considerado, el Prometeo de Ésqui¬lo es una máscara dionisiaca, mientras que con aquella pro¬funda tendencia antes mencionada hacia la justicia Ésquilo le da a entender al hombre inteligente que por parte de padre desciende de Apolo, dios de la individuación y de los límites de la justicia. Y de este modo la dualidad del Prometeo de És¬quilo, su naturaleza a la vez dionisiaca y apolínea, podría ser expresada, en una fórmula conceptual, del modo siguiente: «Todo lo que existe es justo e injusto, y en ambc casos está igualmente justificado».
¡Ése es tu mundo! ¡Eso se llama un mundo!
Diez
Es una tradición irrefutable que, en su forma más anti¬gua, la tragedia griega tuvo como objeto único los sufri¬mientos de Dioniso, y que durante larguísimo tiempo el úni¬co héroe presente en la escena fue cabalmente Dioniso. Mas con igual seguridad es lícito afirmar que nunca, hasta Eurí¬pides, dejó Dioniso de ser el héroe trágico, y que todas las fa¬mosas figuras de la escena griega, Prometeo, Edipo, etc., son tan sólo máscaras de aquel héroe originario, Dioniso. La ra¬zón única y esencial de la «idealidad» típica, tan frecuente¬mente admirada, de aquellas famosas figuras es que detrás de todas esas máscaras se esconde una divinidad. No sé quién ha aseverado que todos los individuos, como indivi¬duos, son cómicos y, por tanto, no trágicos: de lo cual se in¬feriría que los griegos no pudieron soportar en absoluto in¬dividuos en la escena trágica. De hecho, tales parecen haber sido sus sentimientos: de igual modo que se hallan profun¬damente fundadas en el ser helénico la valoración y distin¬ción platónicas de la «idea» en contraposición al «ídolo», a la copia. Mas, para servirnos de la terminología de Platón, acerca de las figuras trágicas de la escena helénica habría que hablar más o menos de este modo: el único Dioniso verdaderamente real aparece con una pluralidad de figuras, con la máscara de un héroe que lucha, y, por así decirlo, aparece preso en la red de la voluntad individual. En su forma de ha¬blar y de actuar ahora, el dios que aparece se asemeja a un individuo que yerra, anhela y sufre: y el que llegue a aparecer con tal precisión y claridad épicas es efecto del Apolo intér¬prete de sueños, que mediante aquella apariencia simbólica le da al coro una interpretación de su estado dionisíaco. En verdad, sin embargo, aquel héroe es el Dioniso sufriente de los Misterios, aquel dios que experimenta en sí los sufri¬mientos de la individuación, del que mitos maravillosos cuentan que, siendo niño, fue despedazado por los titanes, y que en ese estado es venerado como Zagreo: con lo cual se sugiere que ese despedazamiento, el sufrimiento dionisíaco propiamente dicho, equivale a una transformación en aire, agua, tierra y fuego, y que nosotros hemos de considerar, por tanto, el estado de individuación como la fuente y razón primordial de todo sufrimiento, como algo rechazable de suyo. De la sonrisa de ese Dioniso surgieron los dioses olím¬picos, de sus lágrimas, los seres humanos. En aquella existencia de dios despedazado Dioniso posee la doble natu¬raleza de un demón cruel y salvaje y de un soberano dulce y clemente. Lo que los epoptos esperaban era, sin embargo, un renacimiento de Dioniso, renacimiento que ahora noso¬tros, llenos de presentimientos, hemos de concebir como el final de la individuación: en honor de ese tercer Dioniso futuro resonaba el rugiente canto de júbilo de los epoptos. Y sólo por esa esperanza aparece un rayo de alegría en el ros¬tro del mundo desgarrado, roto en individuos: el mito ilus¬tra esto con la figura de Deméter absorta en un duelo eterno, la cual por vez primera vuelve a alegrarse cuando se le dice que de nuevo puede ella dar a luz a Dioniso. En las intuicio¬nes aducidas tenemos ya juntos todos los componentes de una consideración profunda y pesimista del mundo, y junto con esto la doctrina mistérica de la tragedia: el conocimiento básico de la unidad de todo lo existente, la consideración de la individuación como razón primordial del mal, el arte como alegre esperanza de que pueda romperse el sortilegio de la individuación, como presentimiento de una unidad restablecida. -
Ya hemos sugerido antes que la epopeya homérica es la poesía propia de la cultura olímpica, con la cual ésta entonó su propia canción de victoria sobre los horrores de la titano¬maquia. Ahora, bajo el influjo prepotente de la poesía trági¬ca, los mitos homéricos vuelven a nacer con figura distinta, mostrando con esa metempsícosis que también la cultura olímpica ha sido vencida entre tanto por una consideración más profunda aún del mundo. El altivo titán Prometeo le ha anunciado a su atormentador olímpico que su soberanía es¬tará amenazada alguna vez por el mayor de los peligros si no se alía a tiempo con él. En Ésquilo percibimos la alianza del Zeus asustado, temeroso de su final, con el titán. De esta ma¬nera la antigua edad de los titanes es sacada a la luz otra vez, desde el Tártaro, de una manera retrospectiva. La filosofía de la naturaleza salvaje y desnuda mira, con el gesto franco de la verdad, los mitos del mundo homérico, que desfilan ante ella bailando: tales mitos palidecen, tiemblan ante el ojo relam¬pagueante de esa diosa - hasta que el puño poderoso del ar¬tista dionisíaco los obliga a servir a la nueva divinidad. La verdad dionisíaca se incauta del ámbito entero del mito y lo usa como simbólica de sus conocimientos, y esto lo expresa en parte en el culto público de la tragedia, en parte en los ritos secretos de las festividades dramáticas de los Misterios, pero siempre bajo el antiguo velo mítico. ¿Cuál fue la fuerza que li¬beró a Prometeo de su buitre y que transformó el mito en ve¬hículo de la sabiduría dionisíaca? La fuerza, similar a la de Heracles, de la música: y esa fuerza, que alcanza en la trage¬dia su manifestación suprema, sabe interpretar el mito en un nuevo y profundísimo significado; de igual manera que ya antes hubimos nosotros de caracterizar esto como la más po¬derosa facultad de la música. Pues es destino de todo mito irse deslizando a rastras poco a poco en la estrechez de una presunta realidad histórica, y ser tratado por un tiempo pos¬terior cualquiera como un hecho ocurrido una vez, con pre¬tensiones históricas: y los griegos estaban ya íntegramente en vías de cambiar, con perspicacia y arbitrariedad, todo su sue¬ño mítico de juventud en una histórico-pragmática historia de juventud. Pues ésta es la manera como las religiones sue¬len fallecer: a saber, cuando, bajo los ojos severos y raciona¬les de un dogmatismo ortodoxo, los presupuestos míticos de una religión son sistematizados como una suma acabada de acontecimientos históricos, y se comienza a defender con an¬siedad la credibilidad de los mitos, pero resistiéndose a que éstos sigan viviendo y proliferando con naturalidad, es decir, cuando se extingue la sensibilidad para el mito y en su lugar aparece la pretensión de la religión de tener unas bases histó¬ricas. De este mito moribundo apoderóse ahora el genio re¬cién nacido de la música dionisíaca: y en sus manos volvió a florecer, con unos colores que jamás había mostrado, con un perfume que suscitaba un nostálgico presentimiento de un mundo metafísico. Tras esta última floración el mito se de¬rrumba, marchítanse sus hojas, y pronto los burlones lucia¬nos de la Antigüedad tratan de coger las flores descoloridas y agostadas, arrancadas por todos los vientos. Mediante la tra¬gedia alcanza el mito su contenido más hondo, su forma más expresiva; una vez más el mito se levanta, como un héroe he¬rido, y con un resplandor último y poderoso brilla en sus ojos todo el sobrante de fuerza, junto con el sosiego lleno de sabi¬duría del moribundo.
¿Qué es lo que tú querías, sacrílego Eurípides, cuando in¬tentaste forzar una vez más a este moribundo a que te presta¬se servidumbre? Él murió entre tus manos brutales: y ahora tú necesitabas un mito remedado, simulado, que, como el mono de Heracles, lo único que sabía ya era acicalarse con la vieja pompa. Y de igual manera que se te murió el mito, tam¬bién se te murió el genio de la música: aun cuando saqueaste con ávidas manos todos los jardines de la música, lo único que conseguiste fue una música remedada y simulada. Y puesto que tú habías abandonado a Dioniso, Apolo te aban¬donó a ti; saca a todas las pasiones de su escondrijo y encié¬rralas en tu círculo, afila y aguza una dialéctica sofística para los discursos de tus héroes, - también tus héroes tienen unas pasiones sólo remedadas y simuladas y pronuncian única¬mente discursos remedados y simulados.
Once
La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: mu¬rió suicidándose, a consecuencia de un conflicto insoluble, es decir, de manera trágica, mientras que todos ellos fallecie¬ron a edad avanzada, con una muerte muy bella y tranquila. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un estado natural fe¬liz el dejar la vida sin espasmos y teniendo una bella descen¬dencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos muestra un estado natural feliz de ese tipo: van hundiéndose lentamente, y ante sus miradas moribundas se yerguen ya sus retoños, más bellos, y con gesto valeroso levantan impa¬cientemente la cabeza. Con la muerte de la tragedia griega surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente: de igual modo que en tiempos de Tiberio los navegantes griegos oían en una isla solitaria el estremecedor grito: «El gran Pan ha muerto»: así resonó ahora a través del mundo griego, como un doloroso gemido: «¡La tragedia ha muerto! ¡Con ella se ha perdido también la poesía! ¡Fuera, fuera vosotros, epígonos atrofiados, enfla¬quecidos! ¡Fuera, al Hades, para que allí podáis saciaros con las migajas de los maestros de otro tiempo! ».
Mas cuando luego floreció todavía un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maes¬tra suya, entonces pudo percibirse con horror que cierta¬mente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia fue obra de Eurípides; aquel género artístico poste¬rior es conocido con el nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la figura degenerada de la tragedia, como me¬morial de su muy arduo y violento fenecer.
Dentro de este contexto resulta comprensible la inclina¬ción apasionada que los poetas de la comedia nueva sintie¬ron por Eurípides; de tal modo que ya no nos extraña el de¬seo de Filemón, el cual quería dejarse ahorcar en seguida, sólo para poder ir a ver a Eurípides al inframundo: con tal de que le fuera lícito estar convencido de que el difunto seguía conservando también ahora su entendimiento. Pero si se quiere señalar con toda brevedad, y sin pretender decir con ello algo exhaustivo, qué es lo que Eurípides tiene en común con Menandro y con Filemón y que para éstos ejerció un efecto tan ejemplar y excitante: bastará con decir que el espec¬tador fue llevado por Eurípides al escenario. Quien haya visto cuál es la materia de que los trágicos prometeicos anteriores a Eurípides formaban a sus héroes, y cuán lejos de ellos estaba el propósito de llevar a la escena la máscara fiel de la realidad, ése estará enterado también de la tendencia completamente divergente de Eurípides. Gracias a él el hombre de la vida co¬tidiana dejó el espacio reservado a los espectadores e invadió la escena, el espejo en el que antes se manifestaban tan sólo los rasgos grandes y audaces mostró ahora aquella meticulo¬sa fidelidad que reproduce concienzudamente también las lí¬neas mal trazadas de la naturaleza. Ulises, el heleno típico del arte antiguo, quedó ahora rebajado, entre las manos de los nuevos poetas, a la figura del graeculus, y éste es el que a partir de ese momento ocupa, como esclavo doméstico bo¬nachón y pícaro a la vez, el centro del interés dramático. Lo que, en Las ranas de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus méritos, a saber, el haber liberado con sus remedios caseros al arte trágico de su pomposa obesidad, eso es algo que puede rastrearse ante todo en sus héroes trágicos. En lo esen¬cial, lo que el espectador veía y oía ahora en el escenario eu¬ripideo era a su doble, y se alegraba de que éste supiese hablar tan bien. Pero no fue esta alegría lo único: la gente aprendió de Eurípides a hablar, y en su certamen con Ésquilo él mismo se jacta de eso: de que, gracias a él, el pueblo ha aprendido ahora a observar, actuar y sacar conclusiones según las reglas del arte y con sofisticaciones taimadísimas. Mediante este cambio repentino del lenguaje público Eurípides hizo posi¬ble la comedia nueva. Pues a partir de ahora no fue ya un se¬creto de qué modo y con qué sentencias podía la vida cotidia¬na representarse a sí misma en la escena. La mediocridad burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra, después de que, hasta ese momento, quienes habían determinado el carácter del len¬guaje habían sido, en la tragedia el semidiós, y en la comedia el sátiro borracho o semihombre. Y de esta manera el Eu¬rípides aristofaneo destaca en su honor que lo que él ha ex¬puesto ha sido la vida y las ocupaciones generales, conocidas por todos, cotidianas, para hablar sobre las cuales está capa¬citado todo el mundo. Si ahora la masa entera filosofa, y en la administración de sus tierras y bienes y en el modo de llevar sus procesos actúa con inaudita inteligencia, esto, dice Eurí¬pides, es mérito suyo y resultado de la sabiduría inoculada por él al pueblo.
A la comedia nueva, de la cual Eurípides se convirtió en cierta medida en maestro de coro, le era lícito ahora dirigir¬se a esa masa preparada e ilustrada de ese modo; sólo que esta vez era el coro de los espectadores el que tenía que ser instruido. Tan pronto como ese coro estuvo adiestrado en cantar en la tonalidad euripidea, alzóse aquel género de es-pectáculo de tipo ajedrecista, la comedia nueva, con su triunfo continuo de la astucia y del disimulo. Pero Eurípides - el maestro del coro - fue alabado sin cesar: más aún, la gen¬te se habría matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. Al abandonar a ésta, sin embargo, el hele¬no había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creen¬cia en un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y estrafalario», se puede aplicar tam¬bién a la Grecia senil. El instante, el ingenio, la volubilidad, el capricho son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad: y caso de que ahora continúe siendo lícito hablar de la «jovialidad griega», trátase de la jovialidad del esclavo, que no sabe hacerse responsable de ninguna cosa grave, ni aspirar a nada grande, ni tener algo pasado o futuro en mayor estima que lo presente. Esta apariencia de la «jo¬vialidad griega» fue la que tanto indignó a las naturalezas profundas y terribles de los cuatro primeros siglos del cris¬tianismo: a ellas esa mujeril huida de la seriedad y del honor y ese cobarde contentarse con el goce cómodo parecíanles no sólo despreciables, sino el modo de pensar propiamente anticristiano. Al influjo de ese modo de pensar hay que atri¬buir el que la visión de la Antigüedad griega que ha pervivi¬do durante siglos se aferrase con casi invencible tenacidad al color rosa pálido de la jovialidad - como si jamás hubiera existido un siglo vi con su nacimiento de la tragedia, con sus Misterios, con su Pitágoras y su Heráclito, más aún, como si no estuvieran presentes las obras de arte de la gran época, las cuales - cada una de por sí - no son explicables en modo al¬guno como brotadas del terreno de ese placer de vivir y esa jovialidad seniles y serviles, y que señalan, como fundamen¬to de su existencia, hacia una consideración completamente otra del mundo.
Si acabamos de afirmar que Eurípides llevó el espectador al escenario con el fin de así capacitarlo de verdad y por vez primera para emitir un juicio sobre el drama, podría pare¬cer que el arte trágico anterior no escapó a una relación ti¬rante con el espectador: y se estaría tentado a elogiar como un progreso sobre Sófocles la tendencia radical de Eurípides a conseguir una relación adecuada entre la obra de arte y el público. Ahora bien, «público» es sólo una palabra, y no, en absoluto, una magnitud homogénea y perdurable. ¿De dónde le vendría al artista la obligación de acomodarse a una fuerza que sólo en el número tiene su fortaleza? Y si, por su talento y sus propósitos, el artista se siente por encima de cada uno de esos espectadores, ¿cómo sentiría más respeto por la expresión comunitaria de todas esas capacidades su¬bordinadas a él, que por el espectador individual dueño de un talento relativamente altísimo? En verdad, ningún artista griego trató a su público, a lo largo de toda una vida, con mayor atrevimiento y suficiencia que Eurípides: él, que, in¬cluso cuando la masa se arrojaba a sus pies, la abofeteaba en público, sublimemente orgulloso de su propia tendencia, de aquella misma tendencia con que había logrado vencer a la masa. Si aquel genio hubiese tenido la más mínima estima por el pandemonio del público, se habría derrumbado bajo los mazazos de su fracaso, mucho antes de llegar a la mitad de su carrera. Sopesando esto, vemos que nuestra expresión de que Eurípides llevó el espectador al escenario con el fin de hacerle verdaderamente capaz de dictar un juicio, fue sólo una expresión provisional, y que hemos de buscar una com¬prensión más honda de su tendencia. A la inversa, de todos es conocido que Ésquilo y Sófocles, mientras vivieron, más aún, incluso mucho después, gozaron plenamente del favor popular, y que, por tanto, con respecto a estos predecesores de Eurípides no se puede hablar en modo alguno de una re¬lación tirante entre la obra de arte y el público. ¿Qué fue lo que apartó con tanta violencia a este artista dotadísimo, y urgido incesantemente a crear, del camino sobre el que res¬plandecían el sol de los más grandes nombres de poetas y el despejado cielo del favor popular? ¿Qué especial deferencia para con el espectador le llevó a enfrentarse a éste? ¿Cómo pudo, por una estima demasiado elevada de su público - de¬sestimar a su público?
Como poeta, Eurípides se sentía sin duda - ésta es la solu¬ción del enigma que acabamos de plantear - por encima de la masa, pero no por encima de dos de sus espectadores: a la masa él la llevó al escenario, a esos dos espectadores los res-petaba como a los únicos jueces y maestros de todo su arte capacitados para emitir un juicio: siguiendo sus indicaciones y advertencias, transfirió a las almas de sus héroes escénicos el mundo entero de sentimientos, pasiones y experiencias que hasta entonces, en los asientos de los espectadores, ha¬bían venido compareciendo a toda representación solemne como un coro invisible, cedió a sus exigencias al buscar tam¬bién una palabra nueva y un sonido nuevo para esos carac¬teres nuevos, únicamente en sus voces oía él tanto los juicios válidos sobre su creación como el estímulo prometedor de victorias, cuando volvía a verse condenado una vez más por el tribunal del público.
De esos dos espectadores uno es - Eurípides mismo, Eu¬rípides en cuanto pensador, no en cuanto poeta. De él podría decirse que, de manera parecida a lo que le ocurrió a Les¬sing, la extraordinaria abundancia de su talento crítico, si no produjo, sí fecundó continuamente una productividad artística marginal. Con ese talento, con toda la lucidez y agi¬lidad de su pensar crítico, Eurípides se había sentado en el teatro y se había esmerado por reconocer en las obras maes¬tras de sus grandes predecesores, como en pinturas que se hubieran puesto oscuras, cada uno de los trazos, cada una de las líneas. Y aquí se había encontrado con algo que el ini¬ciado en los secretos más profundos de la tragedia esquilea no dejará de aguardar: en cada rasgo y en cada línea percibió algo inconmensurable, una cierta nitidez engañosa y a la vez una profundidad enigmática, más aún, una infinitud del trasfondo. La figura más clara tenía siempre en sí además una cola de cometa, la cual parecía señalar hacia lo incierto, hacia lo inaclarable. Esa misma penumbra recubría la es¬tructura del drama y principalmente el significado del coro. ¡Y qué ambigua permanecía para él la solución de los pro¬blemas éticos! ¡Qué discutible el tratamiento de los mitos! ¡Qué desigual el reparto de felicidad e infelicidad! Incluso en el lenguaje de la tragedia anterior había para él muchas co¬sas chocantes, o al menos enigmáticas; en especial, encon¬traba demasiada pompa para situaciones sencillas, dema¬siados tropos y monstruosidades para la simplicidad de los caracteres. Así, cavilando con inquietud, estaba sentado en el teatro, y él, el espectador, se confesaba que no entendía a sus grandes predecesores. Pero como consideraba que el en¬tendimiento era la única raíz de todo gozar y crear, tenía que interrogar y mirar a su alrededor para ver si no había nadie que pensase como él y que se confesase asimismo aquella in¬conmensurabilidad. Pero la mayoría de los individuos, y en¬tre ellos los mejores, sólo tenían para él una sonrisa recelo¬sa; nadie podía explicarle, sin embargo, por qué, frente a sus dudas y objeciones, los grandes maestros tenían razón. Y hallándose en esa penosa situación, encontró al otro espec¬tador que no comprendía la tragedia y que, por ello, no la es¬timaba. Aliado con él, fuele lícito atreverse a iniciar, desde su aislamiento, la enorme lucha contra las obras de arte de És¬quilo y de Sófocles - no con escritos polémicos, sino como poeta dramático, que oponía su noción de la tragedia a la noción tradicional. -
Doce
Antes de llamar por su nombre a ese otro espectador de¬tengámonos aquí un instante para traer de nuevo a la me¬moria la impresión antes descrita de algo discordante e in¬conmensurable en la esencia misma de la tragedia esquilea. Pensemos en nuestra propia extrañeza ante el coro y ante el héroe trágico de aquella tragedia, a ninguno de los cuales sa¬bíamos compaginar con nuestros hábitos ni tampoco con la tradición - hasta que redescubrimos que esa misma duplici¬dad es el origen y la esencia de la tragedia griega, la expre¬sión de dos instintos artísticos entretejidos entre sí, lo apolí¬neo y lo dionisíaco.
Expulsar de la tragedia aquel elemento dionisíaco origi¬nario y omnipotente y reconstruirla puramente sobre un arte, una moral y una consideración del mundo no-dionisía¬cos - tal es la tendencia de Eurípides, que ahora se nos des¬cubre con toda claridad.
En el atardecer de su vida Eurípides mismo propuso del modo más enérgico a sus contemporáneos, en un mito, la cuestión del valor y del significado de esa tendencia. ¿Tiene lo dionisíaco derecho a subsistir? ¿No se lo ha de extirpar del suelo griego por la violencia? Sin duda, dícenos el poeta, si ello fuera posible: pero el dios Dioniso es demasiado pode-roso; el adversario más inteligente de él - como Penteo en Las bacantes - es insospechadamente víctima de su ma¬gia, y, transformado por ella, corre luego hacia su fatalidad. El juicio de los dos ancianos Cadmo y Tiresias parece ser también el juicio del anciano poeta: la reflexión de los indi¬viduos más inteligentes, dice, no consigue destruir aquellas viejas tradiciones populares, aquella veneración eternamen¬te propagada de Dioniso, más aún, con respecto a tales fuer¬zas milagrosas conviene mostrar al menos una simpatía di¬plomáticamente cauta: aun así, continúa siendo siempre posible que el dios se escandalice de una participación tan tibia y acabe transformando al diplomático - como hace aquí con Cadmo - en un dragón. Esto es lo que nos dice el poeta que se opuso a Dioniso con una energía heroica du¬rante una larga vida - para, al final de ella, cerrar su carrera con una glorificación de su adversario y con el suicidio pro¬pio, como alguien que siente vértigo y que, sólo para escapar al vértigo espantoso, que ya resulta insoportable, se arroja desde lo alto de la torre. Esta tragedia es una protesta contra la posibilidad de llevar a la práctica su tendencia; ¡ay, y esa tendencia había sido llevada ya a la práctica! Lo milagroso había sucedido: cuando el poeta se retractó, ya su tendencia ha¬bía vencido. Dioniso había sido ahuyentado ya de la escena trágica, y lo había sido por un poder demónico que hablaba por boca de Eurípides. También Eurípides era, en cierto sen¬tido, solamente una máscara: la divinidad que hablaba por su boca no era Dioniso, ni tampoco Apolo, sino un demón que acababa de nacer, llamado Sócrates. Ésta es la nueva an¬títesis: lo dionisíaco y lo socrático, y la obra de arte de la tra¬gedia pereció por causa de ella. Aunque Eurípides intente consolarnos con su retractación, no lo logra: el más magní¬fico de los templos yace en ruinas por el suelo; ¿de qué nos sirve el lamento de quien lo destruyó y su confesión de que fue el más bello de los templos? Y aunque en castigo Eurípi¬des haya sido transformado en un dragón por los jueces ar¬tísticos de todos los tiempos - ¿a quién podría satisfacerle esa mísera compensación?
Acerquémonos ahora a aquella tendencia socrática me¬diante la cual Eurípides combatió la tragedia esquilea y la venció.
¿Hacia qué meta - ésa es la pregunta que ahora tenemos que hacernos - pudo tender en general, en la más alta ideali¬dad de su ejecución, el propósito euripideo de fundar el drama únicamente sobre lo no-dionisíaco? ¿Qué forma de drama quedaba todavía, si éste no debía nacer del regazo de la mú¬sica, en aquella penumbra misteriosa de lo dionisíaco? úni-camente la epopeya dramatizada: un sector artístico apolí neo en el cual el efecto trágico es, ciertamente, inalcanzable. Lo que aquí cuenta no es el contenido de los acontecimien¬tos expuestos; más aún, yo afirmaría que a Goethe le habría sido imposible hacer trágicamente conmovedor, en su pro¬yectada Nausicaa, el suicidio de este ser idilico - suicidio destinado a ocupar el quinto acto -; tan descomunal es la fuerza de lo épico-apolíneo, que con aquel placer por la apa¬riencia y con aquella redención mediante la apariencia transforma mágicamente ante nuestros ojos las cosas más horrorosas. El poeta de la epopeya dramática no puede fundirse totalmente con sus imágenes, como tampoco pue¬de hacerlo el rapsoda épico: él continúa siendo siempre una intuición tranquilamente inmóvil, que mira con unos ojos muy abiertos, que ve las imágenes delante de sí. En su epopeya dramatizada el actor continúa siendo siempre, en lo más hondo, rapsoda; la solemnidad propia del soñar inte¬rior envuelve todas sus acciones, de modo que jamás es del todo actor.
¿Qué relación mantiene con este ideal del drama apolíneo la pieza euripidea? La misma que con el rapsoda solemne de los viejos tiempos mantiene el rapsoda más joven que en el Ión platónico describe su ser con estas palabras: «Cuando recito algo triste, mis ojos se llenan de lágrimas; mas cuando lo que recito es horroroso y espantoso, entonces los cabellos de mi cabeza se me erizan y mi corazón se agita». Aquí no advertimos ya nada de aquel épico perderse en la apariencia, nada de la frialdad exenta de afectos del verdadero actor, que justo en su actividad suprema es totalmente apariencia y placer por la apariencia. Eurípides es el actor de corazón agi¬tado, de cabellos erizados; traza el plan como pensador so-crático, lo ejecuta como actor apasionado. Artista puro no lo es ni al proyectar ni al ejecutar. De esta manera el drama eu-ripideo es una cosa a la vez fría e ígnea, tan capaz de helar como de quemar; le resulta imposible alcanzar el efecto apo¬líneo de la epopeya, mientras que, por otro lado, se ha libe¬rado lo más posible de los elementos dionisíacos, y ahora para producir algún efecto necesita nuevos excitantes, los cuales no pueden encontrarse ya en los dos únicos instintos artísticos, el apolíneo y el dionisíaco. Esos excitantes son fríos pensamientos paradójicos - en lugar de intuiciones apolíneas - y afectos ígneos - en lugar de éxtasis dionisíacos -, y, desde luego, pensamientos y afectos remedados de una manera su¬mamente realista, pero en modo alguno inmersos en el éter del arte.
Habiendo visto, pues, que Eurípides no consiguió fundar el drama únicamente sobre lo apolíneo, que, antes bien, su tendencia no-dionisíaca se descarrió en una tendencia natu¬ralista y no-artística, nos será lícito ahora aproximarnos a la esencia del socratismo estético, cuya ley suprema dice más o menos así: «Todo tiene que ser inteligible para ser bello»; lo cual es el principio paralelo del socrático «Sólo el sapiente es virtuoso». Con este canon en la mano examinó Eurípides to-das las cosas, y de acuerdo con ese principio las rectificó: el lenguaje, los caracteres, la estructura dramatúrgica, la músi¬ca coral. Eso que nosotros solemos imputar frecuentemente a Eurípides como defecto y retroceso poético, en compara¬ción con la tragedia sofoclea, eso es casi siempre producto de aquel penetrante proceso crítico, de aquella racionalidad te-meraria. El prólogo euripideo va a servirnos de ejemplo de la productividad de ese método racionalista. Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo con que se inicia el drama de Eurípides. El hecho de que un per-sonaje individual se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que hasta entonces ha ocurrido, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un autor teatral moderno lo calificaría de petulante e imperdonable renuncia al efecto de la tensión. Se sabe, en efecto, todo lo que va a suceder; ¿quién aguardará a que suceda realmente? - dado que aquí no existe en modo alguno la excitante relación que se da entre un sue¬ño vaticinador y una realidad que se presentará luego. Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia, pensaba, no ha descansado jamás en la tensión épica, en la atractiva incertidumbre acerca de qué acontecerá ahora y luego: antes bien, en aquellas grandes escenas retóri¬co-líricas en las que la pasión y la dialéctica del protagonista crecían hasta convertirse en ancho y poderoso río. Para el pathos, no para la acción predisponía todo: y lo que no pre¬disponía para el pathos era considerado reprobable. Mas lo que con mayor fuerza dificulta esa entrega placentera a tales escenas es un eslabón que le falta al oyente, un agujero en el tejido de la historia anterior; mientras el oyente tenga que se¬guir haciendo cálculos sobre cuál es el significado de este y aquel personaje, sobre cuáles son los presupuestos de este y aquel conflicto de inclinaciones y propósitos, le resultará im¬posible sumergirse del todo en el sufrimiento y la actuación de los personajes principales, participar, perdido el aliento, en sus sufrimientos y en sus temores. La tragedia esquileo¬sofoclea empleaba los medios artísticos más ingeniosos para, en las primeras escenas, poner de una manera casual, por así decirlo, en manos del espectador todos los hilos necesarios para la comprensión: un rasgo en el que se acreditan aquellos nobles artistas que enmascaran, por así decirlo, lo formal ne¬cesario y lo hacen aparecer como casual. De todos modos, Eurípides creía observar que durante aquellas primeras esce¬nas el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, que¬riendo resolver el problema matemático de cálculo que era la historia anterior, de tal forma que para él se perdían las belle¬zas poéticas y el pathos de la exposición. Por eso Eurípides antepuso el prólogo a la exposición y lo colocó en boca de un personaje al que era lícito otorgar confianza: frecuentemente una divinidad tenía que garantizar al público, en cierto mo¬do, el decurso de la tragedia y eliminar toda duda acerca de la realidad del mito: de modo semejante a como Descartes no fue capaz de demostrar la realidad del mundo empírico más que apelando a la veracidad de Dios y a su incapacidad de mentir. Esa misma veracidad divina vuelve Eurípides a necesitarla otra vez en la conclusión de su drama, para asegu¬rarle al público el futuro de sus héroes: tal es la misión del fa¬moso deus ex machina. Entre la mirada épica al pasado y la mirada épica al futuro está el presente lírico, dramático, el «drama» propiamente dicho.
De esta manera, en cuanto poeta Eurípides es sobre todo el eco de sus conocimientos conscientes; y justo eso es lo que le otorga un puesto tan memorable en la historia del arte griego. Con frecuencia tiene que haber pensado, con respec¬to a su creatividad crítico-productiva, que él debería resucitar para el drama el comienzo del escrito de Anaxágoras, cu¬yas primeras palabras dicen: «Al comienzo todo estaba mez¬clado: entonces vino el entendimiento y creó orden». Y si con su nus Anaxágoras apareció entre los filósofos como el primer sobrio entre hombres completamente borrachos, también Eurípides concibió sin duda bajo una imagen simi¬lar su relación con los demás poetas de la tragedia. Mientras el nus, ordenador y soberano único del universo, siguió es¬tando excluido de la creación artística, todo se hallaba aún mezclado, en un caótico magma primordial; así tuvo que juzgar Eurípides, así tuvo que condenar él, como el primer «sobrio», a los poetas «borrachos». Lo que Sófocles dijo de Ésquilo, a saber, que éste hace lo correcto, pero incons¬cientemente, no estaba dicho, desde luego, en el sentido de Eurípides: el cual habría admitido únicamente esto, que És¬quilo, porque crea inconscientemente, crea lo incorrecto. De la facultad creadora del poeta, en la medida en que no es la inteligencia consciente, también el divino Platón habla casi siempre sólo con ironía, y la equipara al talento del adivino y del intérprete de sueños; pues el poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado inconsciente y ya ningún entendimiento habita en él. Eurípides se propuso mostrar al mundo, como se lo propuso también Platón, el reverso del poeta «irrazonable»; su axioma estético «todo tiene que ser consciente para ser bello» es, como he dicho, la tesis paralela a la socrática, «todo tiene que ser consciente para ser bue¬no». De acuerdo con esto, nos es lícito considerar a Eurípides como el poeta del socratismo estético. Sócrates era, pues, aquel segundo espectador que no comprendía la tragedia an¬tigua y que, por ello, no la estimaba; aliado con él, Eurípides se atrevió a ser el heraldo de una nueva forma de creación ar¬tística. Si la tragedia antigua pereció a causa de él, entonces el socratismo estético es el principio asesino; y puesto que la lucha estaba dirigida contra lo dionisíaco del arte anterior, en Sócrates reconocemos el adversario de Dioniso, el nuevo Orfeo que se levanta contra Dioniso y que, aunque destina¬do a ser hecho pedazos por las ménades del tribunal ate¬niense, obliga a huir, sin embargo, al mismo dios prepoten¬te: el cual, como hizo en otro tiempo cuando huyó de Licurgo, rey de los edones, buscó la salvación en las pro¬fundidades del mar, es decir, en las místicas olas de un culto secreto, que poco a poco invadió el mundo entero.
Trece
Que en su tendencia Sócrates se halla estrechamente re¬lacionado con Eurípides es cosa que no se le escapó a la Anti-güedad de su tiempo; y la expresión más elocuente de esa afortunada sagacidad es aquella leyenda que circulaba por Atenas, según la cual Sócrates ayudaba a Eurípides a escribir sus obras. Ambos nombres eran pronunciados a la vez por los partidarios de los «buenos tiempos viejos» cuando se trataba de enumerar a los seductores del pueblo en aque¬lla época: de su influjo procede, decían, el que el viejo, maratoniano y cuadrado (vierschrötig) vigor de cuerpo y alma sea sacrificado cada vez más a una discutible ilustra¬ción (Aufklärung), en una progresiva atrofia de las fuerzas corporales y psíquicas. En este tono, a medias de indigna¬ción y a medias de desprecio, suele hablar de aquellos hom¬bres la comedia aristofanea, para horror de los modernos, que con gusto renuncian ciertamente a Eurípides, pero que no pueden maravillarse lo suficiente de que Sócrates aparez¬ca en Aristófanes como el primero y el más alto de los sofis¬tas, como el espejo y el compendio de todas las aspiraciones sofísticas: en lo cual lo único que procura un consuelo es po¬ner en la picota al mismo Aristófanes, presentándolo como un licencioso y mentiroso Alcibíades de la poesía. Sin deter¬nerme en este lugar a defender contra tales ataques los pro¬fundos instintos de Aristófanes, paso a demostrar, basándo¬me en la sensibilidad antigua, la estrecha conexión que existe entre Sócrates y Eurípides; en este sentido hay que re¬cordar especialmente que Sócrates, como adversario del arte trágico, se abstenía de concurrir a la tragedia, y sólo se in¬corporaba a los espectadores cuando se representaba una nueva obra de Eurípides. Lo más famoso es, sin embargo, la aproximación de ambos nombres en la sentencia del orácu¬lo délfico, el cual dijo que Sócrates era el más sabio de los hombres, pero a la vez sentenció que a Eurípides le corres¬pondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.
Tercero en esa graduación quedó Sófocles, él, al que le era lícito jactarse, frente a Ésquilo, de hacer lo correcto, y de ha-cerlo por saber que es lo correcto. Resulta manifiesto que es precisamente el grado de claridad de ese saberlo que distin-gue en común a aquellos tres varones como los tres «sapien¬tes» de su tiempo.
Pero la frase más aguda a favor de aquel nuevo e inaudito aprecio del saber y de la inteligencia la pronunció Sócrates cuando encontró que él era el único en confesarse que no sa¬bía nada; mientras que, en su deambular crítico por Ate¬nas, por todas partes topaba, al hablar con los más grandes hombres de Estado, oradores, poetas y artistas, con la pre¬sunción del saber. Con estupor advertía que todas aquellas celebridades no tenían una idea correcta y segura ni siquiera de su profesión, y que la ejercían únicamente por instinto. «Únicamente por instinto»: con esta expresión tocamos el corazón y el punto central de la tendencia socrática. Con ella el socratismo condena tanto el arte vigente como la ética vi¬gente: cualquiera que sea el sitio a que dirija sus miradas in¬quisidoras, lo que ve es la falta de inteligencia y el poder de la ilusión, y de esa falta infiere que lo existente es íntimamente absurdo y repudiable. Partiendo de ese único punto Sócra¬tes creyó tener que corregir la existencia: él, sólo él, penetra con gesto de desacato y de superioridad, como precursor de una cultura, un arte y una moral de especie completamente distinta, en un mundo tal que el agarrar con respeto las pun¬tas del mismo consideraríamoslo nosotros como la máxima fortuna.
Ésta es la enorme perplejidad que con respecto a Sócrates se apodera siempre de nosotros, y que una y otra vez nos es-timula a conocer el sentido y el propósito de esa aparición, la más ambigua de la Antigüedad. ¿Quién es este que se permi-te atreverse a negar, él solo, el ser griego, ese ser que, como Homero, Píndaro y Ésquilo, como Fidias, como Pericles, como Pitia y Dioniso, como el abismo más profundo y la cumbre más elevada, está seguro de nuestra estupefacta adoración? ¿Qué fuerza demónica es esa, que se permite la osadía de derramar por el polvo esa bebida mágica? ¿Qué se-midiós es este, al que el coro de espíritus de los más nobles de la humanidad tiene que gritar: « ¡Ay! ¡Ay! Tú lo has des-truido, el mundo bello, con puño poderoso; ¡ese mundo se derrumba, se desmorona! ».
Una clave para entender el ser de Sócrates ofrécenosla aquel milagroso fenómeno llamado «demón de Sócrates». En situaciones especiales, en las que vacilaba su enorme en¬tendimiento, éste encontraba un firme sostén gracias a una voz divina que en tales momentos se dejaba oír. Cuando vie¬ne, esa voz siempre disuade. En esta naturaleza del todo anormal la sabiduría instintiva se muestra únicamente para enfrentarse acá y allá al conocer consciente, poniendo obstácu¬los. Mientras que en todos los hombres productivos el ins¬tinto es precisamente la fuerza creadora y afirmativa, y la consciencia adopta una actitud crítica y disuasiva: en Sócra¬tes el instinto se convierte en un crítico, la consciencia, en un creador - ¡una verdadera monstruosidad per defectum! Y, ciertamente, aquí advertimos un monstruoso defectus de toda disposición mística, hasta el punto de que a Sócrates habría que llamarlo el no-místico específico, en el cual, por una superfetación, la naturaleza lógica tuvo un desarrollo tan excesivo como en el místico lo tiene aquella sabiduría instintiva. Mas, por otra parte, a aquel instinto lógico que en Sócrates aparece estábale completamente vedado volverse contra sí mismo; en ese desbordamiento desenfrenado mues¬tra Sócrates una violencia natural cual sólo la encontramos, para nuestra sorpresa horrorizada, en las fuerzas instintivas más grandes de todas. Quien en los escritos platónicos haya notado aunque sólo sea un soplo de aquella divina ingenui¬dad y seguridad propias del modo de vida socrático, ése sen¬tirá también que la enorme rueda motriz del socratismo ló¬gico está en marcha, por así decirlo, detrás de Sócrates, y que hay que intuirla a través de éste como a través de una som¬bra. Pero que él mismo tenía un presentimiento de esa cir¬cunstancia, eso es algo que se expresa en la digna seriedad con que en todas partes, e incluso ante sus jueces, hizo valer su vocación divina. Refutar a Sócrates en eso era, en el fon¬do, tan imposible como dar por bueno su influjo disolvente de los instintos. En este conflicto insoluble, cuando Sócrates fue conducido ante el foro del Estado griego, sólo una forma de condena era aplicable, el destierro; tendría que haber sido lícito expulsarlo al otro lado de las fronteras, como a algo completamente enigmático, inclasificable, inexplicable, sin que ninguna posteridad hubiera tenido derecho a incrimi¬nar a los atenienses de un acto ignominioso. Pero el que se le sentenciase a muerte, y no a destierro únicamente, eso pare¬ce haberlo impuesto el mismo Sócrates, con completa clari¬dad y sin el horror natural a la muerte: se dirigió a ésta con la misma calma con que, según la descripción de Platón, es el último de los bebedores en abandonar el simposio al amane¬cer, para comenzar un nuevo día; mientras a sus espaldas quedan, sobre los bancos y por el suelo, los adormecidos co¬mensales, para soñar con Sócrates, el verdadero erótico. El Sócrates moribundo se convirtió en el nuevo ideal, jamás visto antes en parte alguna, de la noble juventud griega: ante esa imagen se postró, con todo el ardiente fervor de su alma de entusiasta, sobre todo Platón, el joven heleno típico.
Catorce
Imaginémonos ahora fijo en la tragedia el grande y único ojo ciclópeo de Sócrates, aquel ojo en que jamás brilló la be-nigna demencia del entusiasmo artístico - imaginémonos cómo a aquel ojo le estaba vedado mirar con complacencia los abismos dionisíacos - ¿qué tuvo que descubrir él propia¬mente en el «sublime y alabadísimó» arte trágico, como lo denomina Platón?. Algo completamente irracional, con causas que parecían no tener efectos, y con efectos que pare¬cían no tener causas; además, todo ello tan abigarrado y he¬terogéneo, que a una mente sensata tiene que repugnarle, y que para las almas excitables y sensibles representa una me¬cha peligrosa. Nosotros sabemos cuál fue el único género del arte poético que fue comprendido por él, la fábula esópi¬ca: y sin duda esto lo hizo con aquella sonriente contem¬porización con que el bueno y honesto Gellert canta el elo¬gio de la poesía, en la fábula de la abeja y la gallina:
Tú ves en mí para lo que ella sirve,
a quien no posee mucho entendimiento
sírvele para decir la verdad con una imagen.
Pero a Sócrates le parecía que el arte trágico ni siquiera «dice la verdad»: prescindiendo de que se dirige «a quien no posee mucho entendimiento», por tanto, no al filósofo: do¬ble razón para mantenerse alejado de él. Al igual que Platón, Sócrates lo contaba entre las artes lisonjeras, que sólo repre¬sentan lo agradable, no lo útil, y por eso exigía de sus discí-pulos que se abstuvieran y que se apartaran rigurosamente de tales atractivos no filosóficos; con tal éxito, que Platón, el joven poeta trágico, lo primero que hizo para poder conver¬tirse en alumno de Sócrates fue quemar sus poemas. Allí donde, sin embargo, unas disposiciones invencibles comba¬tían contra las máximas socráticas, la fuerza de éstas, junto con el brío de aquel enorme carácter, siguió siendo lo bas¬tante grande para empujar a la poesía misma a unas posicio¬nes nuevas y hasta entonces desconocidas.
Un ejemplo de esto es el recién nombrado Platón; él, que en la condena de la tragedia y del arte en general no quedó ciertamente a la zaga del ingenuo cinismo de su maestro, tuvo que crear, sin embargo, por pura necesidad artística, una forma de arte cuya afinidad precisamente con las for¬mas de arte vigentes y rechazadas por él es íntima. El repro¬che capital que Platón había de hacer al arte anterior - el de ser imitación de una imagen aparente, es decir, el pertenecer a una esfera inferior incluso al mundo empírico -, contra lo que menos se tenía derecho a dirigirlo era contra la nueva obra de arte; y así vemos a Platón esforzándose en ir más allá de la realidad y en exponer la idea que está a la base de esa pseudorrealidad. Mas con esto el Platón pensador había lle¬gado, a través de un rodeo, justo al lugar en que, como poeta, había tenido siempre su hogar y desde el cual Sófocles y todo el arte antiguo protestaban solemnemente contra aquel re¬proche. Si la tragedia había absorbido en sí todos los géne¬ros artísticos precedentes, lo mismo cabe decir a su vez, en un sentido excéntrico, del diálogo platónico, que, nacido de una mezcla de todos los estilos y formas existentes, oscila entre la narración, la lírica y el drama, entre la prosa y la poe¬sía, habiendo infringido también con ello la rigurosa ley an¬terior de que la forma lingüística fuese unitaria; por este ca¬mino fueron aún más lejos los escritores cínicos, que con un amasijo muy grande de estilos, con su fluctuar entre las for¬mas prosaicas y las métricas alcanzaron también la imagen literaria del «Sócrates furioso», al que solían representar en la vida. El diálogo platónico fue, por así decirlo, la barca en que se salvó la vieja poesía náufraga, junto con todos sus hijos: apiñados en un espacio angosto, y medrosamente sujetos al único timonel Sócrates, penetraron ahora en un mundo nuevo, que no se cansó de contemplar la fantasmagórica imagen de aquel cortejo. Realmente Platón proporcionó a toda la posteridad el prototipo de una nueva forma de arte, el prototipo de la novela: de la cual se ha de decir que es la fá¬bula esópica amplificada hasta el infinito, en la que la poesía mantiene con la filosofía dialéctica una relación jerárquica similar a la que durante muchos siglos mantuvo la misma fi¬losofía con la teología: a saber, la de ancilla [esclava]. Ésa fue la nueva posición de la poesía, a la que Platón la empujó, bajo la presión del demónico Sócrates.
Aquí el pensamiento filosófico, al crecer, se sobrepone al arte y obliga a éste a aferrarse estrechamente al tronco de la dialéctica. En el esquematismo lógico la tendencia apolínea se ha transformado en crisálida: de igual manera que en Eu-rípides hubimos de percibir algo análogo y, además, una trasposición de lo dionisiaco al efecto naturalista. Sócrates, el héroe dialéctico del drama platónico, nos trae al recuerdo la naturaleza afín del héroe euripideo, el cual tiene que de¬fender sus acciones con argumentos y contraargumentos, corriendo así peligro frecuentemente de no obtener nuestra compasión trágica: pues quién no vería el elemento optimis¬ta que hay en la esencia de la dialéctica, elemento que cele¬bra su fiesta jubilosa en cada deducción y que no puede res¬pirar más que en la claridad y la consciencia frías: elemento optimista que, una vez infiltrado en la tragedia, tiene que re¬cubrir poco a poco las regiones dionisíacas de ésta y empu¬jarlas necesariamente a la autoaniquilación - hasta el salto mortal al espectáculo burgués. Basta con recordar las conse¬cuencias de las tesis socráticas: «la virtud es el saber; se peca sólo por ignorancia; el virtuoso es el feliz»; en estas tres for¬mas básicas del optimismo está la muerte de la tragedia. Pues ahora el héroe virtuoso tiene que ser un dialéctico, ahora tiene que existir un lazo necesario y visible entre la virtud y el saber, entre la fe y la moral, ahora la solución tras¬cendental de la justicia de Ésquilo queda degradada al prin¬cipio banal e insolente de la «justicia poética», con su ha¬bitual deus ex machina.
¿Cómo aparece ahora, frente a este nuevo mundo escéni¬co socrático-optimista, el coro y, en general, todo el sustrato dionisíaco-musical de la tragedia? Como algo casual, como una reminiscencia, de la que sin duda cabe prescindir, del origen de la tragedia, mientras que nosotros hemos visto, por el contrario, que al coro sólo se lo puede entender como causa de la tragedia y de lo trágico en general. Ya en Sófocles aparece esa perplejidad con respecto al coro - señal im-portante de que ya en él comienza a resquebrajarse el suelo dionisíaco de la tragedia. Él no se atreve ya a confiar al coro la parte principal del efecto, sino que restringe su ámbito de tal manera, que ahora el coro casi aparece coordinado con los actores, como si, habiéndolo subido desde la orquesta, se lo hubiera introducido en el escenario: con lo cual, claro está, su esencia queda destruida del todo, aunque Aristóte¬les apruebe precisamente esa concepción del coro. Aquel desplazamiento de posición del coro, que Sófocles recomen¬dó en todo caso con su praxis, e incluso, según la tradición, con un escrito, es el primer paso hacia la aniquilación del mismo, cuyas fases se suceden con espantosa rapidez en Eu¬rípides, Agatón y la comedia nueva. Con el látigo de sus silo¬gismos la dialéctica optimista arroja de la tragedia a la mú¬sica: es decir, destruye la esencia de la tragedia, esencia que únicamente se puede interpretar como una manifestación e ilustración de estados dionisíacos, como simbolización vi¬sual de la música, como el mundo onírico de una embria¬guez dionisíaca.
Si hemos de suponer, pues, que incluso antes de Sócrates actuó ya una tendencia antidionisíaca, que sólo en él ad¬quiere una expresión inauditamente grandiosa: entonces no tenemos que arredrarnos de preguntar hacia dónde apunta una aparición como la de Sócrates: que, si tenemos en cuen¬ta los diálogos platónicos, no podemos concebir como un poder únicamente disolvente y negativo. Y aun cuando es muy cierto que el efecto más inmediato del instinto socráti¬co perseguía una descomposición de la tragedia dionisíaca, sin embargo una profunda experiencia vital de Sócrates nos fuerza a preguntar si entre el socratismo y el arte existe nece¬sariamente tan sólo una relación antipódica, y si el naci¬miento de un «Sócrates artístico» es en absoluto algo contra¬dictorio en sí mismo.
Aquel lógico despótico tenía a veces, en efecto, frente al arte, el sentimiento de una laguna, de un vacío, de un semi-rreproche, de un deber acaso desatendido. Con mucha fre¬cuencia se le presentaba en sueños, como él cuenta en la cár¬cel a sus amigos, una y la misma aparición, que siempre le decía igual cosa: «¡Sócrates, cultiva la música!». Hasta sus últimos días Sócrates se tranquiliza con la opinión de que su filosofar es el arte supremo de las musas, y no cree que una divinidad le invite a cultivar aquella «música vulgar, popu¬lar». Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su conciencia moral, decídese a cultivar también aquella músi¬ca tan poco apreciada por él. Y con esos sentimientos com¬pone un proemio en honor de Apolo y pone en verso algu¬nas fábulas de Esopo. Lo que le empujó a realizar esos ejercicios fue algo semejante a aquella demónica voz admo¬nitoria, fue su intuición apolínea de no comprender, lo mis¬mo que si fuera un rey bárbaro, una noble estatua de un dios, y de correr peligro de pecar contra su divinidad - por su incomprensión. Aquella frase dicha por la aparición oní¬rica socrática es el único signo de una perplejidad acerca de los límites de la naturaleza lógica: ¿acaso ocurre - así tenía él que preguntarse - que lo incomprensible para mí no es ya también lo ininteligible sin más? ¿Acaso hay un reino de sabi¬duría del cual está desterrado el lógico? ¿Acaso el arte es in¬cluso un correlato y un suplemento necesarios de la ciencia?
Quince
En el sentido de esta última pregunta llena de presenti¬mientos resulta necesario declarar que hasta este momento, e incluso por todo el futuro, el influjo de Sócrates se ha ex¬tendido sobre la posteridad como una sombra que se hace cada vez mayor en el sol del atardecer, así como que ese mis¬mo influjo obliga una y otra vez a recrear el arte - y, desde luego, el arte en un sentido metafísico, más amplio y más profundo - y, dada su propia infinitud, garantiza también la infinitud de éste.
Pero antes de que esto pudiera ser reconocido, antes de que fuese mostrada de manera convincente la intimísima dependencia que todo arte tiene con respecto a los griegos, los griegos desde Homero hasta Sócrates, a nosotros tuvo que irnos con esos griegos lo mismo que a los atenienses les fue con Sócrates. Casi cada tiempo y cada grado de cultura han intentado alguna vez, con profundo malhumor, liberar¬se de los griegos, porque, en presencia de éstos, todo lo reali¬zado por ellos, en apariencia completamente original y sin¬ceramente admirado, parecía perder de súbito color y vida y reducirse, arrugado, a una copia mal hecha, más aún, a una caricatura. Y de esta manera estalla siempre de nuevo una rabia íntima contra aquel presuntuoso pueblecillo que se atrevió a calificar para siempre de «bárbaro» a todo lo no na¬tivo de su patria: ¿quiénes son esos, nos preguntamos, que, aunque sólo pueden mostrar un esplendor histórico efíme¬ro, unas instituciones ridículamente limitadas y estrechas, un dudoso vigor en su moralidad, y que incluso están seña¬lados con feos vicios, pretenden tener entre los pueblos la dignidad y la posición especial que al genio le corresponde entre la masa? Por desgracia, nadie ha tenido hasta ahora la suerte de encontrar la copa de cicuta con que semejante ser pudiera quedar sencillamente eliminado: pues todo el vene¬no producido por la envidia, la calumnia y la rabia no ha bastado para aniquilar aquella magnificencia contenta de sí misma. Y de esta manera sentimos vergüenza y miedo ante los griegos; a no ser que uno estime la verdad por encima de todo y se atreva a confesarse también esta verdad, que los griegos tienen en sus manos, como aurigas, tanto nuestra cultura como cualquier otra, pero que, casi siempre, carro y caballos están hechos de un material demasiado mediocre y son inadecuados a la aureola de sus conductores, los cua¬les consideran luego una broma el arrojar semejante tiro al abismo: que ellos mismos salvan con el salto de Aquiles.
Para mostrar que también a Sócrates le corresponde la dignidad de semejante posición de guía bastará con ver en él el tipo de una forma de existencia nunca oída antes de él, el tipo del hombre teórico, cuyo significado y cuya meta trataremos de entender a continuación. También el hombre teórico encuentra una satisfacción infinita en lo existente, igual que el artista, y, como éste, se halla defendido por esa satisfacción contra la ética práctica del pesimismo y contra sus ojos de Linceo, que brillan sólo en la oscuridad. Si, en efecto, a cada desvelamiento de la verdad el artista, con mi¬radas extáticas, permanece siempre suspenso únicamente de aquello que también ahora, tras el desvelamiento, conti¬núa siendo velo, el hombre teórico, en cambio, goza y se sa¬tisface con el velo arrojado y tiene su más alta meta de placer en el proceso de un desvelamiento cada vez más afortunado, logrado por la propia fuerza. No habría ciencia alguna si ésta tuviera que ver sólo con esa única diosa desnuda, y con nada más. Pues entonces sus discípulos tendrían que sentirse como individuos que quisieran excavar un agujero precisamente a través de la tierra: cada uno de los cuales se da cuenta de que, con un esfuerzo máximo, de toda la vida, sólo sería capaz de excavar un pequeñísimo trozo de la enorme profundidad, trozo que ante sus mismos ojos es cubierto de nuevo por el trabajo del siguiente, de tal manera que un tercero parece hacer bien eligiendo por propia cuenta un nuevo lugar para sus intentos de perforación. Si ahora alguien demuestra convincentemente que por ese camino directo no se puede alcanzar la meta de los antípodas, ¿quién querrá seguir tra¬bajando en los viejos pozos, a no ser que entre tanto se contente con encontrar piedras preciosas o con descubrir le¬yes de la naturaleza? Por ello Lessing, el más honesto de los hombres teóricos, se atrevió a declarar que a él le importa más la búsqueda de la verdad que esta misma: con lo que ha quedado al descubierto el secreto fundamental de la ver¬dad, para estupor, más aún, para fastidio de los científicos. Ciertamente, junto a este conocimiento aislado está, como un exceso de honestidad, si no de altanería, una profunda representación ilusoria, que por vez primera vino al mundo en la persona de Sócrates, - aquella inconcusa creencia de que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega hasta los abismos más profundos del ser, y que el pensar es capaz no sólo de conocer, sino incluso de corregir el ser. Esta subli¬me ilusión metafísica le ha sido añadida como instinto a la ciencia, y una y otra vez la conduce hacia aquellos límites en los que tiene que transmutarse en arte: en el cual es en el que tiene puesta propiamente la mirada este mecanismo.
Ahora, iluminados por la antorcha de este pensamiento, miremos hacia Sócrates: éste se nos aparece como el prime¬ro que, de la mano de ese instinto de la ciencia, supo no sólo vivir, sino - lo que es mucho más - morir; y por ello la ima¬gen del Sócrates moribundo, como hombre a quien el saber y los argumentos han liberado del miedo a la muerte, es el es¬cudo de armas que, colocado sobre la puerta de entrada a la ciencia, recuérdale a todo el mundo el destino de ésta, a sa¬ber, el de hacer aparecer inteligible, y por tanto justificada, la existencia: a lo cual, desde luego, si los argumentos no lle¬gan, tiene que servir en definitiva también el mito, del que acabo de decir que es la consecuencia necesaria, más aún, el propósito de la ciencia.
Quien tenga una idea clara de cómo después de Sócrates, mistagogo de la ciencia, una escuela de filósofos sucede a la otra cual una ola a otra ola, cómo una universalidad jamás presentida del ansia de saber, en los más remotos dominios del mundo culto, y concebida cual auténtica tarea para todo hombre de capacidad superior, ha conducido a la ciencia a alta mar, de donde jamás ha podido volver a ser arrojada completamente desde entonces, cómo gracias a esa univer¬salidad se ha extendido por primera vez una red común de pensamiento sobre todo el globo terráqueo, e incluso se tie¬nen perspectivas de extenderla sobre las leyes de un siste¬ma solar entero: quien tenga presente todo eso, junto con la pirámide asombrosamente alta del saber en nuestro tiempo, no podrá dejar de ver en Sócrates un punto de inflexión y un vértice de la denominada historia universal. Pues si toda la incalculable suma de fuerza gastada en favor de aquella ten¬dencia mundial la imaginásemos aplicada no al servicio del conocer, sino a las metas prácticas, es decir, egoístas de los individuos y de los pueblos, entonces es probable que en las luchas generales de aniquilamiento y en las continuas mi¬graciones de pueblos se hubiera debilitado de tal modo el placer instintivo de vivir, que, dado el hábito del suicidio, el individuo tendría acaso que sentir el último resto de senti¬miento del deber cuando, como hacen los habitantes de las islas Fidji, estrangulase como hijo a sus padres, y como ami¬go a su amigo: un pesimismo práctico que podría producir incluso una horripilante ética del genocidio por compasión - un pesimismo que, por lo demás, está y ha estado presente en todas las partes del mundo donde no ha aparecido el arte en alguna forma, especialmente en forma de religión y de cien¬cia, para actuar como remedio y como defensa frente a ese soplo pestilente.
Frente a este pesimismo práctico, Sócrates es el prototipo del optimismo teórico, que, con la señalada creencia en la posibilidad de escrutar la naturaleza de las cosas, concede al saber y al conocimiento la fuerza de una medicina universal, y ve en el error el mal en sí. Penetrar en esas razones de las cosas y establecer una separación entre el conocimiento ver-dadero y la apariencia y el error, eso parecióle al hombre so¬crático la ocupación más noble de todas, incluso la única verdaderamente humana: de igual manera que aquel meca¬nismo de los conceptos, juicios y raciocinios fue estimado por Sócrates como actividad suprema y como admirabilísi¬mo don de la naturaleza, superior a todas las demás capaci¬dades. Incluso los actos morales más sublimes, las emocio¬nes de la compasión, del sacrificio, del heroísmo, y aquel sosiego del alma, difícil de alcanzar, que el griego apolíneo llamaba sophrosyne, fueron derivados, por Sócrates y por sus seguidores simpatizantes hasta el presente, de la dialéc¬tica del saber y, por tanto, calificados de aprendibles. Quien ha experimentado en sí mismo el placer de un conocimiento socrático y nota cómo éste intenta abrazar, en círculos cada vez más amplios, el mundo entero de las apariencias, no sen¬tirá a partir de ese momento ningún aguijón que pudiera empujarlo a la existencia con mayor vehemencia que el de¬seo de completar esa conquista y de tejer la red con tal firmeza que resulte impenetrable. A quien tenga esos sentimientos, el Sócrates platónico se le aparece entonces como maestro de una forma completamente nueva de «jovialidad griega» y de dicha de existir, forma que intenta descargarse en acciones y que encontrará esas descargas casi siempre en influencias mayéuticas y educativas sobre jóvenes nobles, con la finali¬dad de producir finalmente el genio.
Pero ahora la ciencia, aguijoneada por su vigorosa ilu¬sión, corre presurosa e indetenible hasta aquellos límites contra los cuales se estrella su optimismo, escondido en la esencia de la lógica. Pues la periferia del círculo de la ciencia tiene infinitos puntos, y mientras aún no es posible prever en modo alguno cómo se podría alguna vez medir comple¬tamente el círculo, el hombre noble y dotado tropieza de ma¬nera inevitable, ya antes de llegar a la mitad de su existencia, con tales puntos límites de la periferia, donde su mirada queda fija en lo imposible de esclarecer. Cuando aquí ve, para su espanto, que, llegada a estos límites, la lógica se en¬rosca sobre sí misma y acaba por morderse la cola - enton¬ces irrumpe la nueva forma de conocimiento, el conocimien¬to trágico, que, aun sólo para ser soportado, necesita del arte como protección y remedio.
Si ahora, con ojos fortalecidos y confortados en los grie¬gos, miramos las esferas más altas de ese mundo que nos baña, veremos transmutarse en resignación trágica y en ne¬cesidad de arte la avidez de conocimiento insaciable y opti¬mista que apareció de manera prototípica en Sócrates: mientras que, en sus niveles inferiores, esa misma avidez tie¬ne que manifestarse hostil al arte y tiene que aborrecer ínti¬mamente sobre todo el arte trágico-dionisíaco, como lo ex¬pusimos con el ejemplo de la lucha del socratismo contra la tragedia esquilea.
Con ánimo conmovido llamamos aquí a las puertas del presente y del futuro: ¿conducirá aquella «transmutación» a configuraciones siempre nuevas del genio, y precisamente del Sócrates cultivador de la música? La red del arte extendi¬da sobre la existencia, ¿será tejida de un modo cada vez más firme y delicado, ya bajo el nombre de religión, ya bajo el de ciencia, o estará destinada a desgarrarse en jirones, bajo la agitación y el torbellino incansables y bárbaros que a sí mis¬mos se dan ahora el nombre de «el presente»? - Preocupa¬dos, mas no desconsolados, permanecemos un momento al margen, como hombres contemplativos a quienes les está permitido ser testigos de esas luchas y transiciones enormes. ¡Ay! ¡La magia de esas luchas consiste en que quien las mira tiene también que intervenir en ellas!
Dieciséis
Con el ejemplo histórico expuesto hemos intentado aclarar de qué modo la tragedia, así como únicamente puede nacer del espíritu de la música, así también perece por la de¬saparición de ese espíritu. Para mitigar lo insólito de esta aseveración y mostrar, por otro lado, el origen de este cono¬cimiento nuestro tenemos ahora que enfrentarnos con mi¬rada libre a los fenómenos análogos del presente, tenemos que adentrarnos en esas luchas que, como acabo de decir, son libradas, en las más altas esferas de nuestro mundo de ahora, entre el conocimiento insaciable y optimista y la ne¬cesidad trágica del arte. Voy a prescindir aquí de todos los otros instintos adversos que trabajan en todo tiempo contra el arte, y precisamente contra la tragedia, y que también en el presente se expanden tan seguros de su victoria que, de las artes teatrales, por ejemplo, sólo la farsa y el ballet dan sus flores, acaso no bienolientes para todos, con una prolifera¬ción en cierto modo exuberante. Voy a hablar sólo de la opo¬sición más ilustre a la consideración trágica del mundo, y con ello me refiero a la ciencia, que en su esencia más honda es optimista, con su progenitor Sócrates a la cabeza. Pronto mencionaremos también por su nombre las potencias que me parecen garantizar un renacimiento de la tragedia - ¡y al¬gunas otras bienaventuradas esperanzas para el ser alemán! Antes de lanzarnos en medio de esas luchas, recubrámo¬nos con la armadura de los conocimientos que hemos con¬quistado hasta ahora. Al contrario de todos aquellos que se afanan por derivar las artes de un principio único, conside¬rado como fuente vital necesaria de toda obra de arte, yo fijo mi mirada en aquellas dos divinidades artísticas de los grie¬gos, Apolo y Dioniso, y reconozco en ellas los representantes vivientes e intuitivos de dos mundos artísticos dispares en su esencia más honda y en sus metas más altas. Apolo está ante mí como el transfigurador genio del principium individua¬tionis [principio de individuación], único mediante el cual puede alcanzarse de verdad la redención en la apariencia: mientras que, al místico grito jubiloso de Dioniso, queda roto el sortilegio de la individuación y abierto el camino ha¬cia las Madres del ser, hacia el núcleo más íntimo de las cosas. Esta antítesis enorme que se abre como un abismo en¬tre el arte plástico, en cuanto arte apolíneo, y la música, en cuanto arte dionisíaco, se le ha vuelto tan manifiesta a uno solo de los grandes pensadores, que aun careciendo de esta guía del simbolismo de los dioses helénicos, reconoció a la música un carácter y un origen diferentes con respecto a to¬das las demás artes, porque ella no es, como éstas, reflejo de la apariencia, sino de manera inmediata reflejo de la volun¬tad misma, y por tanto representa, con respecto a todo lo físi¬co del mundo, lo metafísico, y con respecto a toda apariencia, la cosa en sí (Schopenhauer, El mundo como voluntad y re¬presentación, I, p. 310). Sobre este conocimiento, que es el más importante de toda la estética, y sólo con el cual co¬mienza ésta, tomada en un sentido realmente serio, ha im¬preso Richard Wagner su sello, para corroborar su eterna verdad, cuando en su Beethoven establece que la música ha de ser juzgada según unos principios estéticos completa¬mente distintos que todas las artes figurativas, y, desde lue¬go, no según la categoría de la belleza: aunque una estética errada, de la mano de un arte extraviado y degenerado, se haya habituado a exigir de la música, partiendo de aquel concepto de belleza vigente en el mundo figurativo, un efec¬to similar al exigido a las obras del arte figurativo, a saber, la «excitación del agrado por las formas bellas». Tras el conoci¬miento de aquella antítesis enorme yo sentí una fuerte nece¬sidad de acercarme a la esencia de la tragedia griega, y con ello a la revelación más honda del genio helénico: pues sólo entonces creí ser dueño de la magia necesaria para, más allá de la fraseología de nuestra estética usual, poder plantearme de manera palpable el problema primordial de la tragedia: con lo cual se me deparó echar una mirada tan extrañamente pe¬culiar a lo helénico, que tuvo que parecerme que nuestra ciencia de la Grecia clásica, la cual adopta un aire tan orgu¬lloso, en lo principal sólo había sabido apacentarse hasta ahora con juegos de sombras y con exterioridades.
Acaso podríamos abordar ese problema primordial con esta pregunta: ¿qué efecto estético surge cuando aquellos dos poderes artísticos, de suyo separados, de lo apolíneo y de lo dionisíaco, entran juntos en actividad? O en una forma más breve: ¿qué relación mantiene la música con la imagen y con el concepto? - Schopenhauer, al que Richard Wagner alaba, precisamente con respecto a este punto, por su insu¬perable claridad y transparencia de exposición, se expresa sobre esto de manera muy detallada en el pasaje siguiente, que voy a reproducir aquí en toda su longitud. El mundo como voluntad y representación, I, p. 309: «A consecuencia de todo esto podemos considerar que el mundo aparencial, o naturaleza, y la música son dos expresiones distintas de la misma cosa, la cual es por ello la única mediación de la ana¬logía de ambas, y cuyo conocimiento es exigido para enten¬der esa analogía. Cuando es considerada como expresión del mundo, la música es, según esto, un lenguaje sumamente universal, que incluso mantiene con la universalidad de los conceptos una relación parecida a la que éstos mantienen con las cosas individuales. Pero su universalidad no es en modo alguno aquella vacía universalidad de la abstracción, sino que es de una especie completamente distinta, y va unida con una determinación completa y clara. En esto se asemeja a las figuras geométricas y a los números, los cuales, en cuanto formas universales de todos los objetos posibles de la experiencia, y aplicables a priori a todos, no son, sin embar¬go, abstractos, sino intuitivos y completamente determina¬dos. Todas las posibles aspiraciones, excitaciones y manifes¬taciones de la voluntad, todos aquellos procesos que se dan en el interior del ser humano y que la razón subsume bajo el amplio concepto negativo de sentimiento, pueden ser expre¬sados mediante las infinitas melodías posibles, pero siempre en la universalidad de la mera forma, sin la materia, siempre únicamente según el en-sí, no según la apariencia, como el alma más íntima de ésta, sin cuerpo. Partiendo de esta rela¬ción íntima que la música tiene con la esencia verdadera de todas las cosas es como puede explicarse también el que, cuando para cualquier escena, acción, suceso, ambiente re¬suena una música adecuada, ésta parezca abrirnos el senti¬do más secreto de aquéllos y se presente como su comenta¬rio más justo y claro: asimismo, el que, a quien se entrega completamente a la impresión de una sinfonía, le parezca es¬tar viendo desfilar a su lado todos los posibles sucesos de la vida y del mundo: sin embargo, cuando reflexiona, no puede aducir ninguna semejanza entre aquel juego sonoro y las co¬sas que le han pasado por la mente. Pues, como hemos di¬cho, la música se diferencia de todas las demás artes en que ella no es reflejo de la apariencia, o, más exactamente, de la objetualidad (Objektität) adecuada de la voluntad, sino, de manera inmediata, reflejo de la voluntad misma, y por tanto representa, con respecto a todo lo físico del mundo, lo meta¬físico, y con respecto a toda apariencia, la cosa en sí. Se po¬dría, según esto, llamar al mundo tanto música corporaliza¬da como voluntad corporalizada: partiendo de esto resulta explicable, por tanto, por qué la música hace destacar en se¬guida con una significatividad más alta toda pintura, más aún, toda escena de la vida real y del mundo; tanto más, cla-ro está, cuanto más análoga sea su melodía al espíritu inter¬no de la apariencia dada. En esto se basa el que a la música se le pueda poner debajo una poesía como canto, o una repre¬sentación intuitiva como pantomima, o ambas cosas como ópera. Tales imágenes individuales de la vida humana, pues¬tas debajo del lenguaje universal de la música, no se unen o corresponden nunca a ella con una necesidad completa; sino que mantienen con ella tan sólo una relación de ejemplo for-tuito para un concepto universal: representan en la determi¬nación de la realidad aquello que la música expresa en la universalidad de la mera forma. Pues, lo mismo que los con¬ceptos universales, las melodías son en cierto modo una abs-tracción de la realidad. En efecto, ésta, es decir, el mundo de las cosas individuales, es el que suministra lo intuitivo, lo particular e individual, el caso singular, tanto a la universali¬dad de los conceptos cuanto a la universalidad de las melo¬días, si bien estas dos universalidades se contraponen entre sí en cierto aspecto; en cuanto que los conceptos contienen tan sólo las formas primeramente abstraídas de la intuición, la corteza externa, por así decirlo, quitada de las cosas, y por tanto son, con toda propiedad, abstracciones; y la música, por el contrario, expresa el núcleo más íntimo, previo a toda configuración, o sea, el corazón de las cosas. Se podría ex¬presar muy bien esta relación con el lenguaje de los escolás¬ticos, diciendo: los conceptos son los universalia post rem [universales posteriores a la cosa], la música expresa, en cambio, los universalia ante rem [universales anteriores a la cosa], y la realidad, los universalia in re [universales en la cosa]. - Pero el que sea posible en general una relación en¬tre una composición musical y una representación intuitiva se basa, como hemos dicho, en que ambas son expresiones, sólo que completamente distintas, de la misma esencia in¬terna del mundo. Así, pues, cuando en el caso singular se da realmente tal relación, es decir, cuando el compositor musi¬cal ha sabido expresar en el lenguaje universal de la música los movimientos de la voluntad que construyen el núcleo de un acontecimiento: entonces la melodía de la canción, la melo¬día de la ópera están llenas de expresión. Sin embargo, la analogía descubierta por el compositor entre aquellas dos cosas tiene que haber surgido del conocimiento inmediato de la esencia del mundo, sin que su razón tenga consciencia de ello, y no es lícito que sea, con intencionalidad consciente, una imitación mediada por conceptos: en caso contrario, la mú¬sica no expresa la esencia interna, la voluntad misma, sino que únicamente remeda, de manera insuficiente, su apa¬riencia; como hace toda música propiamente imitativa». -
Por tanto, siguiendo la doctrina de Schopenhauer noso¬tros concebimos la música como el lenguaje inmediato de la voluntad y sentimos incitada nuestra fantasía a dar forma a aquel mundo de espíritus que nos habla, mundo invisible y, sin embargo, tan vivamente agitado, y a corporeizárnoslo en un ejemplo análogo. Por otro lado, bajo el influjo de una música verdaderamente adecuada la imagen y el concepto alcanzan una significatividad más alta. Dos clases de efectos son, pues, los que la música dionisíaca suele ejercer sobre la facultad artística apolínea: la música incita a intuir simbólicamente la universalidad dionisíaca, y la música hace apare¬cer además la imagen simbólica en una significatividad suprema. De estos hechos, en sí comprensibles y no inasequi¬bles a una observación un poco profunda, infiero yo la apti¬tud de la música para hacer nacer el mito, es decir, el ejemplo significativo, y precisamente el mito trágico: el mito que ha¬bla en símbolos acerca del conocimiento dionisíaco. A base del fenómeno del lírico he expuesto cómo en éste la música se esfuerza por dar a conocer en imágenes apolíneas su esen¬cia propia: si ahora imaginamos que, en su intensificación suprema, la música tiene que intentar llegar también a una simbolización suprema, entonces tenemos que considerar posible que ella sepa encontrar también la expresión simbó¬lica de su auténtica sabiduría dionisíaca; ¿y en qué otro lugar habremos de buscar esa expresión si no en la tragedia y, en general, en el concepto de lo trágico?
Lo trágico no es posible derivarlo honestamente en modo alguno de la esencia del arte, tal como se concibe común¬mente éste, según la categoría única de la apariencia y de la belleza; sólo partiendo del espíritu de la música comprende¬mos la alegría por la aniquilación del individuo. Pues es en los ejemplos individuales de tal aniquilación donde se nos hace comprensible el fenómeno del arte dionisíaco, el cual expresa la voluntad en su omnipotencia, por así decirlo, de¬trás del principium individuationis [principio de individua¬ción], la vida eterna más allá de toda apariencia y a pesar de toda aniquilación. La alegría metafísica por lo trágico es una trasposición de la sabiduría dionisíaca instintivamente in¬consciente al lenguaje de la imagen: el héroe, apariencia su¬prema de la voluntad, es negado, para placer nuestro, por¬que es sólo apariencia, y la vida eterna de la voluntad no es afectada por su aniquilación. «Nosotros creemos en la vida eterna», así exclama la tragedia; mientras que la música es la idea inmediata de esa vida. Una meta completamente distin¬ta tiene el arte del escultor: el sufrimiento del individuo lo supera Apolo aquí mediante la glorificación luminosa de la eternidad de la apariencia, la belleza triunfa aquí sobre el su¬frimiento inherente a la vida, el dolor queda en cierto sentido borrado de los rasgos de la naturaleza gracias a una menti¬ra. En el arte dionisíaco y en su simbolismo trágico la natu¬raleza misma nos interpela con su voz verdadera, no cam¬biada: «¡Sed como yo! ¡Sed, bajo el cambio incesante de las apariencias, la madre primordial que eternamente crea, que eternamente compele a existir, que eternamente se apacigua con este cambio de las apariencias!».
Diecisiete
También el arte dionisíaco quiere convencernos del eterno placer de la existencia: sólo que ese placer no debe¬mos buscarlo en las apariencias, sino detrás de ellas. Debe¬mos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a pene¬trar con la mirada en los horrores de la existencia individual - y, sin embargo, no debemos quedar helados de espanto: un consuelo metafísico nos arranca momentáneamente del en¬granaje de las figuras mudables. Nosotros mismos somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y senti¬mos su indómita ansia y su indómito placer de existir; la lu¬cha, el tormento, la aniquilación de las apariencias parécennos ahora necesarios, dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el mismo instante en que, por así decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisíaco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del mie¬do y de la compasión, somos los hombres que viven felices, no como individuos, sino como lo único viviente, con cuyo placer procreador estamos fundidos.
La historia de la génesis de la tragedia griega nos dice ahora, con luminosa nitidez, que la obra de arte trágico de los griegos nació realmente del espíritu de la música: me¬diante ese pensamiento creemos haber hecho justicia por vez primera al sentido originario y tan asombroso del coro. Pero al mismo tiempo tenemos que admitir que el significa¬do antes expuesto del mito trágico nunca llegó a serles trans¬parente, con claridad conceptual, a los poetas griegos, y me¬nos aún a los filósofos griegos; sus héroes hablan, en cierto modo, más superficialmente de como actúan; el mito no en¬cuentra de ninguna manera en la palabra hablada su objeti¬vación adecuada. Tanto la articulación de las escenas como las imágenes intuitivas revelan una sabiduría más profunda que la que el poeta mismo puede encerrar en palabras y con¬ceptos: esto mismo se observa también en Shakespeare, cuyo Hamlet, por ejemplo, en un sentido semejante, habla más superficialmente de como actúa, de tal modo que no es de las palabras, sino de una visión y apreciación profundizada del conjunto, de donde se ha de inferir aquella doctrina de Hamlet antes citada. En lo que se refiere a la tragedia griega, la cual se nos presenta, ciertamente, sólo como drama ha¬blado, yo he sugerido incluso que esa incongruencia entre mito y palabra podría inducirnos con facilidad á tenerla por más superficial e insignificante de lo que es, y en consecuen¬cia a presuponer también que ella producía un efecto más superficial que el que, según los testimonios de los antiguos, tuvo que producir: pues ¡qué fácilmente se olvida que lo que el poeta de las palabras no había conseguido, es decir, alcanzar la idealidad y espiritualización supremas del mito, podía conseguirlo en todo instante como músico creador! Noso¬tros, es cierto, tenemos que reconstruirnos la prepotencia del efecto musical casi por vía erudita, para probar algo de aquel consuelo incomparable que tiene que ser propio de la verdadera tragedia. Incluso esa prepotencia musical, sólo si nosotros fuéramos griegos la habríamos sentido como tal: mientras que en el desarrollo entero de la música griega - in¬finitamente más rica que la que a nosotros nos es conocida y familiar - creemos oír tan sólo la canción juvenil del genio musical, entonada con un tímido sentimiento de fuerza. Los griegos son, como dicen los sacerdotes egipcios, los eternos niños, y también en el arte trágico son sólo unos niños que no saben qué sublime juguete ha nacido y - ha quedado roto entre sus manos.
Este esfuerzo del espíritu de la música por encontrar una revelación figurativa y mítica, que va intensificándose desde los comienzos de la lírica hasta la tragedia ática, se inte¬rrumpe de pronto, apenas alcanzado un desarrollo exube¬rante, y desaparece, por así decirlo, de la superficie del arte helénico: mientras que la consideración dionisíaca del mun¬do nacida de ese esfuerzo sobrevive en los Misterios y, a tra¬vés de las más milagrosas metamorfosis y degeneraciones, no deja de atraer a sí las naturalezas más serias. ¿No volverá a ascender algún día como arte desde su profundidad mítica?
Ocúpanos aquí el problema de saber si el poder que logró que la tragedia, al chocar contra su oposición, se hiciese añi-cos, tendrá en todo tiempo suficiente fortaleza para impedir el redespertar artístico de la tragedia y de la consideración trágica del mundo. Si la tragedia antigua fue sacada de sus rieles por el instinto dialéctico orientado al saber y al opti¬mismo de la ciencia, habría que inferir de este hecho una lu¬cha eterna entre la consideración teórica y la consideración trágica del mundo; y sólo después de que el espíritu de la ciencia sea conducido hasta su límite, y de que su pretensión de validez universal esté aniquilada por la demostración de esos límites, sería lícito abrigar esperanzas de un renaci¬miento de la tragedia: como símbolo de esa forma de cultura tendríamos que colocar el Sócrates cultivador de la música, en el sentido antes explicado. En esta confrontación yo en¬tiendo por espíritu de la ciencia aquella creencia, aparecida por vez primera en la persona de Sócrates, en la posibilidad de sondear la naturaleza y en la universal virtud curativa del saber.
Quien recuerde las consecuencias inmediatas de ese espí¬ritu de la ciencia lanzado incansablemente hacia adelante, verá en seguida que el mito fue aniquilado por él y que la poe¬sía quedó expulsada, por esta aniquilación, de su natural suelo ideal, y fue en lo sucesivo una poesía apátrida. Si he¬mos tenido razón al atribuir a la música la fuerza de poder volver a hacer nacer de sí el mito, también el espíritu de la ciencia habremos de buscarlo en la senda en que él se en¬frenta hostilmente a esa fuerza creadora de mitos que la mú¬sica posee. Esto acontece en el desarrollo del ditirambo ático nuevo, cuya música no expresaba ya la esencia interna, la vo¬luntad misma, sino que sólo reproducía de modo insuficien¬te la apariencia, en una imitación mediada por conceptos: de esa música internamente degenerada se apartaron las na¬turalezas verdaderamente musicales con igual repugnancia que tenían por la tendencia de Sócrates, asesina del arte. El instinto, que actuaba con seguridad, de Aristófanes dio sin duda en el blanco cuando conjuntó en un mismo sentimien¬to de odio a Sócrates, la tragedia de Eurípides y la música de los nuevos ditirámbicos, y barruntó en los tres fenómenos los signos característicos de una cultura degenerada. De una manera sacrílega aquel ditirambo nuevo hizo de la música una copia imitativa de la apariencia, por ejemplo, de una ba¬talla, de una tempestad marina, y con ello la despojó total¬mente de su fuerza creadora de mitos. Pues si la música in¬tenta suscitar nuestro deleite tan sólo forzándonos a buscar analogías externas entre un suceso de la vida y de la naturaleza y ciertas figuras rítmicas y ciertas sonoridades característi¬cas de la música, si nuestro entendimiento debe contentarse con el conocimiento de esas analogías, entonces quedamos rebajados a un estado de ánimo en el que resulta imposible una concepción de lo mítico; pues el mito quiere ser sentido intuitivamente como ejemplificación única de una universa¬lidad y verdad que tienen fija su mirada en lo infinito. La música verdaderamente dionisíaca se nos presenta como tal espejo universal de la voluntad del mundo: el acontecimiento intuitivo que en ese espejo se refracta amplíase en seguida para nuestro sentimiento hasta convertirse en reflejo de una verdad eterna. A la inversa, tal acontecimiento intuitivo que¬da despojado en seguida de todo carácter mítico por la pin¬tura musical (Tonmalerei) del ditirambo nuevo; ahora la música se ha convertido en un mezquino reflejo de la apa¬riencia, y por ello es infinitamente más pobre que esta mis¬ma: con esa pobreza la música rebaja más aún, para nuestro sentimiento, la apariencia misma, hasta el punto de que aho¬ra, por ejemplo, una batalla imitada musicalmente de ese modo se agota en ruido de marchas, sonidos de trompetas, etc., y nuestra fantasía queda detenida justo en esas superfi¬cialidades. La pintura musical es, por tanto, en todos los as¬pectos, el reverso de la fuerza creadora de mitos que es pro¬pia de la verdadera música; con ella la apariencia se vuelve más pobre de lo que es, mientras que con la música dionisía¬ca la apariencia individual se enriquece y se amplifica hasta convertirse en imagen del mundo. El espíritu no-dio¬nisíaco logró una gran victoria cuando, en el desarrollo del ditirambo nuevo, enajenó ala música de sí misma y la rebajó a esclava de la apariencia. Eurípides, que, en un sentido su¬perior, tiene que ser denominado una naturaleza completa¬mente no-musical, es, justo por esa razón, un partidario apasionado de la nueva música ditirámbica, y, con la prodi¬galidad propia de un ladrón, emplea todos sus efectismos y amaneramientos.
Vemos en actividad, en otro aspecto, la fuerza de ese espí¬ritu no-dionisíaco, dirigido contra el mito, al volver nuestras miradas hacia el incremento en la tragedia, a partir de Sófo¬cles, de la representación de caracteres y del refinamiento psicológico. El carácter no se dejará ya ampliar hasta conver¬tirse en tipo eterno, sino que, por el contrario, mediante ar-tificiales matices y rasgos marginales, mediante una nitidez finísima de todas las líneas producirá un efecto tan indivi¬dual que el espectador no sentirá ya en modo alguno el mito, sino la poderosa verdad naturalista y la fuerza imitativa del artista. También aquí vemos la victoria de la apariencia so¬bre lo universal, así como el placer por el preparado anató¬mico individual, respiramos ya, por así decirlo, el aire de un mundo teórico, para el cual el conocimiento científico vale más que el reflejo artístico de una regla del mundo. El movi¬miento sobre la línea de lo característico avanza con rapidez: mientras que todavía Sófocles pinta caracteres enteros y so¬mete el mito al yugo del despliegue refinado de los mismos, Eurípides no pinta ya más que grandes rasgos aislados de ca¬rácter, que saben manifestarse en pasiones vehementes; en la comedia ática nueva no hay ya más que máscaras con una sola expresión, viejos frívolos, rufianes engañados, pícaros esclavos, repetidos incansablemente. ¿Adónde se ha escapa¬do ahora el espíritu formador de mitos propio de la música? Lo que de música queda todavía es, o bien música para la ex¬citación, o bien música para el recuerdo, es decir, o bien un estimulante para nervios embotados y gastados, o bien pin¬tura musical. Para la primera apenas sigue contando el texto colocado debajo: ya en Eurípides, cuando sus héroes o coros comienzan a cantar, las cosas no marchan bien; ¿hasta dón¬de se habrá llegado en sus insolentes sucesores?
Pero es en los desenlaces de los nuevos dramas donde más claramente se revela el nuevo espíritu no-dionisíaco. En la tragedia antigua se había podido sentir al final el consuelo metafísico, sin el cual no se puede explicar en modo alguno el placer por la tragedia: acaso sea en Edipo en Colono don¬de más puro resuene el sonido conciliador, procedente de un mundo distinto. Ahora que el genio de la música había hui¬do de la tragedia, ésta murió en sentido estricto: pues ¿de dónde se podría extraer ahora aquel consuelo metafísico? Se buscó, por ello, una solución terrenal de la disonancia trági¬ca; tras haber sido martirizado suficientemente por el desti¬no, el héroe cosechaba un salario bien merecido, en un casa¬miento magnífico, en unas honras divinas. El héroe se había convertido en un gladiador, al que, una vez bien desollado y cubierto de heridas, se le regalaba en ocasiones la libertad. El deus ex machina ha pasado a ocupar el puesto del consuelo metafísico. Yo no quiero decir que la consideración trágica del mundo quedase destruida en todas partes y de manera completa por el acosador espíritu de lo no-dionisíaco: lo único que sabemos es que aquélla tuvo que huir del arte y re-fugiarse, por así decirlo, en el inframundo, degenerando en culto secreto. Pero sobre el amplísimo campo de la superfi¬cie del ser helénico causaba estragos el soplo devastador de aquel espíritu que se da a conocer en esa forma de «joviali¬dad griega» de la que ya antes hemos hablado como de un senil e improductivo placer de existir; esa jovialidad es el re¬verso de la magnífica «ingenuidad» de los griegos antiguos, a la que se la ha de concebir, según la característica dada, como la flor, brotada de un abismo sombrío, de la cultura apolínea, como la victoria que con su reflejo de la belleza al¬canza la voluntad helénica sobre el sufrimiento y sobre la sa¬biduría del sufrimiento. La forma más noble de aquella otra forma de «jovialidad griega», la alejandrina, es la jovialidad del hombre teórico: ella ostenta los mismos signos caracterís¬ticos que yo acabo de derivar del espíritu de lo no-dionisíaco, - el combatir la sabiduría y el arte dionisíacos, el intentar di¬solver el mito, el reemplazar el consuelo metafísico por una consonancia terrenal, e incluso por un deus ex machina pro¬pio, a saber el dios de las máquinas y los crisoles, es decir, las fuerzas de los espíritus de la naturaleza conocidas y emplea¬das al servicio del egoísmo superior, el creer en una correc¬ción del mundo por medio del saber, en una vida guiada por la ciencia, y ser también realmente capaz de encerrar al ser humano individual en un círculo estrechísimo de tareas so¬lubles, dentro del cual dice jovialmente a la vida: «Te quiero: eres digna de ser conocida».
Dieciocho
Es un fenómeno eterno: mediante una ilusión extendida sobre las cosas la ávida voluntad encuentra siempre un medio de retener a sus criaturas en la vida y de forzarlas a seguir vi¬viendo. A éste lo encadena el placer socrático del conocer y la ilusión de poder curar con él la herida eterna del existir, a aquél lo enreda el seductor velo de belleza del arte, que se agita ante sus ojos, al de más allá, el consuelo metafísico de que, bajo el torbellino de los fenómenos, continúa fluyendo indestructible la vida eterna: para no hablar de las ilusiones más vulgares y casi más enérgicas aún, que la voluntad tiene preparadas en cada instante. Aquellos tres grados de ilusión están reservados en general sólo a las naturalezas más noblemente dotadas, que sienten el peso y la gravedad de la existencia en general con hondo displacer, y a las que es preciso librar engañosamente de ese displacer mediante estimulantes seleccionados. De esos es¬timulantes se compone todo lo que nosotros llamamos cultu¬ra: según cuál sea la proporción de las mezclas, tendremos una cultura preponderantemente socrática, o artística, o trágica; o si se nos quiere permitir unas ejemplificaciones históricas: hay, o bien una cultura alejandrina, o bien una cultura helénica, o bien una cultura budista.
Todo nuestro mundo moderno está preso en la red de la cultura alejandrina y reconoce como ideal el hombre teórico, el cual está equipado con las más altas fuerzas cognosciti¬vas y trabaja al servicio de la ciencia, cuyo prototipo y pri¬mer antecesor es Sócrates. Todos nuestros medios educati¬vos tienen puesta originariamente la vista en ese ideal, toda otra existencia ha de afanarse esforzadamente por ponerse a su nivel, como existencia permitida, no como existencia propuesta. En un sentido casi horroroso, durante largo tiempo el hombre culto ha sido encontrado aquí única¬mente en la forma del hombre docto; incluso nuestras artes poéticas han tenido que evolucionar a partir de imitaciones doctas, y en el efecto capital de la rima reconocemos toda¬vía la génesis de nuestra forma poética a partir de experi¬mentos artificiosos hechos con un lenguaje no familiar, con un lenguaje propiamente docto. ¡Qué incomprensible ten¬dría que parecerle a un griego auténtico Fausto, el de suyo comprensible hombre culto moderno, el Fausto que se lan¬za insatisfecho a través de todas las facultades universita¬rias, entregado, por afán de saber, a la magia y al demonio, y al que basta poner junto a Sócrates con fines comparati¬vos para darse cuenta de que el hombre moderno comien¬za a presentir los límites de aquel placer socrático del cono¬cimiento y que, desde el vasto y desierto mar del saber, anhela una costa. Cuando Goethe dice en una ocasión a Eckermann, a propósito de Napoleón: «Sí, amigo mío, también existe una productividad de los actos» iss, recuer¬da con ello, de manera encantadoramente ingenua, que para el hombre moderno el hombre no teórico es algo in¬creíble y que produce estupor, de tal modo que se precisa de nuevo de la sabiduría de un Goethe para encontrar com¬prensible, más aún, perdonable, una forma de existencia tan extraña.
¡Y ahora debemos no ocultarnos lo que se esconde en el seno de esa cultura socrática! ¡Un optimismo que se imagina no tener barreras! ¡Ahora debemos no asustarnos si los fru¬tos de ese optimismo maduran, si la sociedad, acedada hasta en sus capas más bajas por semejante cultura, se estremece poco a poco bajo hervores y deseos exuberantes, si la creen¬cia en la felicidad terrenal de todos, si la creencia en la posi¬bilidad de tal cultura universal del saber se trueca poco a poco en la amenazadora exigencia de semejante felicidad te¬rrenal alejandrina, en el conjuro de un deus ex machina euri¬pideo! Nótese esto: la cultura alejandrina necesita un esta¬mento de esclavos para poder tener una existencia duradera: pero, en su consideración optimista de la existencia, niega la necesidad de tal estamento, y por ello, cuando se ha gastado el efecto de sus bellas palabras seductoras y tranquilizadoras acerca de la «dignidad del ser humano» y de la «dignidad del trabajo», se encamina poco a poco hacia una aniquilación horripilante. No hay nada más terrible que un estamento bárbaro de esclavos que haya aprendido a considerar su existencia como una injusticia y que se disponga a tomar venganza no sólo para sí, sino para todas las generaciones. Frente a tales amenazadoras tempestades, quién se atreverá a apelar con ánimo seguro a nuestras pálidas y fatigadas reli¬giones, las cuales han degenerado en sus fundamentos hasta convertirse en religiones doctas: de tal modo que el mito, presupuesto necesario de toda religión, está ya en todas par¬tes tullido, y hasta en este campo ha conseguido imponerse aquel espíritu optimista del que acabamos de decir que es el germen de aniquilamiento de nuestra sociedad.
Mientras el infortunio que dormita en el seno de la cultu¬ra teórica comienza a angustiar poco a poco al hombre mo-derno, y éste, inquieto, recurre, sacándolos del tesoro de sus experiencias, a ciertos medios para desviar ese peligro, sin creer realmente él mismo en esos medios; es decir, mientras el hombre moderno comienza a presentir sus propias conse-cuencias: ciertas naturalezas grandes, de inclinaciones uni¬versales, han sabido utilizar con increíble sensatez el arma¬mento de la ciencia misma para mostrar los límites y el carácter condicionado del conocer en general y para negar con ello decididamente la pretensión de la ciencia de poseer una validez universal y unas metas universales: en esta de¬mostración ha sido reconocida por vez primera como tal aquella idea ilusoria que, de la mano de la causalidad, se arroga la posibilidad de escrutar la esencia más íntima de las cosas. La valentía y sabiduría enormes de Kant y de Schopen¬hauer consiguieron la victoria más dificil, la victoria sobre el optimismo que se esconde en la esencia de la lógica, y que es, a su vez, el sustrato de nuestra cultura. Si ese optimismo, apoyado en las aeternae veritates [verdades eternas] para él incuestionables, ha creído en la posibilidad de conocer y es¬crutar todos los enigmas del mundo y ha tratado el espacio, el tiempo y la causalidad como leyes totalmente incondicio¬nales de validez universalísima, Kant reveló que propiamen¬te esas leyes servían tan sólo para elevar la mera apariencia, obra de Maya, a realidad única y suprema y para ponerla en lugar de la esencia más íntima y verdadera de las cosas, y para hacer así imposible el verdadero conocimiento acerca de esa esencia, es decir, según una expresión de Schopen¬hauer, para adormilar más firmemente aún al soñador (El mundo como voluntad y representación, I, p. 498). Con este conocimiento se introduce una cultura qué yo me atre¬vo a denominar trágica: cuya característica más importante es que la ciencia queda reemplazada, como meta suprema, por la sabiduría, la cual, sin que las seductoras desviaciones de las ciencias la engañen, se vuelve con mirada quieta hacia la imagen total del mundo e intenta aprehender en ella, con un sentimiento simpático de amor, el sufrimiento eterno como sufrimiento propio. Imaginémonos una generación que crezca con esa intrepidez de la mirada, con esa heroica tendencia hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de estos matadores de dragones, la orgullosa temeridad con que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad de aquel optimismo, para «vivir resueltamente» en lo entero y pleno: ¿acaso no sería necesario que el hombre trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico, la tragedia, como la Helena a él debida, y que ex¬clamar con Fausto:
¿Y no debo yo, con la violencia más llena de anhelo,
traer a la vida esa figura única entre todas?
Pero después de que la cultura trágica ha sido quebranta¬da desde dos lados y no es ya capaz de sostener el cetro de su infalibilidad más que con manos temblorosas, en primer lu¬gar por el miedo a sus propias consecuencias, que ella co¬mienza poco a poco a presentir, y luego porque ella misma no está ya convencida, con la ingenua confianza anterior, de la validez eterna de su fundamento: es un triste espectáculo el ver cómo el baile de su pensar se lanza anhelante hacia figuras siempre nuevas, para abrazarlas, y luego, de súbito, las deja marchar horrorizado, como hace Mefistófeles con las lamias tentadoras. El signo característico de esta «quie¬bra», de la que todo el mundo suele decir que constituye la dolencia primordial de la cultura moderna, consiste, en efecto, en que el hombre teórico se asusta de sus consecuen¬cias, e, insatisfecho, no se atreve ya a confiarse a la terrible corriente helada de la existencia: angustiado corre de un lado para otro por la orilla. Ya no quiere tener nada en su to¬talidad, en una totalidad que incluye también la entera crueldad natural de las cosas. Hasta tal punto lo ha reblan¬decido la consideración optimista. Además, se da cuenta de que una cultura construida sobre el principio de la ciencia tiene que sucumbir cuando comienza a volverse ilógica, es decir, a retroceder ante sus consecuencias. Nuestro arte re¬vela esta calamidad universal: es inútil apoyarse imitativa¬mente en todos los grandes períodos y naturalezas produc¬tivos, es inútil reunir alrededor del hombre moderno, para consuelo suyo, toda la literatura universal, y situarlo en me¬dio de los estilos artísticos y de los artistas de todos los tiem¬pos para que, como hizo Adán con los animales, les dé un nombre: él continúa siendo el eterno hambriento, el «críti¬co» sin placer ni fuerza, el hombre alejandrino, que en el fondo es un bibliotecario y un corrector y que se queda mi¬serablemente ciego a causa del polvo de los libros y las erra¬tas de imprenta.
Diecinueve
El contenido más íntimo de esa cultura socrática no es posible calificarlo con mayor agudeza que denominándola la cultura de la ópera: pues es en este campo donde la cultura ha hablado con particular ingenuidad acerca de su querer y conocer, llenándonos de asombro cuando comparamos la génesis de la ópera y el hecho del desarrollo de la misma con las eternas verdades de lo apolíneo y de lo dionisíaco. Recor¬daré en primer término la génesis del stilo rappresentativo y del recitado. ¿Es creíble que esta música de ópera completa¬mente volcada hacia lo exterior, incapaz de devoción, haya podido ser acogida y albergada con favor entusiasta, como si fuera, por así decirlo, el renacimiento de toda verdadera música, por una época de la que acababa de alzarse la músi¬ca inefablemente sublime y sagrada de Palestrina? Y, por otro lado, ¿quién haría responsable del gusto por la ópera, que se difundió con tanto ímpetu, únicamente a la sensuali¬dad, ávida de distracciones, de aquellos círculos florentinos y a la vanidad de sus cantantes dramáticos? Que en la misma época, más aún, en el mismo pueblo se despertase, junto al edificio abovedado de las armonías de Palestrina, en cuya construcción había trabajado toda la Edad Media cristiana, aquella pasión por un modo semimusical de hablar, es algo que yo sólo consigo explicármelo por una tendencia extra¬artística actuante en la esencia del recitado.
Al oyente deseoso de percibir con claridad la palabra bajo el canto se adapta el cantante hablando más que cantando, acentuando con este semicanto la expresión patética de la palabra: mediante esta acentuación del pathos el cantante fa¬cilita la comprensión de la palabra y supera aquella mitad de música que todavía queda. El auténtico peligro que ahora le amenaza es que alguna vez otorgue a destiempo preponde¬rancia a la música, con lo que el pathos del discurso y la clari¬dad de la palabra tendrían que perecer en seguida: mientras que, por otro lado, el cantante siente siempre el instinto de descargarse en la música y de exhibir su voz de manera vir¬tuosista. Aquí acude en su ayuda el «poeta», que sabe ofre¬cerle suficientes ocasiones para interjecciones líricas, para repeticiones de palabras y sentencias, etc.: en estos pasajes el cantante puede ahora descansar en el elemento puramente musical, sin atender a la palabra. Este alternarse de discurso afectivamente insistente, pero cantado sólo a medias, y de interjección cantada del todo, que está en la esencia del stilo rappresentativo, este esfuerzo, que alterna con rapidez, por actuar unas veces sobre el concepto y sobre la representa¬ción, y otras sobre el fondo musical del oyente, es algo tan completamente innatural y tan íntimamente opuesto a los instintos artísticos así de lo dionisíaco como de lo apolíneo, que es preciso inferir un origen del recitado situado fuera de todos los instintos artísticos. De acuerdo con esta descrip¬ción, hay que definir el recitado como una mezcolanza de declamación épica y de declamación lírica, mezcolanza que, desde luego, no es en modo alguno una mezcla íntimamente estable, que en cosas tan completamente dispares no se po¬día obtener, sino una conglutinación totalmente externa, de mosaico, algo de lo que no hay ningún modelo ni en el cam¬po de la naturaleza ni en el de la experiencia. Pero no fue ésa la opinión de aquellos inventores del recitado: antes bien, ellos mismos, y con ellos su época, creyeron que con aquel stilo rappresentativo quedaba resuelto el misterio de la músi¬ca antigua, único por el cual se podía explicar el enorme efecto de un Orfeo, de un Anfión, más aún, también de la tragedia griega. El nuevo estilo fue considerado como la re¬surrección de la más eficaz de todas las músicas, la música griega antigua: más aún, dada la concepción general y com¬pletamente popular del mundo homérico como mundo pri¬mordial, érale lícito a la gente entregarse al sueño de que ahora había bajado de nuevo hasta los comienzos paradisía¬cos de la humanidad, en la que también la música tenía que haber poseído necesariamente aquella pureza, poder e ino¬cencia insuperados de que los poetas sabían hablar tan con¬movedoramente en sus comedias pastoriles. Penetramos aquí con la mirada en el devenir más íntimo de ese género artístico propiamente moderno, la ópera: una necesidad po¬derosa crea aquí por la fuerza un arte, pero es una necesidad de índole no estética: la nostalgia del idilio, la creencia en una existencia ancestral del hombre artístico y bueno. El re¬citado fue considerado como el redescubierto lenguaje de aquel primer hombre; la ópera, como el reenco itrado país de aquel ser idílica o heroicamente bueno, que en todas sus acciones obedece a la vez a un instinto artístico natural, que, en todo lo que ha de decir, canta al menos un poco, para can¬tar en seguida a plena voz, a la más ligera excitación afectiva. A nosotros nos es ahora igual que con esta recreada imagen del artista paradisíaco los humanistas de entonces comba¬tiesen la vieja idea eclesiástica acerca del hombre corrompi¬do y perdido de suyo: de tal modo que hubiera que entender la ópera como el dogma, opuesto a aquél, acerca del hombre bueno, dogma con el que se habría encontrado a la vez un medio de consuelo contra aquel pesimismo hacia el cual quienes más fuertemente atraídos se sentían, dada la ho¬rrenda inseguridad de todas las circunstancias, eran preci¬samente los espíritus serios de aquel tiempo. Bástenos con haber visto que la magia propiamente dicha y, con ello, la gé¬nesis de esta nueva forma de arte residen en la satisfacción de una necesidad totalmente no-estética, en la glorificación optimista del ser humano en sí, en la concepción del hombre primitivo como hombre bueno y artístico por naturaleza: ese principio de la ópera se ha transformado poco a poco en una exigencia amenazadora y espantosa, que, teniendo en cuenta los movimientos socialistas del presente, noso¬tros no podemos ya dejar de oír. El «hombre bueno primiti¬vo» quiere sus derechos: ¡qué perspectivas paradisíacas!
Voy a añadir otra confirmación igualmente clara de mi opinión de que la ópera está construida sobre los mismos principios que nuestra cultura alejandrina. La ópera es fruto del hombre teórico, del lego crítico, no del artista: uno de los hechos más extraños en la historia de todas las artes. Fue una exigencia de oyentes propiamente inmusicales la de que es necesario que se entienda sobre todo la palabra: de tal ma¬nera que, según ellos, sólo se podía aguardar una restitución del arte musical si se descubría un modo de cantar en el que la palabra del texto dominase sobre el contrapunto como el señor domina sobre el siervo. Pues las palabras, se decía, su¬peran en nobleza al sistema armónico que las acompaña tanto como el alma supera en nobleza al cuerpo. Con la ru¬deza lega e inmusical de estas opiniones se trató en los co¬mienzos de la ópera la unión de música, imagen y palabra; en el sentido de esta estética llegóse también, en los aristo¬cráticos círculos legos de Florencia, a los primeros experi¬mentos por parte de los poetas y cantantes patrocinados en ellos. El hombre artísticamente impotente crea para sí una especie de arte, cabalmente porque es el hombre no-artístico de suyo. Como ese hombre no presiente la profundidad dio¬nisíaca de la música, transforma el goce musical en una re¬tórica intelectual de palabras y sonidos de la pasión en stilo rappresentativo y en una voluptuosidad de las artes del can¬to; como no es capaz de contemplar ninguna visión, obliga al maquinista y al decorador a servirle; como no sabe captar la verdadera esencia del artista, hace que aparezca mágica¬mente delante de él, a su gusto, el «hombre artístico primiti¬vo», es decir, el hombre que, cuando se apasiona, canta y dice versos. Se traslada en sueños a una época en la que la pasión basta para producir cantos ypoemas: como si alguna vez el afecto hubiera sido capaz de crear algo artístico. El presupuesto de la ópera es una creencia falsa acerca del pro¬ceso artístico, a saber, la creencia idílica de que propiamente todo hombre sensible es un artista. En el sentido de esa creen¬cia, la ópera es la expresión de los legos en arte, que dictan sus leyes con el jovial optimismo propio del hombre teórico.
Si deseásemos reunir en un concepto único las dos ideas recién descritas que intervienen en la génesis de la ópera, no nos quedaría más que hablar de una tendencia idílica de la ópera: en lo cual habríamos de servirnos únicamente del modo de expresarse y de la explicación de Schiller. O bien, dice Schiller, la naturaleza y el ideal son objeto de duelo, cuando aquélla es representada como perdida y éste como inalcanzado. O bien ambos son objeto de alegría, en cuanto son representados como reales. Lo primero produce la ale¬gría en sentido estricto, lo segundo, el idilio en el sentido más amplio. Aquí hemos de llamar en seguida la atención sobre la característica común de esas dos ideas que están en la géne-sis de la ópera, característica consistente en que el ideal no es sentido en ellas como inalcanzado, ni la naturaleza como perdida. Según ese modo de sentir, hubo una época primiti¬va del ser humano en la que éste se hallaba junto al corazón de la naturaleza, y en esa naturalidad había alcanzado a la vez, en una bondad y una vida artística paradisíacas, el ideal de la humanidad: de ese hombre primitivo perfecto descen¬deríamos todos nosotros, más aún, seríamos todavía su fiel trasunto: sólo que tendríamos que expulsar de nosotros al¬gunas cosas para reconocernos otra vez como ese hombre primitivo, desprendiéndonos voluntariamente de la erudi¬ción superflua, de la cultura excesiva. El hombre culto del Re¬nacimiento se hacía llevar de nuevo, por su imitación operís¬tica de la tragedia griega, a tal acorde de naturaleza e ideal, a una realidad idílica, utilizaba esa tragedia como Dante utili¬zó a Virgilio, para ser conducido hasta las puertas del paraí¬so: mientras que, a partir de aquí, él sigue avanzando por sí mismo y pasa de una imitación de la suprema forma griega de arte a un «restablecimiento de todas las cosas», a una re¬producción del mundo artístico originario del ser humano. ¡Qué confiada bondad de ánimo la de estas aspiraciones temerarias, en el seno de la cultura teórica! - explicable úni¬camente por la consoladora creencia de que «el hombre en sí» es el héroe de ópera eternamente virtuoso, el pastor que eternamente toca la flauta o canta, y que tiene que acabar siempre reencontrándose a sí mismo como tal, en el caso de que alguna vez se haya perdido de verdad a sí mismo por al¬gún tiempo, fruto únicamente de aquel optimismo que se eleva cual una columna de perfume dulcemente seductora de la hondura de la consideración socrática del mundo.
En los rasgos de la ópera no hay, pues, en modo alguno aquel dolor elegíaco de una pérdida eterna, sino, más bien, la jovialidad del eterno reencontrar, el cómodo placer por un mundo idílico real, o que al menos podemos imaginar en todo momento como real: acaso alguna vez se presienta aquí que esa presunta realidad no es más que un jugueteo fantas-magórico y ridículo, al que todo hombre capaz de confron¬tarlo con la terrible seriedad de la verdadera naturaleza y de compararlo con las auténticas escenas primitivas de los co¬mienzos de la humanidad tendría que increpar con asco de este modo: ¡Fuera ese fantasma! Sin embargo, nos engañaría¬mos si creyéramos que simplemente con un enérgico grito se podría ahuyentar como a un espectro ese ser de broma que es la ópera. Quien quiera aniquilar la ópera tiene que emprender la lucha contra aquella jovialidad alejandrina que en ella habla con tanta ingenuidad acerca de su idea fa¬vorita, más aún, cuya auténtica forma de arte es ella. Mas ¿qué puede aguardarse para el arte mismo de la actuación de una forma de arte cuyos orígenes no residen en modo algu¬no en el ámbito estético, y que más bien se ha infiltrado como un intruso en el ámbito artístico, desde una esfera a medias moral, y sólo acá y allá ha podido engañar alguna vez acerca de esa génesis híbrida? ¿De qué savias se alimenta ese ser parasitario que es la ópera, si no de las del verdadero arte? ¿No es presumible que, bajo sus seducciones idílicas, bajo sus artes lisonjeras alejandrinas, la tarea suprema y que hay que llamar verdaderamente seria del arte - el redimir al ojo de penetrar con su mirada en el horror de la noche y el salvar al sujeto, mediante el saludable bálsamo de la aparien¬cia, del espasmo de los movimientos de la voluntad - dege¬nerará en una tendencia vacía y disipadora hacia la diver¬sión? ¿Qué se hace de las verdades eternas de lo dionisíaco y de lo apolíneo, con una mezcolanza de estilos como la que he mostrado que existe en la esencia del stilo rappresentáti¬vo?, ¿donde la música es considerada como un siervo, la pa¬labra del texto como un señor, donde la música es compara¬da con el cuerpo, la palabra del texto con el alma?, ¿donde en el mejor de los casos la meta suprema estará dirigida hacia una pintura musical transcriptiva, de modo similar a como ocurrió en otro tiempo en el ditirambo ático nuevo?, donde se ha despojado completamente a la música de su verdadera dignidad, la de ser espejo dionisíaco del mundo, de tal ma¬nera que lo único que le queda es remedar, como esclava de la apariencia, la esencia formal de ésta, y producir un deleite externo con el juego de las líneas y de las proporciones. Para una consideración rigurosa, esa funesta influencia de la ópe¬ra sobre la música coincide exactamente con el entero desa¬rrollo de la música moderna; el optimismo latente en la gé¬nesis de la ópera y en la esencia de la cultura representada por ella ha conseguido despojar a la música, con una rapidez angustiante, de su destino universal dionisíaco e inculcarle un carácter de diversión, de juego con las formas: con ese cambio sólo sería lícito comparar acaso la metamorfosis del hombre esquileo en el hombre jovial alejandrino.
Pero si, en la ejemplificación sugerida con esto, hemos te¬nido razón en relacionar la desaparición del espíritu dioni¬síaco con una transformación y degeneración sumamente llamativas, pero todavía no aclaradas, del hombre griego - ¡qué esperanzas tienen que reanimarse en nosotros cuan¬do los auspicios más seguros nos garantizan un proceso in¬verso, un despertargradual del espíritu dionisíaco en nuestro mundo actual! No es posible que la fuerza divina de Heracles se debilite eternamente en la voluptuosa servidumbre a Ónfale. Del fondo dionisíaco del espíritu alemán se ha alza¬do un poder que nada tiene en común con las condiciones primordiales de la cultura socrática y que no es explicable ni disculpable a base de ellas, antes bien es sentido por esa cul¬tura como algo inexplicable y horrible, como algo hostil y prepotente, la música alemana, cual hemos de entenderla sobre todo en su poderoso curso solar desde Bach a Beetho¬ven, desde Beethoven a Wagner. ¿Qué podrá hacer el socratismo de nuestros días, ansioso de conocimientos, con este demón surgido de profundidades inacabables? Ni partiendo de los encajes y arabescos de la melodía operística, ni con ayuda del tablero aritmético de la fuga y de la dialéctica con¬trapuntística se encontrará la fórmula a cuya luz tres veces potente fuese posible sojuzgar a ese demón y forzarle a ha¬blar. ¡Qué espectáculo el de nuestros estéticos cuando ahora intentan golpear y atrapar con la red de una «belleza» propia de ellos al genio de la música que ante sus ojos se mueve con vida incomprensible, y hacen movimientos que no quieren ser juzgados ni con el criterio de la belleza eterna ni con el de lo sublime. Basta con ver una vez de cerca y en persona a es¬tos protectores de la música, cuando tan infatigablemente exclaman ¡belleza!, ¡belleza!, ya sea que al decirlo se compor¬ten como los hijos predilectos de la naturaleza, mimados y formados en el seno de lo bello, ya sea que busquen, más bien, una forma que encubra mendazmente su propia rude¬za, un pretexto estético para su propia frialdad, pobre en sentimientos: y aquí pienso, por ejemplo, en Otto Jahn. Pero que el mentiroso y el hipócrita tengan cuidado con la música alemana: pues precisamente ella es, en medio de toda nuestra cultura, el único espíritu de fuego limpio, puro y purificador, desde el cual y hacia el cual, como en la doctri¬na del gran Heráclito de Éfeso, se mueven en doble órbita to¬das las cosas: todo lo que nosotros llamamos ahora cultu¬ra, formación, civilización tendrá que comparecer alguna vez ante el infalible juez Dioniso.
Si luego recordamos cómo Kant y Schopenhauer dieron al espíritu de la filosofía alemana, brotada de idénticas fuentes, la posibilidad de aniquilar el satisfecho placer de existir del socratismo científico, al demostrar los límites de éste, cómo con esta demostración se inició un modo infinitamente más profundo y serio de considerar los problemas éticos y el arte, modo que podemos calificar realmente de sabiduría dionisía¬ca expresada en conceptos: ¿a qué apunta ahora el misterio de esa unidad entre la música alemana y la filosofía alemana sino a una nueva forma de existencia, sobre cuyo contenido podemos informarnos únicamente presintiéndolo a base de analogías helénicas? Pues para nosotros que estamos en la lí-nea divisoria entre dos formas distintas de existencia, el mo¬delo helénico conserva el inconmensurable valor de que en él están acuñadas también, en una forma clásicamente instruc¬tiva, todas aquellas transiciones y luchas: sólo que, por así de-cirlo, nosotros revivimos analógicamente en orden inverso las grandes épocas capitales del ser helénico y, por ejemplo, ahora parecemos retroceder desde la edad alejandrina hacia el período de la tragedia. Aquí alienta en nosotros el senti-miento de que el nacimiento de una edad trágica ha de signi¬ficar para el espíritu alemán únicamente un retorno a sí mis¬mo, un bienaventurado reencontrarse, después de que, por largo tiempo, poderes enormes, infiltrados desde fuera, ha¬bían forzado a vivir esclavo de su forma al que vegetaba en una desamparada barbarie de la forma. Por fin ahora, tras su regreso a la fuente primordial de su ser, le es lícito osar presentarse audaz y libre delante de todos los pueblos, sin los andadores de una civilización latina: con tal de que sepa aprender firmemente de un pueblo del que es lícito decir que el poder aprender de él constituye ya una alta gloria y una ra¬reza que honra, de los griegos. Y de esos maestros supremos, ¿cuándo necesitaríamos nosotros más que ahora, que esta¬mos asistiendo al renacimiento de la tragedia y corremos pe-ligro de no saber de dónde viene ella, de no poder explicar¬nos adónde quiere ir?
Veinte
Convendría que alguna vez se ponderase, bajo los ojos de un juez no sobornado, en qué tiempo y en qué hombres el espíritu alemán se ha esforzado hasta ahora con máxima energía por aprender de los griegos; y si admitimos con con¬fianza que esa alabanza única tendría que ser adjudicada a la nobilísima lucha de Goethe, Schiller y Winckelmann por la cultura, habría que añadir en todo caso que desde aquel tiempo, y después de los influjos inmediatos de aquella lu¬cha, se ha vuelto cada vez más débil, de manera incompren¬sible, el esfuerzo de llegar por una misma vía a la cultura y a los griegos. Para no tener que desesperar completamente del espíritu alemán, ¿no debería sernos lícito sacar de aquí la conclusión de que, en algún punto capital, tampoco aquellos luchadores consiguieron penetrar en el núcleo del ser helé¬nico ni establecer una duradera alianza amorosa entre la cultura alemana y la griega? - de tal manera que acaso un reconocimiento inconsciente de ese fallo habría suscitado también en las naturalezas más serias la acobardada duda de si ellas llegarían, después de tales predecesores, más lejos que éstos por ese camino de la cultura y de si llegarían en ab¬soluto a la meta. Por eso desde aquel tiempo vemos degene¬rar de la manera más inquietante el juicio sobre el valor de los griegos para la cultura; en los campos más diferentes del espíritu y del no-espíritu puede oírse la expresión de una compasiva superioridad; en otros sitios, una retórica com¬pletamente ineficaz se entretiene jugueteando con la «armo¬nía griega», la «belleza griega», la «jovialidad griega». Y jus¬to en los círculos cuya dignidad podría consistir en sacar infatigablemente agua del lecho del río griego, para la salva¬ción de la cultura alemana, en los círculos de quienes ense¬ñan en las instituciones superiores de cultura, es donde me¬jor se ha aprendido a arreglarse temprana y cómodamente con los griegos, llegando no raras veces hasta un abandono escéptico del ideal helénico y hasta una perversión total del verdadero propósito de todos los estudios sobre la Anti-güedad. Quien en tales círculos no se ha agotado íntegra¬mente en el esfuerzo de ser un competente corrector de textos antiguos o un microscopista histórico-natural del lenguaje, acaso ande buscando apropiarse «históricamente» (histo¬risch), junto a otras antigüedades, también de la Antigüedad griega, pero en todo caso según el método propio y con los gestos de superioridad propios de nuestra historiografía culta de ahora. Si, en consecuencia, la auténtica fuerza for¬mativa de las instituciones superiores de enseñanza no ha sido nunca, en verdad, más baja y débil que en el presente, si el «periodista», esclavo de papel del día, ha triunfado, en todo lo que se refiere a la cultura, sobre el docente supe¬rior, y a este último no le queda más que la metamorfosis, ya presenciada con frecuencia, de moverse ahora también él en la manera de hablar propia del periodista, con la «ligera ele¬gancia» de esa esfera, cual una mariposa j ovial y culta - ¿con qué penosa confusión tendrán tales hombres cultos de semejante presente que mirar de hito en hito ese fenómeno, la resurrección del espíritu dionisíaco y el renacimiento de la tragedia, que sólo se podría comprender por analogía par¬tiendo de lo más profundo del genio helénico, incomprendi¬do hasta ahora? No hay ningún otro período artístico en el que lo que se llama la cultura y el auténtico arte hayan sido tan ajenos y tan hostiles el uno al otro como lo vemos con nuestros propios ojos en el presente. Nosotros comprende¬mos el motivo por el que una cultura tan débil odia al verda¬dero arte; de él teme su ocaso. ¡Pero es que no habría agota¬do sus fuerzas vitales toda una especie de cultura`, a saber, aquella cultura socrático-alejandrina, una vez que ha podi¬do culminar en algo tan endeble y flaco como la cultura del presente! Si héroes como Schiller y Goethe no lograron for¬zar aquella puerta mágica que conduce a la montaña mágica helénica, si, con todo su esfuerzo valerosísimo, no fueron más allá de aquella nostálgica mirada que, desde la Táuri¬de bárbara, envía a través del mar hacia la patria la Ifigenia goetheana, qué esperanzas les quedarían a los epígonos de tales héroes, si la puerta no se les abriese por sí misma, en un lado completamente distinto, no rozado por ninguno de los esfuerzos de la cultura habida hasta ahora, a los acentos místicos de la resucitada música trágica.
Que nadie intente debilitar nuestra fe en un renacimiento ya inminente de la Antigüedad griega; pues en ella encontra-mos la única esperanza de una renovación y purificación del espíritu alemán por la magia de fuego de la música. ¿Qué otra cosa podríamos mencionar que, en la desolación y de¬caimiento de la cultura de ahora, pudiese despertar alguna expectativa consoladora para el futuro? En vano andamos al acecho de una única raíz que haya echado ramas vigorosas, de un pedazo de tierra sana y fértil: por todas partes polvo, arena, rigidez, consunción. Aquí un hombre aislado y sin consuelo no podría elegir mejor símbolo que el caballero con la muerte y el diablo, tal como nos lo dibujó Durero, el caba¬llero recubierto con su armadura, de dura, broncínea mira¬da, que emprende su camino de espanto, sin que lo desvíen sus horripilantes compañeros, y, sin embargo, desesperan¬zado, sólo con el corcel y el perro. Nuestro Schopenhauer fue un caballero dureriano de este tipo: le faltaba toda esperan¬za, pero quería la verdad. No existe su igual.
Mas, cuando lo toca la magia dionisíaca, ¡cómo cambia de pronto ese desierto, que acabamos de describir tan som-bríamente, de nuestra fatigada cultura! Un viento huracana¬do coge todas las cosas inertes, podridas, quebradas, atrofia¬das, las envuelve, formando un remolino, en una roja nube de polvo y se las lleva cual un buitre a los aires. Perplejas bus¬can lo desaparecido nuestras miradas: pues lo que ellas ven ha ascendido como desde un foso hasta una luz de oro, tan pleno y verde, tan exuberantemente vivo, tan nostálgica¬mente inconmensurable. La tragedia se asienta en medio de ese desbordamiento de vida, sufrimiento y placer, en un éx¬tasis sublime, y escucha un canto lejano y melancólico - éste habla de las Madres del ser, cuyos nombres son: Ilusión, Vo¬luntad, Dolor. - Sí, amigos míos, creed conmigo en la vida dionisíaca y en el renacimiento de la tragedia. El tiempo del hombre socrático ha pasado: coronaos de hiedra, tomad en la mano el tirso y no os maravilléis si el tigre y la pantera se tienden acariciadores a vuestras rodillas. Ahora osad ser hombres trágicos: pues seréis redimidos. ¡Vosotros acom¬pañaréis al cortejo dionisíaco desde India hasta Grecia! ¡Armaos para un duro combate, pero creed en los milagros de vuestro dios!
Veintiuno
Volviendo de estos tonos exhortatorios al estado de áni¬mo que conviene al hombre contemplativo, repito que sólo de los griegos se puede aprender qué es lo que semejante despertar milagroso y súbito de la tragedia ha de significar para el fondo vital más íntimo de un pueblo. El pueblo de los Misterios trágicos es el que libra las batallas contra los per¬sas: y, a su vez, el pueblo que ha mantenido esas guerras ne¬cesita la tragedia como bebida curativa necesaria. ¿Quién iba a suponer que cabalmente en ese pueblo habría todavía una efusión tan equilibrada y vigorosa del sentimiento polí¬tico más simple, de los instintos naturales de la patria, del es¬píritu guerrero originario y varonil, después de que a lo lar¬go de varias generaciones había sido agitado hasta lo más íntimo por las fortísimas convulsiones del demón dionisía¬co? Pues así como cuando hay una propagación importante de excitaciones dionisíacas se puede siempre advertir que la liberación dionisíaca de las cadenas del individuo se mani¬fiesta ante todo en un menoscabo, que llega hasta la indife¬rencia, más aún, hasta la hostilidad, de los instintos políticos, igualmente es cierto, por otro lado, que el Apolo formador de estados es también el genio del principium individuatio¬nis, y que ni el Estado ni el sentimiento de la patria pueden vivir sin afirmación de la personalidad individual. Para salir del orgiasmo no hay, para un pueblo, más que un único ca¬mino, el camino que lleva al budismo indio, el cual, para ser soportado en su anhelo de hundirse en la nada, necesita de esos raros estados extáticos que alzan las cosas por encima del espacio, del tiempo y del individuo: de igual manera que esos estados exigen, a su vez, una filosofía que enseñe a su¬perar con una representación el displacer indescriptible de los estados intermedios. De manera igualmente necesaria, un pueblo, a partir de una vigencia incondicional de los ins¬tintos políticos, cae en una vía de mundanización extrema, cuya expresión más grandiosa, pero también más horroro¬sa, es el imperium romano.
Situados entre India y Roma, y empujados a una elección tentadora, los griegos consiguieron inventar con clásica pu-reza una tercera forma, de la cual no usaron, ciertamente, largo tiempo, pero que, justo por ello, está destinada a la in-mortalidad. Pues que los predilectos de los dioses mueren pronto eso es algo que se cumple en todas las cosas, pero asimismo es cierto que luego viven eternamente con los dio¬ses. No se exija, pues, de las cosas más nobles que posean la firme resistencia del cuero; la recia duración, tal como fue propia, por ejemplo, del instinto nacional romano, no forma parte, verosímilmente, de los predicados necesarios de la per¬fección. Mas si preguntamos cuál fue la medicina que per-mitió a los griegos, en su gran época, pese al extraordinario vigor de sus instintos dionisíacos y políticos, no quedar ago-tados ni por un ensimismamiento extático ni por una voraz ambición de poder y de honor universales, sino alcanzar aquella mezcla magnífica que tiene un vino generoso, el cual calienta y a la vez suscita un estado de ánimo contemplativo, tenemos que acordarnos del poder enorme de la tragedia, poder que excita, purifica y descarga la vida entera del pue¬blo; su valor supremo lo presentiremos tan sólo si, cual ocu¬rría entre los griegos, ese poder se nos presenta como el com-pendio de todas las fuerzas curativas profilácticas, como el mediador soberano entre las cualidades más fuertes y de suyo más fatales del pueblo.
La tragedia absorbe en sí el orgiasmo musical más alto, de modo que es ella la que, tanto entre los griegos como entre nosotros, lleva derechamente la música a su perfección, pero luego sitúa junto a ella el mito trágico y el héroe trági¬co, el cual entonces, semejante a un titán poderoso, toma so¬bre sus espaldas el mundo dionisíaco entero y nos descarga a nosotros de él: mientras que, por otro lado, gracias a ese mismo mito trágico sabe la tragedia redimirnos, en la perso¬na del héroe trágico, del ávido impulso hacia esa existencia, y con mano amonestadora nos recuerda otro ser y otro pla¬cer superior, para el cual el héroe combatiente, lleno de pre¬sentimientos, se prepara con su derrota, no con sus victo¬rias. Entre la vigencia universal de su música y el oyente dionisíacamente receptivo la tragedia interpone un símbolo sublime, el mito, y despierta en aquél la apariencia de que la música es sólo un medio supremo de exposición, destinado a dar vida al mundo plástico del mito. Confiando en ese no¬ble engaño, le es lícito ahora a la tragedia mover sus miem¬bros en el baile ditirámbico y entregarse sin reservas a un orgiástico sentimiento de libertad, en el cual a ella, en cuanto música en sí, no le estaría permitido, sin aquel enga¬ño, regalarse. El mito nos protege de la música, de igual ma¬nera que es él el que por otra parte otorga a ésta la libertad suprema. A cambio de esto la música presta al mito, para co¬rresponder a su regalo, una significatividad metafísica tan insistente y persuasiva, cual no podrían alcanzarla jamás, sin aquella ayuda única, la palabra y la imagen; y, en espe¬cial, gracias a ella recibe el espectador trágico cabalmente aquel seguro presentimiento de un placer supremo, al que conduce el camino que pasa por el ocaso y la negación, de tal modo que le parece oír que el abismo mas íntimo de las co¬sas le habla perceptiblemente a él.
Si con las últimas frases no he sido capaz tal vez de dar a esta difícil noción más que una expresión provisional, que pocos comprenderán en seguida, no desistiré, precisamente en este lugar, de incitar a mis amigos a que hagan un nuevo intento, ni de rogarles que con un único ejemplo de nuestra experiencia común se preparen al conocimiento de la tesis general. En este ejemplo no me referiré a quienes utilizan las imágenes de los sucesos escénicos, las palabras y afectos de los personajes que actúan, para aproximarse con esa ayuda al sentimiento musical; pues ninguno de éstos habla la músi¬ca como lengua materna, y tampoco llegan, pese a esa ayu¬da, más que hasta los pórticos de la percepción musical, sin que jamás les sea lícito rozar sus santuarios más íntimos; muchos de ellos, como Gervinus, no llegan por ese cami¬no ni siquiera hasta los pórticos. He de dirigirme tan sólo, por el contrario, a quienes están emparentados directamen¬te con la música, a aquellos que, por decirlo así, tienen en ella su seno materno y se relacionan con las cosas únicamen¬te a través de relaciones musicales inconscientes. A esos mú¬sicos genuinos es a quienes yo dirijo la pregunta de si pue¬den imaginarse un hombre que sea capaz de escuchar el tercer acto de Tristán e Isolda sin ninguna ayuda de palabra e imagen, puramente como un enorme movimiento sinfóni¬co, y que no expire, desplegando espasmódicamente todas las alas del alma. Un hombre que, por así decirlo, haya apli¬cado, como aquí ocurre, el oído al ventrículo cardíaco de la voluntad universal, que sienta cómo el furioso deseo de exis¬tir se efunde a partir de aquí, en todas las venas del mundo, cual una corriente estruendosa o cual un delicadísimo arro¬yo pulverizado, ¿no quedará destrozado bruscamente? Pro¬tegido por la miserable envoltura de cristal del individuo humano, debería soportar el percibir el eco de innumerables gritos de placer y dolor que llegan del «vasto espacio de la noche de los mundos», sin acogerse inconteniblemente, en esta danza pastoral de la metafísica, a su patria primor¬dial. Pero si semejante obra puede ser escuchada como un todo sin negarla existencia individual, si semejante creación ha podido ser creada sin triturar a su creador - ¿dónde ob¬tendremos la solución de tal contradicción?.
Entre nuestra excitación musical suprema y aquella mú¬sica se interponen aquí el mito trágico y el héroe trágico, los cuales no son en el fondo más que un símbolo de hechos universalísimos, acerca de los cuales sólo la música puede hablar por vía directa. Mas en cuanto es un símbolo, si nues¬tra manera de sentir fuese la de seres puramente dionisíacos, entonces el mito permanecería a nuestro lado completa¬mente inatendido e ineficaz, y ni por un instante nos aparta¬ría de tender nuestro oído hacia el eco de los universalia ante rem [universales anteriores a la cosa]. La fuerza apolínea, sin embargo, dirigida al restablecimiento del casi triturado in¬dividuo, irrumpe aquí con el bálsamo saludable de un enga¬ño delicioso: de repente creemos estar viendo nada más que a Tristán, que inmóvil y con voz sofocada se pregunta: «la vieja melodía, ¿por qué me despierta?». Y lo que antes nos parecía un gemido hueco brotado del centro del ser, ahora quiere decirnos tan sólo cuán «desierto y vacío está el mar». Y cuando imaginábamos extinguirnos sin aliento, en un es-pasmódico estirarse de todos los sentimientos, y sólo una pequeña cosa nos ligaba a esta existencia, ahora oímos y ve¬mos tan sólo al héroe herido de muerte, que, sin embargo, no muere, y que desesperadamente grita: «¡Anhelar! ¡Anhe¬lar! ¡Anhelar, al morir, no morir de anhelo!». Y si antes el júbilo del cuerno, tras tal desmesura y tal exceso de voraces tormentos, nos partió el corazón, casi como el más grande de los tormentos, ahora entre nosotros y ese «júbilo en sí» está Kurwenal, el cual grita de alegría mirando hacia el barco que trae a Isolda. Por muy violentamente que la compasión nos invada, en cierto sentido es ella, sin embargo, la que nos salva del sufrimiento primordial del mundo, de igual modo que es la imagen simbólica del mito la que nos salva de la in¬tuición inmediata de la Idea suprema del mundo, y son el pensamiento y la palabra los que nos salvan de la efusión no refrenada de la voluntad inconsciente. Gracias a este magní-fico engaño apolíneo parécenos que incluso el reino mismo de los sonidos sale a nuestro encuentro como un mundo plástico, que también en este mundo ha sido modelado y acuñado plásticamente, como en la más delicada y expresi¬va de las materias, sólo el destino de Tristán e Isolda.
De este modo lo apolíneo nos arranca de la universali¬dad dionisíaca y nos hace extasiarnos con los individuos; a ellos encadena nuestro movimiento de compasión, me¬diante ellos calma el sentimiento de belleza, que anhela for¬mas grandes y sublimes; hace desfilar ante nosotros imáge¬nes de vida y nos incita a captar con el pensamiento el núcleo vital en ellas contenido. Con la energía enorme de la imagen, del concepto, de la doctrina ética, de la excitación simpática, lo apolíneo arrastra al hombre fuera de su autoa¬niquilación orgiástica y, pasando engañosamente por alto la universalidad del suceso dionisíaco, le lleva á la ilusión de que él ve una sola imagen del mundo, por ejemplo Tristán e Isolda, y que, mediante la música, tan sólo la verá mejor y más íntimamente. ¿Qué no logrará la magia terapéutica de Apolo, si incluso en nosotros puede suscitar el engaño de que realmente lo dionisíaco, puesto al servicio de lo apolíneo, es capaz de intensificar los efectos de éste, más aún, de que la música es incluso en su esencia el arte de representar un contenido apolíneo?
Con esa armonía preestablecida que impera entre el dra¬ma perfecto y su música el drama alcanza un grado supre¬mo de visualidad, inaccesible, por lo demás, al drama ha¬blado. De igual modo que todas las figuras vivientes de la escena se simplifican ante nosotros en las líneas melódicas que se mueven independientemente, hasta alcanzar la cla¬ridad de la línea ondulada, así la combinación de esas líneas resuena para nosotros en el cambio armónico, que simpati¬za de la manera más delicada con el suceso que se mueve: gracias a ese cambio las relaciones de las cosas se nos vuel¬ven inmediatamente perceptibles, perceptibles de una ma¬nera sensible, no abstracta en absoluto, de igual forma que también gracias a ese cambio nos damos cuenta de que sólo en esas relaciones se revela con pureza la esencia de un ca¬rácter y de una línea melódica. Y mientras la música nos constriñe de ese modo a ver más, y de un modo más íntimo que de ordinario, y a desplegar ante nosotros como una de¬licada tela de araña el suceso de la escena, para nuestro ojo espiritualizado, que penetra con su mirada en lo ínti¬mo, el mundo de la escena se ha ampliado de un modo infi¬nito y asimismo se encuentra iluminado desde dentro. ¿Qué cosa análoga podría ofrecer el poeta de las palabras, que se esfuerza por alcanzar aquella ampliación interior del mundo visible de la escena y su iluminación interna con un mecanismo mucho más imperfecto, por un camino indi¬recto, a partir de la palabra y del concepto? Y si es cierto que también la tragedia musical agrega la palabra, ella pue¬de mostrar juntos a la vez el substrato y el lugar de naci¬miento de la palabra y esclarecernos desde dentro el deve-nir de ésta.
Pero de este suceso descrito se podría decir con igual de¬cisión que es sólo una apariencia magnífica, a saber, aquel engaño apolíneo mencionado antes, gracias a cuyo efecto debemos quedar nosotros descargados del embate y la des-mesura dionisíacos. En el fondo, la relación de la música con el drama es cabalmente la inversa: la música es la auténtica Idea del mundo, el drama es tan sólo un reflejo de esa Idea, una aislada sombra de la misma. Aquella identidad entre la línea melódica y la figura viviente, entre la armonía y las re¬laciones de carácter de aquella figura, es verdadera en un sentido opuesto al que podría parecernos al contemplar la tragedia musical. Aun cuando movamos la figura de la ma¬nera más visible y la vivifiquemos e iluminemos desde den¬tro, ésta continuará siendo siempre tan sólo la apariencia, desde la cual no hay ningún puente que conduzca a la reali¬dad verdadera, al corazón del mundo. Pero es desde este co¬razón desde el que la música habla; y aunque innumerables apariencias de esa especie desfilasen al son de la misma música, no agotarían nunca la esencia de ésta, sino que se¬rían siempre tan sólo sus reflejos exteriorizados. Con la an¬títesis popular, y del todo falsa, de alma y cuerpo no se pue¬de aclarar nada, desde luego, en la difícil relación entre música y drama, y se puede embrollar todo; pero, quién sabe por qué razones, justo entre nuestros estéticos la gro¬sería afilosófica de esa antítesis parece haberse convertido en un artículo de fe profesado con gusto, mientras que nada han aprendido acerca de la antítesis entre apariencia y cosa en sí, o, por razones igualmente desconocidas, nada han querido aprender.
Si con nuestro análisis se hubiera llegado al resultado de que aquello que de apolíneo hay en la tragedia ha consegui¬do, gracias a su engaño, una victoria completa sobre el ele¬mento dionisíaco primordial de la música, y que se ha aprovechado de ésta para sus propósitos, a saber, para un escla¬recimiento máximo del drama, habría que añadir, desde luego, una restricción muy importante: en el punto más esen¬cial de todos aquel engaño queda roto y aniquilado. El dra¬ma, que con la ayuda de la música se despliega ante nosotros con una claridad, tan iluminada desde dentro, de todos los movimientos y figuras, como si nosotros estuviésemos vien¬do surgir el tejido en el telar, subiendo y bajando - alcanza en cuanto totalidad un efecto que está más allá de todos los efectos artísticos apolíneos. En el efecto de conjunto de la tra¬gedia lo dionisíaco recobra la preponderancia; la tragedia concluye con un acento que jamás podría brotar del reino del arte apolíneo. Y con esto el engaño apolíneo se muestra como lo que es, como el velo que mientras dura la tragedia recubre el auténtico efecto dionisíaco: el cual es tan podero¬so, sin embargo, que al final empuja al drama apolíneo mis¬mo hasta una esfera en que comienza a hablar con sabiduría dionisíaca y en que se niega a sí mismo y su visibilidad apolí¬nea. La difícil relación que entre lo apolíneo y lo dionisíaco se da en la tragedia se podría simbolizar realmente mediante una alianza fraternal de ambas divinidades: Dioniso habla el lenguaje de Apolo, pero al final Apolo habla el lenguaje de Dioniso: con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la tragedia y del arte en general.
Veintidós
Que el amigo atento traiga al recuerdo de manera pura y sin mezcla, según sus propias experiencias, el efecto produ¬cido por una verdadera tragedia musical. Pienso haber des¬crito de tal manera el fenómeno de ese efecto, por ambos la¬dos, que él sabrá ahora darse a sí mismo una interpretación de sus propias experiencias. Se acordará, en efecto, de que, en lo referente al mito que se movía delante de él, se sentía al¬zado a una especie de omnisciencia, como si ahora la fuerza visiva de sus ojos no fuera sólo una fuerza capaz de ver la su¬perficie, sino capaz de penetrar en lo interior, y como si aho¬ra, con ayuda de la música, las efervescencias de la voluntad, la lucha por los motivos, la corriente desbordante de las pa¬siones él las viese ante sí de un modo, por así decirlo, concre¬tamente visible, cual una muchedumbre de líneas y figuras que se mueven, y por ello pudiera sumergirse hasta los se¬cretos más delicados de las emociones inconscientes. Mien¬tras cobra así consciencia de que sus instintos dirigidos a la visibilidad y a la transfiguración experimentan una intensi¬ficación suma, siente con igual nitidez que esa larga serie de efectos artísticos apolíneos no produce, sin embargo, aque¬lla feliz permanencia en una intuición exenta de voluntad que en él suscitan con sus obras de arte el escultor y el poeta épico, es decir, los artistas auténticamente apolíneos: es de¬cir, la justificación, alcanzada en aquella intuición, del mundo de la individuatio [individuación], justificación que consti¬tuye la cumbre y la síntesis del arte apolíneo. Mira el mundo transfigurado de la escena, y sin embargo lo niega. Con una claridad y belleza épicas ve ante sí al héroe trágico, y sin em-bargo se alegra de su aniquilación. Comprende hasta lo más íntimo el suceso de la escena, y sin embargo le gusta refu-giarse en lo incomprensible. Siente que las acciones del hé¬roe están justificadas, y sin embargo se exalta más cuando esas acciones aniquilan a su autor. Sé estremece ante los su¬frimientos que caerán sobre el héroe, y sin embargo presien¬te en ellos un placer superior, mucho más prepotente. Ve más y con mayor profundidad que nunca, y sin embargo de¬sea estar ciego. De qué podemos derivar este milagroso au¬todesdoblamiento, esta rotura de la púa apolínea, sino de la magia dionisíaca, que, excitando aparentemente al sumo las emociones apolíneas, es capaz, sin embargo, de forzar a ese desbordamiento de fuerza apolínea a que le sirva a ella. El mito trágico sólo resulta inteligible como una representación simbólica de la sabiduría dionisíaca por medios artísticos apolíneos; él lleva el mundo de la apariencia a los límites en que ese mundo se niega a sí mismo e intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas y únicas; donde luego, con Isolda, parece entonar así su metafísico canto de cisne:
Del mar de la delicia
en la ondeante crecida,
de las olas perfumadas
en el retumbante sonido,
de la respiración del mundo
en el anheloso todo –
ahogarse - hundirse –
¡inconsciente - supremo placer!
Así es como, guiándonos por las experiencias del oyente verdaderamente estético, nos imaginamos nosotros al artis¬ta trágico mismo, nos imaginamos cómo crea sus figuras cual si fuera una exuberante divinidad de la individuatio, y en este sentido difícilmente se podría considerar su obra como una «imitación de la naturaleza», - cómo luego, sin embargo, su enorme instinto dionisíaco se engulle todo ese mundo de las apariencias, para hacer presentir detrás de él, y mediante su aniquilación, una suprema alegría primordial artística en el seno de lo Uno primordial. Ciertamente nues¬tros estéticos nada saben decirnos de este retorno a la patria primordial, de la alianza fraterna de ambas divinidades ar¬tísticas en la tragedia, ni de la excitación tanto apolínea como dionisíaca del oyente, mientras que no se fatigan de proclamar que lo auténticamente trágico es la lucha del hé¬roe con el destino, la victoria del orden moral del mundo, o una descarga de los afectos operada por la tragedia: esa infa¬tigabilidad me lleva a mí a pensar que no son en absoluto hombres capaces de una excitación estética y que, al escu¬char la tragedia, acaso se comporten únicamente como seres morales. Nunca, desde Aristóteles, se ha dado todavía del efecto trágico una explicación de la cual haya sido lícito in¬ferir unos estados artísticos, una actividad estética de los oyentes. Unas veces son la compasión y el miedo los que de¬ben ser llevados por unos sucesos serios hasta una descarga aliviadora, otras veces debemos sentirnos elevados y entu¬siasmados con la victoria de los principios buenos y nobles, con el sacrificio del héroe en el sentido de una consideración moral del mundo; y con la misma certeza con que yo creo que para numerosos hombres es precisamente ése, y sólo ése, el efecto que la tragedia, con esa misma claridad se infie¬re de aquí que todos ellos, junto con los estéticos que los in¬terpretan, no han tenido ninguna experiencia de la tragedia como arte supremo. Aquella descarga patológica, la cathar¬sis de Aristóteles, de la que los filólogos no saben bien si han de ponerla entre los fenómenos médicos o entre los morales, nos trae a la memoria un notable presentimiento de Goethe: «Sin un vivo interés patológico -dice-, yo nunca he conse¬guido tratar una situación trágica, y por eso he preferido evitarla a buscarla. ¿Acaso habrá sido uno de los privilegios de los antiguos el que entre ellos lo más patético era sólo un juego estético, mientras que, entre nosotros, la verdad natu¬ral tiene que cooperar para producir tal obra?». A esta úl¬tima pregunta tan profunda nos es lícito darle ahora una respuesta afirmativa, tras las magníficas experiencias que hemos tenido, tras haber experimentado con estupor, cabal¬mente en la tragedia musical, cómo lo más patético puede ser realmente tan sólo un juego estético: por lo cual nos es lí¬cito creer que sólo ahora resulta posible describir con cierto éxito el fenómeno primordial de lo trágico. Quien, incluso ahora, sólo pueda hablar de aquellos efectos sustitutivos procedentes de unas esferas extra-estéticas, y no se sienta por encima del proceso patológico-moral, lo único que pue¬de hacer es desesperar de su naturaleza estética: en cambio, nosotros le recomendamos, como un inocente sucedáneo, la interpretación de Shakespeare a la manera de Gervinus y la diligente búsqueda de la «justicia poética».
De este modo con el renacimiento de la tragedia ha vuelto a nacer también el oyente estético, cuyo lugar solía ocupar hasta ahora en los teatros un extraño quidproquo, con pre¬tensiones a medias morales y a medias doctas, el «crítico». En su esfera todo ha sido hasta ahora artificial, y sólo estaba blanqueado con una apariencia de vida. El artista actuante no sabía ya de hecho qué hacer con tal oyente que se daba ai¬res de crítico, y por ello acechaba inquieto, junto con el dra¬maturgo o el compositor de ópera que le inspiraban, los últi¬mos restos de vida de ese ser pretenciosamente árido e incapaz de gozar. De «críticos» de ésos ha estado compuesto hasta ahora el público; el estudiante, el colegial y hasta la más trivial criatura femenina estaban ya, sin saberlo, prepa¬rados por la educación y por los periódicos para percibir de ese mismo modo la obra de arte. Dado ese público, las natu¬ralezas más nobles entre los artistas contaban con la exci¬tación de fuerzas morales y religiosas, yla invocación al «or¬den moral del mundo» se presentaba como un sucedáneo allí donde propiamente una poderosa magia artística debía extasiar al oyente genuino. O bien una tendencia más gran¬diosa, o al menos excitante, de la actualidad política y social era expuesta tan claramente por el dramaturgo, que el oyente podía olvidar su extenuación crítica y abandonarse a afectos similares a los experimentados en momentos de patriotismo o de belicosidad, o ante la tribuna oratoria del Parlamento, o en la condenación del crimen y del vicio: esa alienación de los propósitos artísticos genuinos tenía que conducir acá y allá realmente a un culto de la tendencia. Sin embargo, aquí acontecía lo que desde siempre ha acontecido en todas las artes que se han vuelto artificiosas, una depravación impe¬tuosamente rápida de esas tendencias, de modo que, por ejemplo, la tendencia a emplear el teatro como una institu¬ción de formación moral del pueblo, que en tiempos de Schiller fue tomada en serio, es contada ya entre las increí¬bles antiguallas de una cultura superada. Mientras en el tea¬tro y en el concierto había implantado su dominio el crítico, en la escuela el periodista, en la sociedad la prensa, el arte degeneraba hasta convertirse en un objeto de entretenimiento de la más baja especie, y la crítica estética era utiliza¬da como aglutinante de una sociedad vanidosa, disipada, egoísta y, además, miserablemente carente de originalidad, cuyo sentido nos lo da a entender aquella parábola schopen¬haueriana de los puercos espines; de tal manera que en ningún otro tiempo se ha charlataneado tanto sobre arte y se lo ha tenido tan en menos. ¿Pero se puede todavía entablar trato con un hombre que sea capaz de conversar sobre Beetho¬ven y Shakespeare? Que cada uno responda a esta pregunta según su propio sentimiento: en todo caso, con la respuesta demostrará qué es lo que él se representa por «cultura», pre¬suponiendo que intente siquiera responder a la pregunta y no se quede ya enmudecido de sorpresa.
En cambio, algunos hombres dotados por la naturaleza con cualidades más nobles y delicadas, aun cuando se hayan convertido poco a poco, de la manera descrita, en unos bár¬baros críticos, podrían hablar del efecto tan inesperado como totalmente incomprensible que sobre ellos ha ejerci¬do, por ejemplo, una representación afortunada de Lohen¬grin: sólo que acaso no tuvieron ninguna mano que los aga¬rrase proporcionándoles advertencias e interpretaciones, de tal manera que también aquel sentimiento inconcebible¬mente diverso y absolutamente incomparable que entonces los conmovió, permaneció aislado y se extinguió tras haber brillado brevemente, cual un astro enigmático. Entonces ha¬bían presentido qué es el oyente estético.
Veintitrés
Quien quiera examinarse a sí mismo con todo rigor para saber hasta qué punto es él afin al verdadero oyente estético, o si pertenece a la comunidad de los hombres socrático-crí¬ticos, limítese a preguntarse sinceramente cuál es el senti¬miento con que él acoge el milagro representado en el escena¬rio: si acaso siente ofendido su sentido histórico, el cual está orientado hacia la causalidad psicológica rigurosa, o si con una benévola concesión, por así decirlo, admite el milagro como un fenómeno comprensible para la infancia, pero que a él se le ha vuelto extraño, o si experimenta alguna otra cosa. Ateniéndose a esto podrá medir, en efecto, hasta qué punto está él capacitado para comprender el mito, imagen compen-diada del mundo, y que, en cuanto abreviatura de la aparien¬cia, no puede prescindir del milagro. Pero lo probable es que en un examen riguroso casi todos nos sintamos tan disgrega¬dos por el espíritu histórico-crítico de nuestra cultura, que la existencia en otro tiempo del mito nos la hagamos creíble sólo por vía docta, mediante abstracciones mediadoras. Mas toda cultura, si le falta el mito, pierde su fuerza natural sana y creadora: sólo un horizonte rodeado de mitos otorga cerra¬miento y unidad a un movimiento cultural entero. Sólo por el mito quedan salvadas todas las fuerzas de la fantasía y del sueño apolíneo de su andar vagando al azar. Las imágenes del mito tienen que ser los guardianes demónicos, presentes en todas partes sin ser notados, bajo cuya custodia crece el alma joven, y con cuyos signos se da el varón a sí mismo una inter-pretación de su vida y de sus luchas: y ni siquiera el Estado conoce leyes no escritas más poderosas que el fundamento mítico, el cual garantiza su conexión con la religión, su crecer a partir de representaciones míticas.
Confróntese ahora con esto el hombre abstracto, no guia¬do por mitos, la educación abstracta, las costumbres abs¬tractas, el derecho abstracto, el Estado abstracto: recuérdese la divagación carente de toda regla, no refrenada por ningún mito patrio, de la fantasía artística: imagínese una cultura que no tenga una sede primordial fija y sagrada, sino que esté condenada a agotar todas las posibilidades y a nutrirse mezquinamente de todas las culturas - eso es el presente, como resultado de aquel socratismo dirigido a la aniquila¬ción del mito. Y ahora el hombre no-mítico está, eterna¬mente hambriento, entre todos los pasados, y excavando y revolviendo busca raíces, aun cuando tenga que buscarlas excavando en las más remotas Antigüedades. El enorme apetito histórico de la insatisfecha cultura moderna, de co¬leccionar a nuestro alrededor innumerables culturas distin¬tas, el voraz deseo de conocer, ¿a qué apunta todo esto sino a la pérdida del mito, a la pérdida de la patria mítica, del seno materno mítico? Pregúntese si la febril y tan desazonante agitación de esta cultura es otra cosa que el ávido alargar la mano y andar buscando alimentos propios del hambriento - ¿y quién podría dar todavía algo a tal cultura, que no pue¬de saciarse con todo aquello que engulle, y a cuyo contacto el alimento más vigoroso, más saludable, suele transformar¬se en «historia y crítica»?
Con dolor habría que desesperar también de nuestro ser alemán si éste estuviese ya indisolublemente ligado, más aún, unificado con su cultura de igual manera que podemos observar que lo está, para nuestro espanto, en la civiliza¬da Francia; y lo que durante largo tiempo fue la gran ven¬taja de Francia y la causa de su enorme preponderancia, jus¬to aquella unidad de pueblo y cultura, acaso nos obligaría, ante este panorama, a alabar la fortuna de que esta cultura nuestra tan problemática no haya tenido hasta ahora nada en común con el noble núcleo de nuestro carácter popular. Todas nuestras esperanzas tienden llenas de anhelo, antes bien, a percibir que, bajo esta vida y este espasmo culturales que se mueven inquietos y convulsos hacia arriba y hacia abajo, yace oculta una fuerza ancestral magnífica, íntima¬mente sana, la cual, es cierto, sólo en momentos excepciona¬les se revuelve con violencia, y luego vuelve a seguir soñando en espera de un futuro despertar. De ese abismo surgió la Reforma alemana: en su coral resonó por vez primera la me¬lodía del futuro de la música alemana. Tan profundo, ani¬moso e inspirado, tan desbordadamente bueno y delicado resonó ese coral de Lutero, como si fuera el primer reclamo dionisíaco que, en la cercanía de la primavera, brota de una intrincada maleza. A él le dio respuesta, en un eco de emula¬ción, aquel cortejo festivo, solemnemente altanero, de entu¬siastas dionisíacos a los que debemos la música alemana - ¡y a los que deberemos el renacimiento del mito alemán!
Yo sé que al amigo que me sigue con simpatía tengo que conducirlo ahora a una altiplanicie de consideraciones soli-tarias en donde tendrá pocos compañeros, y para darle áni¬mos le grito que hemos de atenernos a nuestros luminosos guías, los griegos. De ellos hemos venido tomando en présta¬mo hasta ahora, para purificar nuestro conocimiento estéti¬co, aquellas dos imágenes de dioses, cada una de las cuales rige de por sí un reino artístico separado, y acerca de cuyo contacto e intensificación mutuos hemos llegado a tener un presentimiento gracias a la tragedia griega. El ocaso de ésta tuvo que parecernos provocado por el notable hecho de que esos dos instintos artísticos primordiales se disociaran: con ese suceso concordaban una degeneración y una transforma¬ción del carácter del pueblo griego, invitándonos a una seria reflexión acerca de cuán necesaria y estrechamente se hallan ligados en sus fundamentos el arte y el pueblo, el mito y la costumbre, la tragedia y el Estado. Aquel ocaso de la tragedia fue a la vez el ocaso del mito. Hasta entonces los griegos ha-bían estado involuntariamente constreñidos a enlazar en se¬guida con sus mitos todas sus vivencias, más aún, a compren-der éstas únicamente mediante ese enlace: con lo cual también el presente más inmediato tenía que aparecérseles en seguida sub specie aeterni [bajo el aspecto de lo eterno] y, en cierto sentido, como intemporal. En esta corriente de lo in¬temporal sumergíanse tanto el Estado como el arte, para en¬contrar en ella descanso de la pesadumbre y de la avidez del instante. Y el valor de un pueblo - como, por lo demás, tam¬bién el de un hombre - se mide precisamente por su mayor o menor capacidad de imprimir a sus vivencias el sello de lo eterno: pues, por decirlo así, con esto queda desmundaniza¬do y muestra su convicción inconsciente e íntima de la relati¬vidad del tiempo y del significado verdadero, esto es, metafi¬sico de la vida. Lo contrario de esto acontece cuando un pueblo comienza a concebirse a sí mismo de un modo histó¬rico y a derribar a su alrededor los baluartes míticos: con lo cual van unidas de ordinario una mundanización decidida, una ruptura con la metafísica inconsciente de su existencia anterior, en todas las consecuencias éticas. El arte griego y, en especial, la tragedia griega retardaron sobre todo la aniquila¬ción del mito: era preciso aniquilarlos también a ellos para poder, desligados del suelo patrio, vivir desenfrenadamente en el desierto del pensamiento, de la costumbre y de la ac¬ción. Incluso ahora aquel instinto metafísico sigue intentan¬do crearse una forma, bien que debilitada, de transfiguración en un socratismo de la ciencia que apremia a vivir: pero en los niveles inferiores ese mismo instinto ha llevado tan sólo a una búsqueda febril, extraviada poco a poco en un pande¬monio de mitos y supersticiones acumulados de todas par¬tes: en el centro de ese pandemonio, sin embargo, se asentó el heleno con un corazón insatisfecho, hasta que como graecu¬lus [gréculo] supo disimular aquella fiebre con jovialidad griega y con ligereza griega, o aturdirse del todo en cualquier lóbrega superstición oriental.
Desde la resurrección de la Antigüedad romano-alejan¬drina en el siglo xv, tras un prolongado entreacto difícil de describir, nosotros nos hemos aproximado de la manera más llamativa a ese estado. En las cumbres, la misma abun-dantísima ansia de saber, la misma insaciada felicidad de encontrar, esa mundanización enorme, y junto a ello un apátrida andar vagando, un ávido agolparse a las mesas ex¬tranjeras, un frívolo endiosamiento del presente, o un apar¬tamiento obtuso y aturdido, todo sub specie saeculi [bajo el aspecto del siglo], del «tiempo de ahora» [Jetztzeit]: sín¬tomas idénticos que permiten adivinar en el corazón de esa cultura un fallo idéntico, la aniquilación del mito. Parece que apenas es posible transplantar con éxito durable un mito extranjero sin producir con ese transplante un daño in¬curable al árbol: el cual acaso alguna vez sea lo bastante fuer¬te y sano como para volver a expeler con una lucha terrible ese elemento extranjero, pero de ordinario tiene que consu¬mirse, unas veces enclenque y atrofiado, otras en una proli¬feración espasmódica. Nosotros tenemos en tanto el núcleo puro y vigoroso del ser alemán, que precisamente de él nos atrevemos a aguardar aquella expulsión de elementos ex¬tranjeros injertados a la fuerza, y consideramos posible que el espíritu alemán reflexione de nuevo sobre sí mismo. Aca¬so más de uno opinará que ese espíritu tiene que comenzar su lucha con la expulsión del elemento latino: y reconocerá una preparación y un estímulo externos para ello en la triunfadora valentía y en la sangrienta aureola de la última guerra pero la necesidad íntima tiene que buscarla en la emulación de ser siempre dignos de nuestros sublimes pala¬dines en esta vía, dignos tanto de Lutero como de nuestros grandes artistas y poetas. ¡Pero que no crea nunca que puede entablar semejantes luchas sin sus dioses domésticos, sin su patria mítica, sin una «restauración» de todas las cosas ale¬manas! Y si el alemán mirase vacilante a su alrededor en busca de un guía que de nuevo lo conduzca a la patria hace tanto tiempo perdida, cuyos caminos y sendas él apenas co¬noce ya - que escuche la llamada deliciosamente atrayente del pájaro dionisíaco, el cual se balancea por encima de él y quiere señalarle el camino hacia aquélla.
Veinticuatro
Entre los efectos artísticos peculiares de la tragedia mu¬sical hubimos de destacar un engaño apolíneo, el cual está destinado a salvarnos de una unificación inmediata con la música dionisíaca, mientras nuestra excitación musical pue¬de descargarse en una esfera apolínea y a base de un mundo intermedio visible intercalado. Aquí creímos haber observa¬do que aquel mundo intermedio del suceso escénico, y en general el drama, se hacía, justo por esa descarga, visible y comprensible desde dentro en un grado que en todo otro arte apolíneo resulta inalcanzable: de tal modo que aquí, donde, por así decirlo, ese arte era dotado de alas y llevado hacia lo alto por el espíritu de la música, tuvimos nosotros que reconocer la intensificación máxima de sus fuerzas, y por consiguiente, reconocer en esa alianza fraternal de Apo¬lo y de Dioniso la cúspide tanto de los propósitos artísticos apolíneos como de los dionisíacos.
Es verdad que, justo en la iluminación interna por la mú¬sica, la imagen de luz no alcanzaba el efecto peculiar de los grados más débiles del arte apolíneo; lo que la epopeya o la piedra animada son capaces de hacer, forzar al ojo que mira a entregarse a aquel éxtasis tranquilo en el mundo de la individuatio, eso no se podía alcanzar aquí, pese a una anima-, ción y claridad superiores. Hemos mirado el drama y hemos penetrado, con una mirada perforadora, en el movido mundo interno de sus motivos - y, sin embargo, nos parecía como si junto a nosotros pasase únicamente una imagen simbólica, cuyo sentido más hondo nosotros creímos casi adivinar, y que quisimos apartar, cual si fuera una cortina, para divisar tras ella la imagen primordial. La nitidez clarísima de la imagen no nos bastaba: pues ésta parecía tanto revelar algo como encubrirlo; y mientras que con su revelación simbóli¬ca parecía incitar a desgarrar el velo, a descubrir el trasfon¬do misterioso, precisamente aquella iluminada visibilidad total mantenía hechizado a su vez el ojo y le impedía pene¬trar más hondo.
A quien no haya experimentado esa vivencia, la de tener que mirar y al mismo tiempo desear ir más allá del mirar, le resultará difícil imaginarse cuán nítidos y claros subsisten juntos y son sentidos juntos esos dos procesos en la conside-ración del mito trágico: mientras que los espectadores ver¬daderamente estéticos me confirmarán que, entre los efectos peculiares de la tragedia, el más notable es esa coexistencia. Basta con transferir este fenómeno del espectador estético a un proceso análogo que se da en el artista trágico para haber comprendido la génesis del mito trágico. Con la esfera del arte apolíneo comparte éste el placer pleno por la apariencia y por la visión, y a la vez niega ese placer y tiene una satisfac¬ción aún más alta en la aniquilación del mundo de la apa¬riencia visible. El contenido del mito trágico es, en primer término, un acontecimiento épico, con la glorificación del héroe luchador: mas, ¿de dónde procede aquella tendencia, en sí enigmática, a que el sufrimiento que hay en el destino del héroe, las superaciones más dolorosas, las antítesis más torturantes de los motivos, en suma, la ejemplificación de aquella sabiduría de Sileno, o, expresado en términos estéti¬cos, lo feo y disarmónico sean representados una y otra vez de nuevo, en formas tan innumerables, con tal predilección, y cabalmente en la edad más pujante y juvenil de un pueblo, si justo en todas esas cosas no se percibe un placer superior?
Pues el hecho de que en la vida los acontecimientos se de¬sarrollen de una manera tan trágica es lo que menos explica¬ría la génesis de una forma artística; ya que el arte no es sólo una imitación de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico de la misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que pertenece al arte, el mito trágico participa también plenamente de ese propósi¬to metafísico de transfiguración, propio del arte en cuanto tal: ¿qué es lo que el mito trágico transfigura, sin embargo, cuando presenta el mundo aparencial bajo la imagen del hé¬roe que sufre? Lo que menos, la «realidad» de ese mundo aparencial, pues nos dice precisamente: «¡Mirad! ¡Mirad bien! ¡Ésta es vuestra vida! ¡Ésta es la aguja del reloj de vues¬tra existencia! ».
¿Y el mito mostraba esta vida para transfigurarla de ese modo ante nosotros? Pero si no es así, ¿en qué está entonces el placer estético con que hacemos desfilar ante nosotros también aquellas imágenes? Yo pregunto por el placer estéti¬co, y sé muy bien que muchas de esas imágenes pueden pro¬ducir además, en ocasiones, un deleite moral, por ejemplo en forma de compasión o de triunfo moral. Mas quien el efecto de lo trágico quisiera derivarlo únicamente de esas fuentes morales, como solía hacerse en la estética no hace mucho tiempo, no crea que con eso ha hecho algo por el arte: el cual, en su campo, tiene que exigir ante todo pureza. Para aclarar el mito trágico la primera exigencia es cabalmente la de bus¬car el placer peculiar de él en la esfera estética pura, sin inva¬dir el terreno de la compasión, del miedo, de lo moralmente sublime. ¿Cómo lo feo y lo disarmónico, que son el contenido del mito trágico, pueden suscitar un placer estético?
Aquí se hace necesario elevarse, con una audaz arremeti¬da, hasta una metafísica del arte, al repetir yo mi anterior te¬sis de que sólo como fenómeno estético aparecen justifica¬dos la existencia y el mundo: en ese sentido, es justo el mito trágico el que ha de convencernos de que incluso lo feo y di¬sarmónico son un juego artístico que la voluntad juega con¬sigo misma, en la eterna plenitud de su placer. Este fenóme¬no primordial del arte dionisíaco, difícil de aprehender, no se vuelve comprensible más que por un camino directo, y es aprehendido inmediatamente en el significado milagroso de la disonancia musical: de igual modo que en general es sólo la música, adosada al mundo, la que puede dar un concepto de qué es lo que se ha de entender por justificación del mundo como fenómeno estético. El placer que el mito trágico pro¬duce tiene idéntica patria que la sensación placentera de la disonancia en la música. Lo dionisíaco, con su placer pri¬mordial percibido incluso en el dolor, es la matriz común de la música y del mito trágico.
¿No se habrá facilitado esencialmente entre tanto ese difí¬cil problema del efecto trágico, por el hecho de haber recu¬rrido nosotros a la ayuda de la relación musical de la diso¬nancia? Pues ahora comprendemos qué quiere decir el que en la tragedia nosotros queramos mirar y a la vez deseemos ir más allá del mirar: en lo que respecta a la disonancia em¬pleada artísticamente, habríamos de caracterizar ese estado diciendo que nosotros queremos oír y a la vez deseamos ir más allá del oír. Ese aspirar a lo infinito, el aletazo del anhelo dentro del máximo placer por la realidad claramente perci¬bida, nos recuerdan que en ambos estados hemos de reco¬nocer un fenómeno dionisíaco, el cual vuelve una y otra vez a revelarnos, como efluvio de un placer primordial, la cons¬trucción y destrucción por juego del mundo individual, de modo parecido a como la fuerza formadora del mundo es comparada por Heráclito el Oscuro a un niño que, jugando, coloca piedras acá y allá y construye montones de arena y luego los derriba.
Así, pues, para apreciar correctamente la aptitud dionisía¬ca de un pueblo tendremos que pensar no sólo en la música del pueblo, sino, con igual necesidad, en el mito trágico de ese pueblo como segundo testigo de aquella aptitud. Pues, dado el estrechísimo parentesco existente entre la música y el mito, cabe suponer asimismo que con la degeneración y depravación del uno irá unida la atrofia del otro: si bien, por otro lado, en el debilitamiento del mito se expresa un de¬caimiento de la facultad dionisíaca. Acerca de ambas cosas, una mirada al desarrollo del ser alemán no nos dejaría nin¬guna duda: tanto en la ópera como en el carácter abstracto de nuestra existencia sin mitos, tanto en un arte decaído a mero deleite como en una vida guiada por el concepto, se nos había desvelado aquella naturaleza del optimismo so¬crático, tan ajena al arte como corrosiva de la vida. Mas, para nuestro consuelo, había indicios de que, pese a todo, el espíritu alemán, cuya salud espléndida, cuya profundidad y cuya fuerza dionisíaca no estaban destruidas, descansaba y soñaba en un abismo inaccesible, como un caballero que se ha echado a dormir: desde ese abismo se eleva hasta noso¬tros la canción dionisíaca, para darnos a entender que tam¬bién ahora ese caballero alemán continúa soñando su ances¬tral mito dionisíaco, en visiones bienaventuradas y serias. Que nadie crea que el espíritu alemán ha perdido para siem¬pre su patria mítica, puesto que continúa comprendiendo con tanta claridad las voces de los pájaros que hablan de aquella patria. Un día ese espíritu se encontrará despierto, con toda la frescura matinal de un enorme sueño: entonces matará al dragón, aniquilará a los pérfidos enanos y desper¬tará a Brunilda - ¡y ni siquiera la lanza de Wotan podrá obs¬taculizar su camino!
Amigos míos, vosotros que creéis en la música dionisíaca sabéis también qué es lo que la tragedia significa para noso-tros. En ella tenemos, renacido de la música, el mito trágico - ¡y en éste os es lícito esperar todo y olvidar lo más doloro¬so! Pero lo más doloroso para todos nosotros es - la prolon¬gada indignidad en que ha vivido el genio alemán, extraña¬do de su casa y de su patria, al servicio de pérfidos enanos. Vosotros comprendéis esta palabra - de igual modo que, al final, comprenderéis también mis esperanzas.
Veinticinco
Música y mito trágico son de igual manera expresión de la aptitud dionisíaca de un pueblo e inseparables una del otro. Ambos provienen de una esfera artística situada más allá de lo apolíneo; ambos transfiguran una región en cuyos placenteros acordes se extinguen deliciosamente tanto la disonancia como la imagen terrible del mundo; ambos juegan con la espina del displacer, confiando en sus artes mágicas extraordinariamente poderosas; ambos justifican con ese juego incluso la existencia de «el peor de los mundos». Aquí lo dionisíaco, comparado con lo apolíneo, se muestra como el poder artístico eterno y originario que hace existir al mundo entero de la apariencia: en el centro del cual se hace necesaria una nueva luz transfigu¬radora, para mantener con vida el animado mundo de la indi¬viduación. Si pudiéramos imaginarnos una encarnación de la disonancia - ¿y qué otra cosa es el ser humano? -, esa disonan¬cia necesitaría, para poder vivir, una ilusión magnífica que ex¬tendiese un velo de belleza sobre su esencia propia. Ése es el verdadero propósito artístico de Apolo: bajo cuyo nombre reunimos nosotros todas aquellas innumerables ilusiones de la bella apariencia que en cada instante hacen digna de ser vivida la existencia e instan a vivir el instante siguiente.
Sin embargo, en la consciencia del individuo humano sólo le es lícito penetrar a aquella parte del fundamento de toda existencia, a aquella parte del substrato dionisíaco del mundo que puede ser superada de nuevo por la fuerza apolí¬nea transfiguradora, de tal modo que esos dos instintos ar¬tísticos están constreñidos a desarrollar sus fuerzas en una rigurosa proporción recíproca, según la ley de la eterna jus¬ticia. Allí donde los poderes dionisíacos se alzan con tanto ímpetu como nosotros lo estamos viviendo, allí también Apolo tiene que haber descendido ya hasta nosotros, en¬vuelto en una nube; sin duda una próxima generación con¬templará sus abundantísimos efectos de belleza.
Pero que ese efecto es necesario, eso es algo que con toda seguridad lo percibiría por intuición todo el mundo, con tal de que se sintiese retrotraído alguna vez, aunque sólo fuera en sueños, a una existencia de la Grecia antigua: caminando bajo elevadas columnatas jónicas, alzando la vista hacia un horizonte recortado por líneas puras y nobles, teniendo jun¬to a sí, en mármol luminoso, reflejos de su transfigurada fi¬gura, y a su alrededor hombres que avanzan con solemnidad o se mueven con delicadeza, cuyas voces y cuyo rítmico len¬guaje de gestos suenan armónicamente - tendría sin duda que exclamar, elevando las manos hacia Apolo, en esta per¬manente riada de belleza: «¡Dichoso pueblo de los helenos! ¡Qué grande tiene que haber sido entre vosotros Dioniso, si el dios de Delos considera necesarias tales magias para curar vuestra demencia ditirámbica!» - Mas a alguien que tuviese tales sentimientos un ateniense anciano le replicaría, miran¬do hacia él con el ojo sublime de Ésquilo: «Pero di también esto, raro extranjero: ¡cuánto tuvo que sufrir este pueblo para poder llegar a ser tan bello! ¡Ahora, sin embargo, sígue¬me a la tragedia y ofrece conmigo un sacrificio en el templo de ambas divinidades!».
Escritos preparatorios de
«El nacimiento de la tragedia»
El drama musical griego
-No sólo recuerdos y resonancias de las artes dramáticas de Grecia podemos detectar en nuestro teatro de hoy: no, las formas fundamentales de éste hunden sus raíces en el suelo helénico, bien en un crecimiento natural, bien como conse-cuencia de un préstamo artificial. Sólo los nombres se han modificado y han cambiado de sitio en varios aspectos: de manera semejante a como el arte musical de la Edad Media continuaba poseyendo realmente las escalas musicales grie¬gas, incluso con los nombres griegos, sólo que, por ejemplo, lo que los griegos llamaron locrio es calificado, en los tonos eclesiásticos, de dórico. Con confusiones similares trope¬zamos en el terreno de la terminología dramática: lo que el ateniense entendía por tragedia nosotros lo subsumiremos acaso en el concepto de gran ópera: al menos esto es lo que hizo Voltaire en una carta al cardenal Quirini. En cambio, en nuestra tragedia un heleno apenas reconocería nada que pudiera corresponder a su tragedia; pero sí se le ocurriría que la estructura entera y el carácter básico de la tragedia de Shakespeare están tomados de la denominada comedia nue¬va de él. Y de hecho, es de ella de la que se han derivado, en enormes espacios de tiempo, los misterios y moralidades latino-germánicas y, finalmente, la tragedia de Shakespeare: de modo similar a como no se podrá desconocer en la forma externa del escenario de Shakespeare el parentesco genealó¬gico con la comedia ática nueva. Así, pues, mientras que aquí hemos de reconocer un desarrollo que avanza de mane¬ra natural, y que se continúa durante milenios, aquella ge¬nuina tragedia de la Antigüedad, la obra de arte de Ésquilo y de Sófocles, ha sido inoculada al arte moderno de un modo arbitrario. Lo que hoy nosotros llamamos ópera, que es una caricatura del drama musical antiguo, ha surgido por una imitación simiesca directa de la Antigüedad: desprovista de la fuerza inconsciente de un instinto natural, formada de acuerdo con una teoría abstracta, se ha portado cual si fue¬ra un homunculus producido artificialmente, como el mal¬vado duende de nuestro moderno desarrollo musical. Aque¬llos aristocráticos, cultos y eruditos florentinos que, a comienzos del siglo xvii, provocaron la génesis de la ópera, tenían el propósito claramente expresado de renovar aque¬llos efectos que la música había tenido en la Antigüedad, se¬gún tantos testimonios elocuentes. ¡Cosa extraña! Ya el primer pensamiento puesto en la ópera fue una búsqueda de efecto. Con tales experimentos quedan cortadas o, al menos, gravemente mutiladas las raíces de un arte inconsciente, brotado de la vida del pueblo. Así en Francia el drama popu¬lar fue suplantado por la denominada tragedia clásica, es de¬cir, por un género surgido nada más que por vía docta, des¬tinado a contener sin mezcla alguna la quintaesencia de lo trágico. También en Alemania quedó socavada a partir de la Reforma la raíz natural del drama, la comedia de carnaval; desde entonces apenas se ha vuelto a intentar crear de nuevo una forma nacional, en cambio se ha pensado y poetizado de acuerdo con las pautas vigentes en naciones extranjeras. Para el desarrollo de las artes modernas la erudición, el sa¬ber y la sabihondez conscientes constituyen el auténtico es¬torbo: todo crecer y evolucionar en el reino del arte tienen que producirse dentro de una noche profunda. La historia de la música enseña que la sana evolución progresiva de la músicagriega quedó de súbito máximamente obstaculizada y perjudicada en la Alta Edad Media cuando, tanto en la teo¬ría como en la práctica, se volvió de manera docta a lo anti¬guo. El resultado fue una atrofia increíble del gusto: en las continuas contradicciones entre la presunta tradición y el oído natural se llegó a no componer ya música para el oído, sino para el ojo. Los ojos debían admirar la habilidad con¬trapuntística del compositor: los ojos debían reconocer la capacidad expresiva de la música. ¿Cómo se podía lograr esto? Se dio a las notas el color de las cosas de que en el texto se hablaba, es decir, verde cuando lo que se mencionaba eran plantas, campos, viñedos, rojo púrpura cuando eran el sol y la luz. Esto era música-literatura, música para leer. Esto que aquí nos parece un claro absurdo, en el terreno de que aquí voy a hablar sólo unos pocos vieron en seguida que lo era. Yo afirmo, en efecto, que el Esquilo y el Sófocles que no¬sotros conocemos nos son conocidos únicamente como po¬etas del texto, como libretistas, es decir, que precisamente nos son desconocidos. Pues mientras que en el campo de la música hace ya mucho tiempo que hemos superado esa fan¬tasmagoría docta que es una música para leer, en el campo de la poesía la innaturalidad del poema-libreto domina de manera tan exclusiva, que cuesta reflexión decirse hasta qué punto somos por necesidad injustos con Píndaró, Ésquilo y Sófocles, más aún, por qué propiamente no los conocemos. Cuando los llamamos poetas, queremos decir precisamente poetas del libro: mas justo con esto perdemos toda intelec¬ción de su esencia, la cual se nos descubre únicamente cuan¬do alguna vez, en una hora intensa y rica de fantasía, hacemos desfilar ante nuestra alma la ópera de un modo tan idea¬lizado, que se nos da precisamente una intuición del drama musical antiguo. Pues por muy desfiguradas que se encuen¬tren todas las proporciones en la denominada gran ópera, aun cuando ésta sea producto de la dispersión, no del reco¬gimiento, esclava de la peor de las versificaciones y de una música indigna: aun cuando aquí todo sea mentira y desver¬güenza: no hay, con todo, ningún otro medio de hacerse una idea clara sobre Sófocles más que intentando adivinar, a par¬tir de esa caricatura, su imagen primordial y eliminando con el pensamiento, en una hora de entusiasmo, todo lo torcido y desfigurado. Esa imagen de la fantasía tiene que ser inves¬tigada entonces con cuidado, y confrontada en cada una de sus partes con la tradición de la Antigüedad, para que no su¬perhelenicemos acaso lo helénico y nos inventemos una obra de arte que no tiene patria alguna en ningún lugar del mundo. Es éste un peligro nada pequeño. Pues hasta no hace mucho tiempo se consideró como un axioma incondicional del arte que toda plástica ideal tiene que ser incolora, que la escultura antigua no permite el empleo del color. Muy lenta-mente, y con la más vehemente resistencia de aquellos hiper¬helenos, se ha ido abriendo paso la visión polícroma de la plástica antigua, según la cual ésta no tiene que ser imagina¬da desnuda, sino revestida con una capa de color. De mane¬ra semejante goza de universal simpatía la tesis estética de que una unión de dos y más artes no puede producir una elevación del goce estético, sino que es, antes bien, un extra¬vío bárbaro del gusto. Pero esa tesis demuestra a lo sumo la mala habituación moderna, que hace que nosotros no poda¬mos ya gozar como hombres enteros: estamos, por así decir¬lo, rotos en pedazos por las artes absolutas, y ahora gozamos también como pedazos, unas veces como hombres-oídos, otras veces como hombres-ojos, y así sucesivamente. Con¬frontemos con esto la manera como el genial Anselm Feuer¬bach se representa aquel drama antiguo como arte total: «No es de extrañar -dice- que, dada su afinidad electiva, que tiene unas razones profundas, las artes particulares acaben fundiéndose de nuevo en un todo inseparable, que es una nueva forma de arte. Los juegos olímpicos reunían en una unidad político-religiosa a las tribus griegas separadas: el festival dramático se parece a una festividad de reunifica¬ción de las artes griegas. Su modelo estaba dado ya en aque¬llas festividades de los templos en que la aparición plástica del dios era celebrada, ante una devota muchedumbre, con bailes y cantos. Como allí, también aquí el marco y la base lo forma la arquitectura, mediante la cual la esfera poética su¬perior queda visiblemente apartada de la realidad. En la de¬coración vemos ocupado al pintor, y en la suntuosidad de los trajes vemos desplegado todo el encanto de un abigarrado juego de colores. Del alma del conjunto se ha hecho dueño el arte poético; pero, una vez más, no como una forma poética aislada, cual ocurre en el culto del templo, no, por ejemplo, como himno. Aquellos relatos, tan esenciales al drama grie¬go, del angelos y del exangelos o de los mismos personajes que actúan, nos retrotraen a la epopeya. En las escenas apa¬sionadas y en el coro tiene su lugar la poesía lírica, y, cierta¬mente, según todas sus gradaciones, desde la erupción in¬mediata del sentimiento, en interjecciones, desde la flor delicadísima de la canción, hasta el himno y el ditirambo. Con la recitación, el canto y la música de flauta, y con el paso cadencioso del baile no queda aún cerrado del todo el círcu¬lo. Pues si la poesía constituye el elemento fundamental y más íntimo del drama, a su encuentro sale, en esta su nueva forma, la escultura». Hasta aquí Feuerbach. Es seguro que es en presencia de tal obra de arte donde nosotros tenemos que aprender el modo de gozar como hombres enteros: mientras que puede temerse que, aun colocados ante ella, nosotros nos dividiríamos en pedazos para asimilarla. Yo creo incluso que si alguno de nosotros fuese trasladado de repente a una representación festiva ateniense, la primera impresión que tendría sería la de un espectáculo completa¬mente bárbaro y extraño. Y esto, por muchas razones. A ple¬no sol, sin ninguno de los misteriosos efectos del atardecer y de la luz de las lámparas, en la más chillona realidad vería un inmenso espacio abierto completamente lleno de seres hu¬manos: las miradas de todos, dirigidas hacia un grupo de varones enmascarados que se mueven maravillosamente en el fondo y hacia unos pocos muñecos de dimensiones supe¬riores a la humana, que, en un escenario largo y estrecho, evolucionan arriba y abajo a un compás lentísimo. Pues qué otro nombre sino el de muñecos tenemos que dar a aquellos seres que, erguidos sobre los altos zancos de los coturnos, con el rostro cubierto por gigantescas máscaras que sobre¬salen por encima de la cabeza y que están pintadas con colo¬res violentos, con el pecho y el vientre, los brazos y las pier¬nas almohadillados y rellenados hasta resultar innaturales, apenas pueden moverse, aplastados por el peso de un vesti¬do con cola que llega hasta el suelo y de una enorme peluca. Además esas figuras han de hablar y cantar a través de los orificios desmesuradamente abiertos de la boca, con un tono fortísimo para hacerse entender por una masa de oyen¬tes de más de 20.000 personas: en verdad, una tarea heroica, digna de un guerrero de Maratón. Pero nuestra admiración se acrecienta cuando nos enteramos de que cada uno de esos actores-cantantes tenía que pronunciar en un esfuerzo de diez horas de duración unos 1.600 versos, entre los que ha¬bía al menos seis partes cantadas, mayores y menores. Y esto, ante un público que censuraba inexorablemente cual¬quier exageración en el tono, cualquier acento incorrecto, en Atenas, donde, según la expresión de Lessing, hasta la plebe poseía un juicio fino y delicado. ¡Qué concentración y en¬trenamiento de las fuerzas, qué prolongada preparación, qué seriedad y entusiasmo en el hacerse cargo de la tarea ar¬tística tenemos que presuponer aquí, en suma, qué actores ideales! Aquí estaban planteadas tareas para los ciudadanos más nobles, aquí no quedaba deshonrado, aun en el caso de fracasar, un guerrero de Maratón, aquí el actor sentía que, vestido con su ropaje, representaba una elevación por enci¬ma de la forma cotidiana de ser hombre, y sentía también dentro de sí una exaltación en la que las palabras patéticas e imponentes de Esquilo tenían que ser para él un lenguaje na¬tural.
Pero lleno de unción, igual que el actor, escuchaba tam¬bién el oyente: también sobre él se expandía un estado de ánimo festivo inusitado, deseado largo tiempo. Lo que a aque¬llos varones los empujaba al teatro no era la angustiada hui¬da del aburrimiento, la voluntad de liberarse por algunas horas, a cualquier precio, de sí mismos y de su propia mez¬quindad. El griego huía de la disipante vida pública que le era tan habitual, huía de la vida en el mercado, en la calle y en el tribunal, y se refugiaba en la solemnidad de la acción teatral, solemnidad que producía un estado de ánimo tran¬quilo e invitaba al recogimiento: no como el viejo alemán, que, cuando alguna vez rompía el círculo de su existencia ín¬tima, lo que deseaba era distracción, y la distracción auténti¬ca y divertida la encontraba en los debates jurídicos, que por eso determinaron la forma y la atmósfera también de su dra¬ma. Por el contrario, el alma del. ateniense que iba a ver la tragedia en las grandes dionisias continuaba teniendo en sí algo de aquel elemento de que nació la tragedia. Ese elemen¬to es el impulso primaveral, que explota con una fuerza ex¬traordinaria, un irritarse y enfurecerse, teniendo sentimientos mezclados, que conocen, al aproximarse la primavera, todos los pueblos ingenuos y la naturaleza entera. Como es sabido, también nuestras comedias y nuestras mascaradas de carna¬val son en su origen festividades primaverales de ese tipo, que sólo por razones eclesiásticas quedan«trasladadas a una fecha un poco anterior. Todo es aquí instinto profundísimo: aquellos enormes cortejos dionisíacos de la Grecia antigua tienen su analogía en los bailarines de san Juan y de san Vito de la Edad Media, los cuales iban de ciudad en ciudad bai¬lando, cantando y saltando, en masas cada vez mayores. Aun cuando la medicina de hoy hable de ese fenómeno como de una epidemia popular de la Edad Media: nosotros retendre¬mos únicamente que el drama antiguo floreció a partir de una epidemia popular de ese tipo, y que la desgracia de las artes modernas es no haber brotado de semejante fuente misteriosa. No es un capricho ni una travesura arbitraria el que, en los primeros comienzos del drama, muchedumbres excitadas de un modo salvaje, disfrazadas de sátiros y sile¬nos, pintados los rostros con hollín, con minio y otros jugos vegetales, coronadas de flores las cabezas, anduviesen erran¬tes por campos y bosques: el efecto omnipotente de la pri¬mavera, que se manifiesta tan de súbito, incrementa aquí también las fuerzas vitales con tal desmesura, que por todas partes aparecen estados extáticos, visiones y una creencia en una transformación mágica de sí mismo, y seres acordes en sus sentimientos marchan en muchedumbres por el campo. Y aquí está la cuna del drama. Pues su comienzo no consiste en que alguien se disfrace y quiera producir un engaño en otros: no, antes bien, en que el hombre esté fuera de sí y se crea a sí mismo transformado y hechizado. En el estado del «hallarse-fuera-de-sí», en el éxtasis, ya no es menester dar más que un solo paso: no retornamos a nosotros mismos, sino que ingresamos en otro ser, de tal modo que nos porta¬mos como seres transformados mágicamente. De aquí pro¬cede, en última instancia, el profundo estupor ante el espec¬táculo del drama: vacila el suelo, la creencia en la indisolu¬bilidad y fijeza del individuo. Y de igual modo que, en contraste total con Lanzadera en el Sueño de una noche de verano el entusiasta dionisíaco cree en su transforma¬ción, así el poeta dramático cree en la realidad de sus perso¬najes. Quien no abrigue esa creencia, puede seguir pertene¬ciendo, sin duda, a los que agitan el tirso, a los diletantes, pero no a los verdaderos servidores de Dioniso, los bacan¬tes.
En la época de florecimiento del drama ático, algo de esa vida natural dionisíaca perduraba todavía en el alma de los oyentes. Éstos no eran un perezoso, fatigado público abona¬do todas las tardes, que llega al teatro con unos sentidos can-sados y rendidos de fatiga, para dejarse emocionar aquí. En contraposición a este público, que es la camisa de fuerza de nuestro teatro de hoy, el espectador ateniense, cuando se si¬tuaba en las gradas del teatro, continuaba teniendo sus sen¬tidos frescos, matinales, festivamente estimulados. Para él lo sencillo no era todavía demasiado sencillo: su erudición es¬tética consistía en los recuerdos de felices días anteriores de teatro, su confianza en el genio dramático de su pueblo era ilimitada. Pero lo más importante es que eran tan raras las veces que sorbía la bebida de la tragedia, que siempre la sa¬boreaba como si fuera la primera vez. En este sentido voy a citar las palabras del más importante arquitecto vivo, el cual da su voto en favor de los frescos en el techo y de las cúpulas pintadas. «Nada es más ventajoso - dice - para la obra de arte que el que quede sustraída al contacto directo y vulgar con lo inmediato y a la línea de visión habitual del hombre. Por el hábito de ver cómodamente queda tan embotado el nervio óptico, que el encanto y las proporciones de los colores y las formas ya no los reconoce más que como si estuvie¬ran detrás de un velo.» Sin duda estará permitido reivin¬dicar algo análogo también para el raro goce del drama: les favorece a los cuadros y a los dramas que se los mire con una actitud y un sentimiento poco habituales: si bien tampoco queremos recomendar ya con esto la vieja costumbre roma¬na de permanecer de pie en el teatro.
Hasta ahora nos hemos venido fijando únicamente en el actor y en el espectador. Pensemos también, en tercer lugar, en el poeta (Poet): esta palabra la tomo aquí, claro está, en su sentido más amplio, tal como la entendieron los griegos. Es exacto que los trágicos griegos han ejercido sus inmensos efectos sobre el arte moderno tan sólo en cuanto libretistas; pero si bien esto es verdad, yo estoy convencido de que una representación real e íntegra de una trilogía esquilea, con ac¬tores, público y poetas áticos, tendría que producir realmen¬te un efecto anonadante, pues nos revelaría el hombre estéti¬co con una perfección y una armonía tales que, frente a ellas, nuestros grandes poetas aparecerían sin duda como estatuas bellamente iniciadas, pero no trabajadas hasta el final.
En la Antigüedad griega al dramaturgo le estaba plantea¬da su tarea de la manera más difícil posible: una libertad cual la disfrutan nuestros poetas escénicos en lo referente a elección de materia, número de actores e innume ables otras cosas le parecería al juez ático del arte una falta de discipli¬na. Todo el arte griego está penetrado de la orgullosa ley de que sólo lo más dificil constituye una tarea digna del varón libre. Así, la autoridad y la gloria de una obra de arte plástico dependían en gran manera de la dificultad de su realización, de la dureza de la materia empleada. Entre las dificultades especiales que hicieron que el camino hacia la fama dramá¬tica no llegase a ser nunca muy ancho, cuéntanse el número limitado de actores, el empleo del coro, el restringido ciclo de mitos, pero sobre todo aquella virtud de pentatleta, la ne¬cesidad de poseer dotes productivas de poeta y de músico, en la orquéstica y en la dirección, y, por fin, de actor. Lo que constituye siempre para nuestros poetas dramáticos el ancla de salvación es la novedad y, con ello, lo interesante de la ma¬teria que han elegido para su drama. Piensan igual que los improvisadores italianos, los cuales narran una historia nueva hasta llegar a su punto culminante y a la máxima ten¬sión, y entonces están persuadidos de que ya nadie se irá an¬tes del final. Ahora bien, el retener hasta el final mediante el atractivo de lo interesante era algo nunca oído entre los trágicos griegos: las materias de sus obras maestras eran co¬nocidas desde antiguo, y, en forma épica y lírica, resultaban familiares desde la infancia a los oyentes. El despertar ver¬dadero interés por un Orestes y un Edipo era ya una proeza heroica: pero ¡qué restringidos, qué arbitrariamente limi¬tados eran los medios que era lícito emplear para suscitar ese interés! Aquí entra en consideración sobre todo el coro, el cual era tan importante para el poeta antiguo como lo eran para el trágico francés los personajes aristocráticos que tenían sus puestos a ambos lados de la escena y que, por así decirlo, transformaban el escenario en una antecámara principesca. De igual modo que, por consideración a ese singular «coro», que no intervenía y, sin embargo, sí interve¬nía en la representación, al trágico francés no le era lícito modificar los decorados, de igual modo que el lenguaje y el gesto en el escenario se guiaban por el modelo de ese «coro»: así el coro antiguo exigía que la acción entera en todo drama se desarrollase en público -y que el lugar de acción de la tra¬gedia fuese un lugar abierto. Es ésta una exigencia temera¬ria: pues el acto trágico y la preparación para el mismo no se los suele encontrar precisamente en la calle, sino que donde mejor crecen es en lo oculto. Todo en público, todo a plena luz, todo en presencia del coro - ésa era la cruel exigencia. No es que esto se hubiera expresado alguna vez como exi¬gencia, en razón de una sutileza estética cualquiera: antes bien, en el largo proceso de desarrollo del drama se había al¬canzado ese nivel, y se lo había mantenido, sabiendo por ins¬tinto que para el genio eminente había aquí una tarea emi¬nente a resolver. Es sabido, en efecto, que la tragedia no fue originariamente más que un gran canto coral: pero este co¬nocimiento histórico nos da de hecho la clave de ese raro problema. En los mejores tiempos el efecto capital y de con¬junto de la tragedia antigua continuaba descansando en el coro: éste era el factor con que se tenía que contar ante todo, al que no era lícito dejar dé lado. Aquel nivel en que se man¬tuvo el drama aproximadamente desde Ésquilo hasta Eurí¬pides es un nivel en que el coro había quedado ya tan en se¬gundo plano como para continuar dando justamente el colorido de conjunto. Un solo paso más, y la escena dominó a la orquesta, la colonia a la metrópoli; la dialéctica de los personajes escénicos y sus cantos individuales pasaron a pri¬mer plano y se impusieron sobre la impresión coral-musical de conjunto que había estado vigente hasta entonces. Ese paso fue dado, y Aristóteles, contemporáneo del mismo, lo fijó en su famosa definición, tan desorientadora, y que no expresa en absoluto la esencia del drama esquileo.
El primer pensamiento al proyectar un poema dramático tenía que ser, por tanto, el inventar un grupo de varones o mujeres que estuviesen estrechamente vinculados con los personajes de la acción: después era necesario buscar oca¬siones en las que pudieran hacer irrupción sentimientos lí¬rico-musicales masivos. En cierto modo el actor miraba des¬de el coro a los personajes del escenario, y con él lo hacía el público ateniense: nosotros, que no tenemos más que el li¬breto, miramos desde el escenario hacia el coro. El significa¬do de éste no es posible agotarlo con una comparación. Si Schlegel lo calificó de «espectador ideal», esto quiere de¬cir únicamente que, en la manera como el coro concibe los acontecimientos, el poeta sugiere a la vez la manera como, según su deseo, debe concebirlos el espectador. Mas con esto se ha resaltado bien únicamente un aspecto: sobre todo es importante que quien representa al héroe le grite al espectador sus sentimientos a través del coro como a través de un alta¬voz, con una ampliación colosal. Aun cuando sea un grupo de personajes, musicalmente el coro no representa, sin em¬bargo, una masa, sino sólo un enorme individuo, dotado de unos pulmones mayores que los naturales. No es éste el sitio de indicar cuál es el pensamiento ético que hay en la música coral unísona de los griegos: ella forma la antítesis más po¬derosa del desarrollo de la música cristiana, en la que la ar¬monía, auténtico símbolo de la mayoría, ha dominado du¬rante largo tiempo, hasta el punto de que la melodía quedó asfixiada y tuvo que volver a ser descubierta de nuevo. El coro es el que ha prescrito los límites a la fantasía poética que en la tragedia se patentiza: el baile coral religioso, con su an¬dante solemne, rodeaba de barreras el espíritu inventivo de los poetas, tan travieso en otras ocasiones: mientras que la tragedia inglesa, que no tiene esa barrera, se comporta, con su realismo fantástico, de manera mucho más impetuosa, mucho más dionisíaca, pero, en el fondo, mucho más melan¬cólica, aproximadamente como un allegro beethoveniano. Propiamente la tesis más importante en la economía del dra¬ma antiguo es que el coro tuviese varias ocasiones grandes de entregarse a manifestaciones lírico-patéticas. Pero esto está logrado con facilidad también en el más breve fragmento de la leyenda: y por ello falta en absoluto todo lo complicado, todo lo basado en intrigas, todo lo combinado de manera sutil y artificial, en suma, todo lo que constituye cabalmente el carácter del drama moderno. En el drama musical anti¬guo no había nada que la gente tuviera que calcular: en él in¬cluso la astucia de ciertos héroes del mito tiene en sí algo sencillo y honesto. Nunca, ni siquiera en Eurípides, se trans¬formó la esencia del espectáculo en la esencia del juego de ajedrez: mientras que ciertamente lo ajedrecístico se con¬virtió en el rasgo fundamental de la denominada comedia nueva. Por ello cada uno de los dramas de los antiguos se pa¬rece, en su sencilla estructura, a un solo acto de nuestras tra¬gedias, y, desde luego, casi siempre al quinto acto, el cual lle¬va a la catástrofe con pasos cortos y rápidos. La tragedia clásica francesa, como no conocía su modelo, el drama mu¬sical griego, más que precisamente como libreto, y con la in¬troducción del coro caía en perplejidades, tuvo que admitir en sí un elemento totalmente nuevo, sólo para llenar los cinco actos prescritos por Horacio: ese lastre, sin el que aquella forma de arte no se habría arriesgado a salir al mar, era la in¬triga, es decir, un enigma a resolver para el entendimiento y una palestra de las pasiones pequeñas, que en el fondo no son trágicas: con esto su carácter se aproximó significativa¬mente al de la comedia ática nueva. Comparada con ésta, la tragedia antigua era pobre de acción y de tensión: incluso puede decirse que en sus etapas evolutivas anteriores no te¬nía puestas sus miradas en modo alguno en el obrar, el δράμα, sino en el padecer, el πάυος. La acción se añadió cuando surgió el diálogo: e incluso en la época de floreci¬miento del drama el obrar verdadero y serio no fue presen¬tado en escena descubierta. Qué otra cosa fue originaria¬mente la tragedia más que una lírica objetiva, una canción cantada partiendo del estado de determinados seres mitoló¬gicos, y, además, con el traje de los mismos. Al principio un coro ditirámbico de varones disfrazados de sátiros y silenos tenía que dar a entender qué era lo que le había excitado de tal modo: aludía a un rasgo, rápidamente comprensible para los oyentes, de la historia de las luchas y sufrimientos de Dioniso. Más tarde fue introducida la divinidad misma, con una doble finalidad: por un lado, para hacer personalmente una narración de las aventuras en que se encuentra metida en ese momento y que incitan a su séquito a participar en ellas de manera vivísima. Por otro lado, durante esos apasionados cantos corales Dioniso es en cierto modo la imagen vivien¬te, la estatua viviente del dios: y de hecho el actor antiguo tiene algo del convidado de piedra de Mozart. Un musicólo¬go moderno hace sobre esto la correcta observación si¬guiente: «En nuestro actor disfrazado - dice - nos sale a no¬sotros al encuentro un hombre natural, a los griegos en la máscara trágica les salía al encuentro un hombre artificial, estilizado en héroe, si se quiere. Nuestros profundos escena¬rios, en los cuales están agrupados a menudo unos cien per-sonajes, convierten las representaciones con toda la vivacidad que pueden en pinturas coloreadas. El estrecho escenario antiguo, con la pared del fondo muy adelantada, convertía a las pocas figuras que allí había y que se movían pausada¬mente en bajorrelieves vivientes o en vivientes imágenes marmóreas del frontón de un templo. Si un milagro hubiese insuflado vida a las figuras marmóreas de la disputa entre Atenea y Posidón del frontón del Partenón, habrían hablado sin duda el lenguaje de Sófocles».
Retorno al punto de vista, antes sugerido, de que en el drama griego el acento recae sobre el padecer, no sobre el obrar: ahora resultará más fácil comprender por qué yo opino que nosotros somos necesariamente injustos con Ésquilo y con Sófocles, que propiamente no los conocemos. No tenemos, en efecto, ninguna norma para controlar el juicio del públi¬co ático sobre una obra poética, porque no sabemos, o sólo en mínima parte sabemos, cómo se lograba que el sufrir, y en general la vida afectiva en sus erupciones, produjese una impresión conmovedora. Frente a una tragedia griega so¬mos incompetentes porque en buena parte su efecto princi¬pal descansaba sobre un elemento que se nos ha perdido, la música. A la posición de la música con respecto al drama an¬tiguo se le puede aplicar perfectamente la exigencia que Gluck formuló en el famoso prólogo a su Alcestis. La mú¬sica estaba destinada a apoyar el poema, a reforzar la expre¬sión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin in¬terrumpir la acción ni perturbarla con ornamentos inútiles. Debía ser para la poesía lo que son para un dibujo impeca¬ble y bien ordenado la viveza de los colores y una mezcla feliz de sombra y luz, que sirven únicamente para dar vida a las figuras sin destruir los contornos. La música fue aplicada, por tanto, sólo como medio para una finalidad: su tarea era la de trocar la pasión del dios y del héroe en una fortísima compasión en los oyentes. Sin duda esa misma tarea la tiene también la palabra, mas para ésta es mucho más difícil resol¬verla y sólo puede hacerlo con rodeos. La palabra actúa pri¬mero sobre el mundo conceptual, y sólo a partir de él lo hace sobre el sentimiento, más aún, con bastante frecuencia no alcanza en modo alguno su meta, dada la longitud del cami¬no. En cambio, la música toca directamente el corazón, puesto que es el verdadero lenguaje universal que en todas partes se comprende.
Es verdad que todavía hoy se encuentran difundidas opi¬niones sobre la música griega según las cuales ésta no habría sido de ninguna de las maneras semejante lenguaje univer¬salmente comprensible, sino que significaría, antes bien, un mundo sonoro inventado por vía docta, abstraído de unas doctrinas acústicas, y completamente extraño a nosotros. Acá y allá la gente mantiene, por ejemplo, la superstición de que en la música griega la tercera mayor fue sentida como una disonancia. De tales ideas tenemos que liberarnos com¬pletamente, y no olvidar nunca que la música de los griegos está mucho más próxima a nuestro sentimiento que la de la Edad Media. Las composiciones antiguas que se nos han conservado recuerdan totalmente, en su nítida articulación rítmica, nuestras canciones populares: pero fue de la can¬ción popular de donde brotaron todo el arte poético y toda la música antiguos. Es cierto que existe también música ins¬trumental pura: mas en ella se hacía valer únicamente el vir¬tuosismo. El griego genuino sentía siempre en ella algo aje¬no a su patria, algo importado del extranjero asiático. La música propiamente griega es por completo música vocal: el lazo natural entre el lenguaje de las palabras y el lenguaje de la música no está roto todavía: y esto hasta tal grado, que el poeta era también necesariamente el que ponía música a su canción. Los griegos no llegaban a conocer una canción más que a través del canto: pero al oírlo sentían también la uni¬dad intimísima de palabra y música. Nosotros, que nos he¬mos criado bajo el influjo de la grosería artística moderna, bajo el aislamiento de las artes, apenas somos ya capaces de disfrutar juntos el texto y la música. Nos hemos habituado precisamente a disfrutar, por separado, el texto en la lectura - por lo cual no nos fiamos de nuestro juicio cuando vemos recitar una poesía, representar un drama, y pedimos el libro - y la música en la audición. También encontramos soporta¬ble el texto más absurdo con tal de que la música sea bella: algo que a un griego le parecería propiamente una barbarie.
Además de esta hermandad recién subrayada entre poe¬sía y arte musical, la música antigua tenía otras dos caracte-rísticas, su sencillez e incluso pobreza de armonía, y su ri¬queza de medios de expresión rítmica. Ya he insinuado que el canto coral se diferenciaba del canto solista únicamente por el número de voces, y que sólo a los instrumentos de acompañamiento les estaba permitida una muy restringida polifonía, es decir, una armonía en sentido nuestro. La exi¬gencia primera de todas era que se entendiese el contenido de la canción interpretada: y si se entendía realmente una canción coral de Píndaro o de Ésquilo, con sus temerarias metáforas y saltos de pensamiento: esto presupone un arte asombroso de interpretación y, a la vez, una acentuación y una rítmica musicales extraordinariamente características. Al lado de la estructura rítmico-musical en períodos, que se movía en estrechísimo paralelismo con el texto, iba por otra parte, como medio de expresión externa, el movimiento del baile, la orquéstica. En las evoluciones de los coreutas, que diseñaban ante los ojos de los espectadores algo así como arabescos sobre la ancha superficie de la orquesta, la gente sentía la música hecha visible en cierto modo. Mientras la música incrementaba el efecto de la poesía, la orquéstica aclaraba la música. Con esto se le originaba al mismo tiem¬po al poeta y compositor la tarea de ser además un maestro de ballet productivo.
Aquí hay que decir todavía unas palabras sobre los lími¬tes de la música en el drama. El significado más hondo de esos límites, que son el talón de Aquiles del drama musical antiguo, puesto que en ellos comienza el proceso de disolu¬ción de éste, no lo vamos a discutir hoy, ya que en mi próxi¬ma conferencia pienso tratar de la decadencia de la tragedia antigua, y, por tanto, también del punto que acabamos de in¬sinuar. Baste aquí con este hecho: no todo lo poetizado se podía cantar, y a veces también se lo hablaba, como en nues¬tro melodrama, con, acompañamiento de música instru¬mental. Pero ese hablar hemos de imaginárnoslo siempre como un semirrecitado, de modo que el peculiar sonido re¬tumbante del mismo no introducía ningún dualismo en el drama musical, antes, por el contrario, también en el len¬guaje se había impuesto el influjo dominante de la música. Una especie de eco de ese tono de recitado lo tenemos en el denominado tono de lección, con que en la Iglesia católica son leídos los evangelios, las epístolas y muchas oraciones. «El sacerdote lector hace, en las pausas y finales de las frases, ciertas flexiones de voz, con lo que queda asegurada la clari¬dad de la lectura y se evita a la vez la monotonía. Pero en mo¬mentos importantes de la acción sagrada la voz del clérigo se eleva, el pater noster, el prefacio, la bendición se convierten en un canto declamatorio.» En general, muchas cosas del ri¬tual de la misa solemne recuerdan el drama musical griego, sólo que en Grecia todo era mucho más luminoso, más solar, en suma, más bello, pero también, en cambio, menos ínti¬mo, y estaba desprovisto de aquel simbolismo enigmático e infinito propio de la Iglesia cristiana.
Con esto, estimadísima concurrencia, he llegado al final. Antes he comparado al creador del drama musical griego con el pentatleta, el atleta que participaba en cinco juegos: una imagen distinta nos aclarará mejor el significado que tal pentatleta músico-dramático tuvo para todo el arte antiguo. Ésquilo posee una importancia extraordinaria para la histo¬ria de la indumentaria antigua en cuanto que fue él quien in¬trodujo el ropaje libre, la elegancia, esplendor y gracia del vestido principal, mientras que, antes de él, los griegos barbarizaban en sus vestidos y no conocían el ropaje libre. El drama musical griego es, para todo el arte antiguo, ese ropa¬je libre: todo lo no-libre, todo lo aislado de cada una de las artes queda superado con él; en su común festividad sacrifi¬cial se cantan himnos a la belleza y a lavez a la audacia. Suje¬ción y, sin embargo, gracia, pluralidad y, sin embargo, uni¬dad, muchas artes en actividad suprema y, sin embargo, una sola obra de arte - eso es el drama musical antiguo. Mas aquel a quien su contemplación le traiga al recuerdo el ideal del reformador actual del arte, tendrá que decirse simultá¬neamente que aquella obra de arte del futuro no es por acaso un espejismo brillante, pero engañoso: lo que nosotros es¬peramos del futuro, eso ha sido ya una vez realidad - en un pasado de hace más de dos mil años.
Sócrates y la tragedia
La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: aca¬bó de manera trágica, mientras que todos ellos fallecieron con una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en efec¬to, con un estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos géne¬ros artísticos antiguos nos muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van hundiendo, mientras ya elevan enérgicamente la cabeza sus retoños, más bellos. Con la muerte del drama musical griego surgió, en cambio, un va¬cío enorme, que por todas partes fue sentido profundamen¬te; las gentes se decían que la poesía misma se había perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. Como dice Aristófanes, la gente sentía una nostal¬gia tan íntima, tan ardiente, del último de los grandes muer¬tos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito de comer coles. Mas cuando luego floreció real¬mente un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, pudo percibirse con ho¬rror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia se llama Eurípides, el género artís¬tico posterior es conocido con el nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y difícil fenecer.
Es conocida la extraordinaria veneración de que Eurípi¬des disfrutó entre los poetas de la comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró que se dejaría ahor¬car al instante: si estuviera convencido de que el difunto continuaba teniendo vida y entendimiento. Pero lo que Eu¬rípides posee en común con Menandro y Filemón, y lo que ejerció sobre éstos un efecto tan ejemplar, podemos resu¬mirlo brevísimamente en la fórmula de que ellos llevaron el espectador al escenario. Antes de Eurípides, habían sido se¬res humanos estilizados en héroes, a los cuales se les notaba en seguida que procedían de los dioses y semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello que, en instantes sublimes, vivía también en su alma. Con Eurípi¬des irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la realidad de la vida cotidiana. El espejo que antes había re¬producido sólo los rasgos grandes y audaces se volvió más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo más trans¬parente en cierto modo, la máscara se transformó en semi¬máscara: las formas de la vida cotidiana pasaron claramente a primer plano. Aquella imagen auténticamente típica del heleno, la figura de Ulises, había sido elevada por Esquilo hasta el carácter grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo: entre las manos de los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo doméstico, bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se encuentra, como temerario intrigante, en el centro del drama entero. Lo que, en Las ranas de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus mé¬ritos, el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una cura de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre todo a las figuras de los héroes: en lo esencial, lo que el espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble, envuelto, eso sí, en el ropaje de gala de la re¬tórica. La idealidad se ha replegado a la palabra y ha huido del pensamiento. Pero justo aquí tocamos el aspecto brillan¬te, y que salta a los ojos, de la innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar: esto lo ensalza él mismo, en el certamen con Ésquilo: mediante él ahora el pueblo sabe
el arte de servirse de reglas, de escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender, de engañar, de amar, de ca¬minar, de revelar, de mentir, de sopesar.
Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar con-venientemente a la vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus es-peranzas políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.
Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros
vivimos y tejemos,
y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor
de esto, ha juzgado de mi arte.
Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente:
Sólo yo he inoculado a esos que nos rodean
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa, y administra
la casa y el patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿Adónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?
De una masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que esta vez era el coro de los oyentes el que tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la mane¬ra de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos. Pero Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poe¬tas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. Al aban¬donar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y estrafala¬rio», se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad.
En una visión retrospectiva como ésta uno está fácilmen¬te tentado a formular contra Eurípides, como presunto se¬ductor del pueblo, inculpaciones injustas, pero acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con las palabras de Ésquilo, esta con¬clusión: «¿Qué mal no procede de él?». Pero cualesquiera que sean los nefastos influjos que derivemos de él, hay que tener siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor saber y entender, y que, a lo largo de su vida entera, ofreció de manera grandiosa sacrificios a un ideal. En el modo como luchó contra un mal enorme que él creía reconocer, en el modo como es el único que se enfrenta a ese mal con el brío de su talento y de su vida, revélase una vez más el espíri¬tu heroico de los viejos tiempos de Maratón. Más aún, puede decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en un se¬midiós, después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia. Pero el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto heroísmo, era la decadencia del dra¬ma musical. ¿Dónde descubrió Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la tragedia de Ésquilo y de Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá sido injusto con Ésquilo y con Sófocles? ¿Acaso su reacción con¬tra la presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del fin? Todas estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.
Eurípides fue un pensador solitario, en modo alguno del gusto de la masa entonces dominante, en la que suscitaba re-servas, como un estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la masa: y como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa constituía precisamente la suerte, se comprende por qué en vida alcanzó tan raras veces el honor de una victoria trágica. ¿Qué fue lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra la corriente general? ¿Qué fue lo que le apartó de un camino que había sido recorrido por varones como Ésquilo y Sófocles y sobre el que resplandecía el sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella creencia en la decadencia del drama musical. Y esa creencia la había adquirido en los asientos de los espectadores del teatro. Durante largo tiempo estuvo observando con máxima agudeza qué abismo se abría entre una tragedia y el público atenien¬se. Aquello que para el poeta había sido lo más elevado y di¬fícil no era en modo alguno sentido como tal por el especta¬dor, sino como algo indiferente. Muchas cosas casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta, producían en la masa un efecto súbito. Al reflexionar sobre esta incongruencia en¬tre el propósito poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital decía: «todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser com¬prendido». Ante el tribunal de esta estética racionalista fue llevado ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los caracteres principales, la estructura dramatúrgica, la música coral, y por fin, y con máxima decisión, el lengua¬je. Eso que nosotros tenemos que sentir tan frecuentemente en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos, en comparación con la tragedia sofoclea, es el resultado de aquel enérgico proceso crítico, de aquella temeraria racio¬nalidad. Podría decirse que aquí tenemos un ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en poeta. Sólo que, al oír la palabra «recensionante», no es lícito dejarse deter¬minar por la impresión de esos seres débiles, impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de hoy de¬cir su palabra en cuestiones de arte. Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer las cosas mejor que los poetas enjui¬ciados por él: y quien no puede poner, como lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco derecho a dejar oír sus críticas en público. Yo quiero o puedo aducir aquí un solo ejemplo de esa crítica productiva, aun cuando propiamente sería necesario demostrar ese punto de vista mencionando todas las diferencias del drama euripideo. Nada puede ser más contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en Eurípides. El hecho de que un personaje indivi¬dual, una divinidad o un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él, qué es lo que antecede a la ac¬ción, qué es lo que ha ocurrido hasta entonces, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la pieza, eso un poeta teatral moderno lo calificaría sin más de petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en efecto, todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el foral? Del todo distinta era la reflexión que Eurípides se hacía. El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la ten-sión, en la atractiva incertidumbre acerca de qué es lo que acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas de pathos en las que volvía a resonar el carácter mu¬sical básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor fuerza dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que fal¬ta, un agujero en el tejido de la historia anterior: mientras el oyente tenga que seguir calculando cuál es el sentido que tie¬nen este y aquel personaje, esta y aquella acción, le resultará imposible sumergirse del todo en la pasión y en la actuación de los héroes principales, resultará imposible la compasión trágica. En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi siempre muy artísticamente arreglado que, en las primeras escenas, de manera casual en cierto modo, se pusiesen en manos del espectador todos aquellos hilos necesarios para la compren¬sión; también en este rasgo se mostraba aquella noble maes¬tría artística que enmascara, por así decirlo, lo formal necesa¬rio. De todos modos, Eurípides creía observar que, durante aquellas primeras escenas, el espectador se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el problema mate¬mático de cálculo que era la historia anterior, y que para él se perdían las bellezas poéticas de la exposición. Por eso él es¬cribía un prólogo como programa y lo hacía declamar por un personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora po¬día él también configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al prólogo, podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito. Con pleno sentimiento de esta ven¬taja dramatúrgica suya, Eurípides reprocha a Ésquilo en Las ranas de Aristófanes:
¡Así, yo iré en seguida a tus prólogos,
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos »
Pero lo que decimos del prólogo se puede decir también del muy famoso deus ex machina: éste traza el programa del futuro, como el prólogo el del pasado. Entre esa mirada épi¬ca al pasado y esa mirada épica al futuro están la realidad y el presente lírico-dramáticos.
Eurípides es el primer dramaturgo que sigue una estética consciente. Intencionadamente busca lo más comprensible: sus héroes son realmente tal como hablan. Pero dicen todo lo que son, mientras que los caracteres esquileos y sofocleos son mucho más profundos y enteros que sus palabras: pro¬piamente sólo balbucean acerca de sí. Eurípides crea los per¬sonajes mientras a la vez los diseca: ante su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles dijo de Ésquilo que éste hace lo correcto, pero inconscientemente, Eurípides ha¬brá tenido de él la opinión de que hace lo incorrecto, porque lo hace inconscientemente. Lo que sabía de más Sófocles, en comparación con Ésquilo, y de lo que se ufanaba, no era nada que estuviese situado fuera del campo de los recursos técni¬cos; hasta Eurípides, ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues cabalmente lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el concepto, la consciencia, la teoría no habían tomado aún la palabra, y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería a la técni¬ca. Y así, también aquello que da, por ejemplo, ese brillo an¬tiguo a Thorwaldsen es que éste reflexionaba poco y habla¬ba y escribía mal, en que la auténtica sabiduría artística no había penetrado en su consciencia.
En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor re¬fractado, peculiar de los artistas modernos: su carácter ar¬tístico casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo. «Todo tiene que ser consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene que ser consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo socrático.
En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la uni¬dad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas es-taba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras: de lo cual puede inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los «buenos tiempos viejos» solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que pervertían al pue¬blo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía de asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espec¬tadores cuando se representaba una nueva obra de Eurípi¬des. Vecinos en un sentido más profundo aparecen am¬bos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un influjo tan determinante sobre la entera concep¬ción vital de Sócrates. La frase del dios délfico de que Sócra¬tes es el más sabio de los hombres contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.
Es sabido que al principio Sócrates se mostró muy des¬confiado frente a la sentencia del dios. Para ver si es acerta¬da, trata con hombres de Estado, con oradores, con poetas y con artistas, tratando de descubrir a alguien que sea más sa¬bio que él. En todas partes encuentra justificada la palabra del dios: ve que los varones más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y encuentra que ni siquie¬ra poseen consciencia exacta de su profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. «Únicamente por instin¬to», ése es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha mostrado nunca tan ingenuo como en esta tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste duda de la corrección del plan¬teamiento entero del problema. «La sabiduría consiste en el saber», y «no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro». Ésta es más o menos la norma de aquella extraña actividad misionera de Sócrates, la cual tuvo que congregar en torno a sí una nube de negrísi¬mo enojo, porque nadie era capaz de atacar la norma misma volviéndola contra Sócrates: pues para esto se habría necesi¬tado además aquello que en modo alguno se poseía, aquella superioridad socrática en el arte de la conversación, en la dialéctica. Visto desde la consciencia germánica infinita¬mente profundizada, ese socratismo aparece como un mun¬do totalmente al revés; pero es de suponer que también a los poetas y artistas de aquel tiempo tuvo Sócrates que parecer¬les ya, al menos, muy aburrido y ridículo, en especial cuan¬do, en su improductiva erística, seguía haciendo valer la se¬riedad y la dignidad de una vocación divina. Los fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y ahora, ima¬gínese una voluntad enorme detrás de un entendimiento tan unilateral, la personalísima energía primordial de un carác¬ter firme, junto a una fealdad externa fantásticamente atracti¬va: y se comprenderá que incluso un talento tan grande como Eurípides, dadas precisamente la seriedad y la profun¬didad de su pensar, tuvo que ser arrastrado de manera tanto más inevitable a la escarpada vía de un crear artístico cons¬ciente. La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides cre¬yó verla, era una fantasmagoría socrática: como nadie sabía convertir suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y con él la negó el seducido Eurípides. A aquella «sabiduría» indemos¬trada contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser el jue¬go de ajedrez como espectáculo, la pieza de intriga.
El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Nie¬ga la sabiduría cabalmente allí donde está el reino más pro¬pio de ésta. En un único caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la sabiduría instintiva, y ello precisamente de una manera muy característica. En situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates encontraba un firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír. Cuando esa voz viene, siempre disuade. En este hombre del todo anormal la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo consciente, poniendo obs¬táculos. También aquí se hace manifiesto que Sócrates perte¬nece en realidad a un mundo al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas lo inconsciente produ¬ce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la consciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. En él, el instinto se convierte en un crítico, la consciencia, en un creador.
A un segundo crítico, además de Eurípides, el desprecio socrático de lo instintivo le incitó también a realizar una re-forma del arte, y, desde luego, una reforma más radical aún. También el divino Platón fue en este punto víctima del socra-tismo: él, que en el arte anterior veía sólo la imitación de las imágenes aparentes, contó también «la sublime y alabadísi¬ma» tragedia - así es como él se expresa - entre las artes li¬sonjeras, que suelen representar únicamente lo agradable, lo lisonjero para la naturaleza sensible, no lo desagradable, pero ala vez útil. Por eso enumera adrede el arte trágico junto al arte de la limpieza y el de la cocina. A una mente sensata le repugna, dice, un arte tan heterogéneo y abigarrado, para una mente excitable y sensible ese arte representa una mecha peligrosa: razón suficiente para desterrar del Estado ideal a los poetas trágicos. En general, según él, los artistas forman parte de las ampliaciones superfluas del Estado, junto con las nodrizas, las modistas, los barberos y los pasteleros. En Platón esta condena intencionadamente acre y desconsi¬derada del arte tiene algo de patológico: él, que se había ele¬vado a esa concepción sólo por saña contra su propia carne; él, que, en beneficio del socratismo, había pisoteado con los pies su naturaleza profundamente artística, revela en la acri¬tud de tales juicios que la herida más honda de su ser no está cicatrizada aún. La verdadera facultad creadora del poeta es tratada por Platón casi siempre sólo con ironía, porque esa facultad no es, dice, una intelección consciente de la esencia de las cosas, y la equipara al talento de los adivinos e intér¬pretes de signos. El poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado entusiasmado e inconsciente, y ningún entendimiento habita ya en él. A estos artistas «irraciona¬les» contrapone Platón la imagen del poeta verdadero, el fi¬losófico, y da a entender con claridad que él es el único que ha alcanzado ese ideal y cuyos diálogos está permitido leer en el Estado ideal. La esencia de la obra platónica de arte, el diálogo, es, sin embargo, la carencia de forma y de estilo, producida por la mezcla de todas las formas y estilos exis¬tentes. Sobre todo, a la nueva obra de arte no se le debería objetar lo que, según la concepción platónica, fue el defecto fundamental de la antigua: no debería ser imitación de una imagen aparente, es decir, según el concepto usual: para el diálogo platónico no debería haber ninguna cosa natural¬real que hubiera sido imitada. Así, ese diálogo se balancea entre todos los géneros artísticos, entre la prosa y la poesía, la narración, la lírica, el drama, de igual modo que ha infrin¬gido la antigua y rigurosa ley de que la forma lingüístico-es¬tilística sea unitaria. A una desfiguración mayor aún llevan el socratismo los escritores cínicos: en el amasijo máximo del estilo, en el fluctuar entre las formas prosaicas y las mé¬tricas, buscan éstos reflejar, por así decirlo, el silénico ser ex¬tremo de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre colgante.
A la vista de los efectos artísticos del socratismo, que lle¬gan muy hondo y que aquí sólo han sido rozados, quién no dará la razón a Aristófanes, cuando hace cantar esto al coro:
¡Salud a aquel a quien no le gusta
sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
a quien no condena el arte de las musas
y no mira desde arriba con desprecio
lo más elevado de la tragedia!
Pues vana necedad es
aplicar un celo ocioso
a discursos vacíos
y quimeras abstractas.
Pero lo más profundo que contra Sócrates se podía decir se lo dijo una figura que se le aparecía en sueños. Con mucha frecuencia, según cuenta Sócrates en la cárcel a sus amigos, tenía uno y el mismo sueño, que le decía siempre lo mismo: «¡Sócrates, cultiva la música!». Pero hasta sus últimos días Sócrates se tranquilizó con la opinión de que su filosofía era la música suprema. Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su conciencia decídese a cultivar también aque¬lla música «vulgar». Y realmente puso en verso algunas fábulas en prosa que le eran conocidas, mas yo no creo que con esos ejercicios métricos haya aplacado a las musas.
En Sócrates se materializó uno de los aspectos de lo helé¬nico, aquella claridad apolínea, sin mezcla de nada extraño: él aparece cual un rayo de luz puro, transparente, como pre¬cursor y heraldo de la ciencia, que asimismo debía nacer en Grecia. Pero la ciencia y el arte se excluyen: desde este punto de vista resulta significativo que sea Sócrates el primer gran heleno que fue feo; de igual manera que en él propiamente todo es simbólico. Él es el padre de la lógica, la cual repre¬senta con máxima nitidez el carácter de la ciencia pura: él es el aniquilador del drama musical, que había concentrado en sí los rayos de todo el arte antiguo.
Esto último lo es en un sentido mucho más profundo aún de lo que hemos podido insinuar hasta ahora. El socra¬tismo es más antiguo que Sócrates; su influjo disolvente del arte se hace notar ya mucho antes. El elemento de la dialéc¬tica, peculiar de él, se introdujo furtivamente en el drama musical ya mucho tiempo antes de Sócrates, y produjo en su bello cuerpo un efecto devastador. El mal tuvo su punto de partida en el diálogo. Como es sabido, el diálogo no estaba originariamente en la tragedia; el diálogo sólo se desarrolló a partir del momento en que hubo dos actores, es decir, re-lativamente tarde. Ya antes había algo análogo, en el discur¬so alternante entre el héroe y el corifeo: pero aquí, sin em¬bargo, dada la subordinación del uno al otro, la disputa dialéctica resultaba imposible. Mas tan pronto como se en¬contraron frente a frente dos actores principales, dotados de iguales derechos, surgió, de acuerdo con un instinto pro¬fundamente helénico, la rivalidad, y, en verdad, la rivalidad expresada con palabras y argumentos: mientras que el diá¬logo enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia griega. Con aquella rivalidad se apeló a un elemento que existía en el pecho del oyente y que hasta entonces, conside¬rado como hostil al arte y odiado por las musas, había esta¬do desterrado de los solemnes ámbitos de las artes dramáti¬cas: la Éride «malvada». La Éride buena imperaba, en efecto, desde antiguo en todas las actuaciones de las musas, y en la tragedia llevaba a tres poetas rivales ante el tribunal del pueblo congregado para juzgar. Pero cuando el remedo de la querella verbal se hubo infiltrado también en la trage¬dia desde la sala del juzgado, entonces surgió por vez pri¬mera un dualismo en la esencia y en el efecto del drama mu¬sical. A partir de ese momento hubo partes de la tragedia en que la compasión cedía el paso a la luminosa alegría por el torneo chirriante de la dialéctica. No era lícito que el héroe del drama sucumbiese, y por tanto ahora se tenía que hacer de él también un héroe de la palabra. El proceso, que había te¬nido su comienzo en la denominada esticomitia, conti¬nuó y se introdujo también en los discursos más largos de los actores principales. Poco a poco todos los personajes hablan con tal derroche de sagacidad, claridad y transpa¬rencia, que realmente al leer una tragedia sofoclea obtene¬mos una impresión de conjunto desconcertante. Para noso¬tros es como si todas esas figuras no pereciesen a causa de lo trágico, sino a causa de una superfetación de lo lógico. Basta con hacer una comparación con el modo tan distinto como dialectizan los héroes de Shakespeare: todo el pensar, suponer e inferir de éstos se halla envuelto en una cierta be¬lleza e interiorización musicales, mientras que en la trage¬dia griega tardía domina un dualismo de estilo que da mu¬cho que pensar; por un lado, el poder de la música, por otro, el de la dialéctica. Esta última va destacándose cada vez más, hasta que es ella la que dice la palabra decisiva en la estructura del drama entero. El proceso termina en la pieza de intriga: sólo con ella queda completamente superado aquel dualismo, a consecuencia de la aniquilación total de uno de los rivales, la música.
En este punto es muy significativo que este proceso finali¬ce en la comedia, habiendo comenzado, sin embargo, en la tragedia. La tragedia, surgida de la profunda fuente de la com¬pasión, es pesimista por esencia. La existencia es en ella algo muy horrible, el ser humano, algo muy insensato. El héroe de la tragedia no se evidencia, como cree la estética moder¬na, en la lucha con el destino, tampoco sufre lo que merece. Antes bien, se precipita a su desgracia ciego y con la cabeza tapada: y el desconsolado pero noble gesto con que se detie¬ne ante ese mundo de espanto que acaba de conocer, se clava como una espina en nuestra alma. La dialéctica, por el con¬trario, es optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo matemá¬tico tienen que no dejar resto: ella niega todo lo que no pue¬da analizar de manera conceptual. La dialéctica alcanza continuamente su meta: cada conclusión es una fiesta de jú¬bilo para ella, la claridad y la consciencia son el único aire en que puede respirar. Cuando este elemento se infiltra en la tragedia surge un dualismo como entre noche y día, música y matemática. El héroe que tiene que defender sus acciones con argumentos y contraargumentos corre peligro de perder nuestra compasión; pues la desgracia que, a pesar de todo, le alcanza luego, lo único que demuestra precisamente es que, en algún lugar, él se ha equivocado en el cálculo. Pero una desgracia provocada por una falta de cálculo es ya más bien un motivo de comedia. Cuando el placer por la dialéctica hubo disuelto la tragedia, surgió la comedia nueva con su triunfo constante de la astucia y del ardid.
La consciencia socrática y su optimista creencia en la unión necesaria entre virtud y saber, entre felicidad y virtud, tuvo, en un gran número de piezas euripideas, el efecto de que, en la conclusión, se abra una perspectiva hacia una existencia ulterior muy agradable, casi siempre con un ma¬trimonio. Tan pronto como aparece el dios de la máquina, advertimos que quien se esconde detrás de la máscara es Só¬crates, el cual intenta equilibrar en su balanza la felicidad y la virtud. Todo el mundo conoce las tesis socráticas: «La vir¬tud es el saber: se peca únicamente por ignorancia. El vir¬tuoso es el feliz». En estas tres formas básicas del optimismo está la muerte de la tragedia, que es pesimista. Mucho antes de Eurípides esas concepciones trabajaron ya en disolver la tragedia. Si la virtud es el saber, entonces el héroe virtuoso tiene que ser un dialéctico. Dada la extraordinaria superficia¬lidad e indigencia del pensamiento ético, que no está nada desarrollado, con demasiada frecuencia el héroe que dialec¬tiza éticamente aparece como un heraldo de la trivialidad y del filisteísmo éticos. Lo único que necesitamos es tener el valor de confesarnos esto, necesitamos confesar, para no de¬cir nada de Eurípides, que también a las figuras más bellas de la tragedia sofoclea, una Antígona, una Electra, un Edipo, se les ocurren a veces ideas triviales completamente inso¬portables, que en general los caracteres dramáticos son más bellos y grandiosos que su manifestación en palabras. Des¬de este punto de vista nuestro juicio sobre la tragedia esqui¬lea temprana tiene que ser mucho más favorable: pues Ésquilo creó sus mejores obras también de manera incons¬ciente. En el lenguaje y en el dibujo de los caracteres de Sha¬kespeare tenemos el inalterable punto de apoyo para tales comparaciones. En Shakespeare se puede encontrar una sa¬biduría ética tal que, frente a ella, el socratismo aparece como algo impertinente y sabihondo.
Intencionadamente en mi última conferencia hablé muy poco sobre los límites de la música en el drama musical grie¬go: en el contexto de estos análisis resultará comprensible que yo haya dicho que los límites de la música en el drama musical son los puntos de peligro en que comenzó su proce¬so de disgregación. La tragedia pereció a causa de una dia¬léctica y una ética optimistas: esto equivale a decir: el drama musical pereció a causa de una falta de música. El socratis¬mo infiltrado en la tragedia impidió que la música se fundie¬se con el diálogo o monólogo: aunque, en la tragedia esqui¬lea, aquélla había comenzado a hacerlo con el mayor éxito. Otra consecuencia fue que la música, cada vez más restrin¬gida, metida dentro de unas fronteras cada vez más estre¬chas, no se sentía ya en la tragedia como en su casa, sino que se desarrolló de manera más libre y audaz fuera de la misma, como arte absoluto. Es ridículo hacer aparecer un espíritu durante un almuerzo: es ridículo pedir a una musa tan mis¬teriosa, de un entusiasmo tan serio, como es la musa de la música trágica, que cante en una sala de juzgado, en las pau¬sas intermedias entre las escaramuzas dialécticas. Teniendo un sentimiento de esa ridiculez, la música enmudeció en la tragedia, asustada, por así decirlo, de su inaudita profana¬ción; cada vez menos veces se atrevía a alzar su voz, y final¬mente se embarulla, canta cosas que no vienen a cuento, se avergüenza y huye totalmente de los ámbitos del teatro. Para decirlo con toda franqueza: la floración y el punto culmi¬nante del drama musical griego es Ésquilo en su primer gran período, antes de haber sido influido por Sófocles: con éste comienza la decadencia paulatina, hasta que por fin Eurípi¬des, con su reacción consciente contra la tragedia esquilea, provoca el final con una rapidez tempestuosa.
Este juicio contradice tan sólo a una estética difundida en la actualidad: en verdad, en favor de él se puede hacer valer nada menos que el testimonio de Aristófanes, que tiene, como ningún otro genio, una afinidad electiva con Ésquilo. Pero lo igual es conocido sólo por lo igual.
Para concluir, una sola pregunta. ¿Está realmente muerto el drama musical, muerto para todos los tiempos? ¿No le será lícito realmente al germano poner al lado de aquella obra artística desaparecida del pasado, nada más que la «gran ópera», de manera parecida a como, junto a Hércules, suele aparecer el mono? Ésta es la pregunta más seria de nuestro arte: y quien no comprenda como germano la serie¬dad de esa pregunta, es víctima del socratismo de nuestros días, el cual, desde luego, ni es capaz de producir mártires, ni habla el lenguaje de «el más sabio de los helenos», quien, ciertamente, no se jacta de saber nada, pero en verdad no sabe nada. La prensa de hoy es ese socratismo: no digo una palabra más.
La visión dionisíaca del mundo
1
Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doc¬trina secreta de su visión del mundo, erigieron dos divinida-des, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la es¬fera del arte estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el instante del florecimiento de la «voluntad» helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la existencia, en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como veremos, de una mitad im¬portante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmedia¬ta de la figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la vida suprema de esta reali¬dad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia; sólo cuando ese sentimiento cesa es cuan¬do comienzan los efectos patológicos, en los que ya el sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados.
Mas, en el interior de esa frontera, no son sólo acaso las imá¬genes agradables y amistosas las que dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, tristes, oscuras, tenebrosas son contempladas con el mismo placer, sólo que también aquí el velo de la apariencia tiene que estar en un movimiento ondeante, y no le es lícito encubrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido amplio) es el juego con el sueño. La estatua, en cuanto bloque de mármol, es algo muy real, pero lo real de la estatua en cuanto figura onírica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste con¬tinúa jugando con lo real; cuando el artista traspasa esa ima¬gen al mármol, juega con el sueño.
¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníri¬cas. Él es «el Resplandeciente» de modo total: en su raíz más honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza» es su elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo oní¬rico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados, que contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la categoría de dios vati¬cinador, pero también ciertamente de dios artístico. El dios de la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no produ¬cir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada limitación, aquel es¬tar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar»: aun cuando esté encolerizado y mire con malhu¬mor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia. El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium individuatio¬nis [principio de individuación] queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva violencia de lo gene¬ral-humano, más aún, de lo universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres, tam¬bién reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres arrastran el ca¬rro, adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitacio¬nes de casta que la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayo¬res va rodando de un lugar a otro el evangelio de la «armo¬nía de los mundos»: cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar. Más aún: se siente mágicamente transformado, y en realidad se ha con¬vertido en otra cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él resuena algo sobrenatu¬ral. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. ¿Qué son ahora para él las imá¬genes y las estatuas? El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y ergui¬do como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia ar¬tística de la naturaleza, no ya la de un ser humano indivi¬dual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un már¬molmás precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dioniso mantie¬ne con la naturaleza la misma relación que la estatua mantie¬ne con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisíaco es el juego con la embriaguez. Cuando no se lo ha experimen¬tado en sí mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera simbólica: es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez, estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y embriaguez, sino en la com¬binación de ambos se muestra el artista dionisíaco.
Esta combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: originariamente sólo Apolo es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioni¬so, que irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es donde con más facilidad se apre¬hende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural que entre los asiáticos significa el más tosco desencadena¬miento de los instintos inferiores, una vida animal panheté¬rica, que durante un tiempo determinado hace saltar todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de redención del mundo, en un día de transfigu¬ración. Todos los instintos sublimes de su ser se revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se mos¬tró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba cami¬nando semiprisionero. Debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del nuevo culto sobre los pro¬cesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo con sus propósitos político-religiosos, debido a que el artista apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, ven-cedores en el certamen que los enfrentaba: una reconci¬liación celebrada en el campo de batalla. Si se quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el elemento apolíneo re¬frenó lo que de irracionalmente sobrenatural había en Dio¬niso, piénsese que en el período más antiguo de la música el γέυος διυνραμβιχόυ [género ditirámbico] era al mismo tiempo ήσυχαστιχχόυ [hesicástico]. Cuanto más vigo¬rosamente fue creciendo el espíritu artístico apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios hermano Dioniso: al mismo tiempo que el primero llegaba a la visión plena, in¬móvil, por así decirlo, de la belleza, en la época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horro¬res del mundo y expresaba en la música trágica el pensa¬miento más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la «vo¬luntad» hila en y por encima de todas las apariencias.
Aun cuando la música sea también un arte apolíneo, to¬madas las cosas con rigor sólo lo es el ritmo, cuya fuerza fi-gurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados apolíneos: la música de Apolo es arquitectura en so-nidos, y además, en sonidos sólo insinuados, como son los propios de la cítara. Cuidadosamente se mantuvo apartado cabalmente el elemento que constituye el carácter de la mú¬sica dionisíaca, más aún, de la música en cuanto tal, el poder estremecedor del sonido y el mundo completamente incom¬parable de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una sensibilidad finísima, como es forzoso inferir de la rigu¬rosa caracterización de las tonalidades, si bien en ellos es mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada, que realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la denominada me¬lodía, la «voluntad» se revela con total inmediatez sin haber ingresado antes en ninguna apariencia. Cualquier individuo puede servir de símbolo, puede servir, por así decirlo, de caso individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial la expondrá el artista dionisíaco de un modo inmediatamente comprensible: él manda, en efec¬to, sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de él, en cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo, conocido como apariencia. En este último sentido es un músico trágico.
En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcó¬ticas, o en el desencadenamiento de los instintos primavera¬les, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium individuationis [princi¬pio de individuación] aparece, por así decirlo, como un per¬manente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más de-. caída se encuentra la voluntad, tanto más se desmigaja todo en lo individual; cuanto más egoísta, arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más débil es el or¬ganismo al que sirve. Por esto, en aquellos estados, prorrum¬pe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un «sollozo de la criatura» por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito del espanto, los gemidos nostálgi¬cos de una pérdida insustituible. La naturaleza exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes están mezclados del modo más prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del pecho so¬nidos llenos de dolor. El dios, ό λύσιος[el liberador], ha li¬berado a todas las cosas de sí mismas, ha transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron para el mundo greco-homérico algo completamente nuevo e inaudito; para él aquello era algo oriental, a lo que tuvo que someter con su enorme energía rítmica y plástica, y que sometió, como sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el pueblo apolíneo el que aherrojó al instinto prepotente con las cadenas de la belleza; él fue el que puso el yugo a los elementos más peligrosos de la naturale¬za, a sus bestias más salvajes. Cuando más admiramos el po¬der idealista de Grecia es al comparar su espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros pueblos surgió de idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede demostrar por doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los sa¬ces. Aquí, en una fiesta que duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales quedaban rotos; pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilación de toda relación fami¬liar por un heterismo ilimitado. La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de la fiesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las bacantes: de esa imagen fluyen el mis¬mo encanto, la misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxíteles condensaron en estatuas. Un men¬sajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con los rebaños a las cumbres de las montañas: es el momento justo y el lugar justo para ver cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de una aureola, ahora florece el día. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de abe¬tos: todas las cosas dormitan. De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de júbilo, el sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los rizos sobre los hombros, la piel de venado es puesta en orden, si, al dor¬mir, los lazos y las cintas se habían soltado. Las mujeres se ci¬ñen con serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas, algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas se adornan con coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión con el tirso en las rocas, y el agua sale a borbotones; un golpe con el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota. Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los pies para que brote leche blanca como la nieve. - Es éste un mundo sometido a una transformación mágica total, la na¬turaleza celebra su festividad de reconciliación en el ser huma¬no. El mito dice que Apolo recompuso al desgarrado Dioni¬so. Ésta es la imagen del Dioniso recreado por Apolo, salvado por éste de su desgarramiento asiático. -
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Los dioses griegos, con la perfección con que se nos apare¬cen ya en Homero, no pueden ser concebidos, ciertamente, como frutos de la indigencia y de la necesidad: tales seres nos los ideó ciertamente el ánimo estremecido por la angus¬tia: no para apartarse de la vida proyectó una fantasía genial sus imágenes en el azul. En éstas habla una religión de la vida, no del deber, o de la ascética, o de la espiritualidad. To¬das estas figuras respiran el triunfo de la existencia, un exu¬berante sentimiento de vida acompaña su culto. No hacen exigencias: en ellas está divinizado lo existente, lo mismo si es bueno que si es malo. Comparada con la seriedad, santi¬dad y rigor de otras religiones, corre la griega peligro de ser infravalorada como si se tratase de un jugueteo fantasmagó¬rico - si no traemos a la memoria un rasgo, a menudo olvi¬dado, de profundísima sabiduría, mediante el cual aquellos dioses epicúreos aparecen de súbito como creación del in¬comparable pueblo de artistas y casi como creación suma. La filosofía del pueblo es la que el encadenado dios de los bosques desvela a los mortales: «Lo mejor de todo es no existir, lo mejor en segundo lugar, morir pronto» . Esta misma filosofía es la que forma el trasfondo de aquel mundo de dioses. El griego conoció los horrores y espantos de la existencia, mas, para poder vivir, los encubrió: una cruz oculta bajo rosas, según el símbolo de Goethe. Aquel Olimpo luminoso logró imponerse únicamente porque el imperio tenebroso de la μοίρα [Destino], la cual dispone una temprana muerte para Aquiles y un matrimonio atroz para Edipo, debía quedar ocultado por las resplandecientes figuras de Zeus, de Apolo, de Hermes, etc. Si a aquel mundo intermedio alguien le hubiera quitado el brillo artístico, ha¬bría sido necesario seguir la sabiduría del dios de los bos¬ques, acompañante de Dioniso. Esa necesidad fue la que hizo que el genio artístico de este pueblo crease esos dioses. Por ello, una teodicea no fue nunca un problema helénico: la gente se guardaba de imputar a los dioses la existencia del mundo y, por tanto, la responsabilidad por el modo de ser de éste. También los dioses están sometidos a la άυάγχη [ne¬cesidad]: es ésta una confesión hecha por la más rara de las sabidurías. Ver la propia existencia, tal como ésta es ahora, en un espejo transfigurador, y protegerse con ese espejo contra la Medusa - ésa fue la estrategia genial de la «vo-luntad» helénica para poder vivir en absoluto. ¡Pues de qué otro modo habría podido soportar la existencia este pueblo infinitamente sensible, tan brillantemente capacitado para el sufrimiento, si en sus dioses aquélla no se le hubiera mos¬trado circundada de una aureola superior! El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consuma¬ción de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, mundo de belleza, de sosiego, de goce.
Merced al efecto producido por tal religión, la vida es concebida en el mundo homérico como lo apetecible de suyo: la vida bajo el luminoso resplandor solar de tales dio¬ses. El dolor de los hombres homéricos se refiere a la separa¬ción de esta existencia, sobre todo a una separación pronta: cuando el lamento resuena, éste habla del Aquiles «de corta vida», del rápido cambio del género humano, de la desapa¬rición de la edad heroica. No es indigno del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea cómo jor¬nalero. Nunca la «voluntad» se ha expresado con mayor franqueza que en Grecia, cuyo lamento mismo sigue siendo su canto de alabanza. Por ello el hombre moderno anhela aquella época en la que cree oír el acorde pleno entre natura¬leza y ser humano, por ello es lo helénico el santo y seña de todos los que han de mirar a su alrededor en busca de mode¬los resplandecientes para su afirmación consciente de la vida; por ello, en fin, ha surgido, entre las manos de escritores dados a los placeres, el concepto de «jovialidad griega», de tal modo que, de manera irreverente, una negligente vida perezosa osa disculparse, más aún, honrarse con la palabra «griego».
En todas estas representaciones, que se descarrían yendo de lo más noble a lo más vulgar, el mundo griego ha sido to-mado de un modo demasiado basto y simple, y en cierta ma¬nera ha sido configurado a imagen de naciones unívocas y, por así decirlo, unilaterales (por ejemplo, los romanos). Se debería sospechar, sin embargo, que hay una necesidad de apariencia artística también en la visión del mundo de un pueblo que suele transformar en oro todo lo que toca. Real¬mente, también nosotros, como hemos insinuado ya, trope¬zamos en esta visión del mundo con una enorme ilusión, con la misma ilusión de que la naturaleza se sirve tan regu¬larmente para alcanzar sus finalidades. La verdadera meta queda tapada por una imagen ilusoria: hacia ésta alargamos nosotros las manos, y mediante ese engaño la naturaleza al¬canza aquélla. En los griegos la voluntad quiso contemplarse a sí misma transfigurada en obra de arte: para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una esfera supe¬rior, elevadas, por así decirlo, a lo ideal, sin que este mundo perfecto de la intuición actuase como un imperativo o como un reproche. Ésta es la esfera de la belleza, en la que los griegos ven sus imágenes reflejadas como en un espejo, los olímpi¬cos. Con esta arma luchó la voluntad helénica contra el ta¬lento para el sufrimiento y para la sabiduría del sufrimiento, que es un talento correlativo del artístico. De esta lucha, y como memorial de su victoria, nació la tragedia.
La embriaguez del sufrimiento y el bello sueño tienen sus distintos mundos de dioses: la primera, con la omnipoten¬cia de su ser, penetra en los pensamientos más íntimos de la naturaleza, conoce el terrible instinto de existir y a la vez la incesante muerte de todo lo que comienza a existir; los dioses que ella crea son buenos y malvados, se asemejan al azar, horrorizan por su irregularidad, que emerge de súbi¬to, carecen de compasión y no encuentran placer en lo be¬llo. Son afines a la verdad, y se aproximan al concepto; raras veces, y con dificultad, se condensan en figuras. El mirar a esos dioses convierte en piedra al que lo hace: ¿cómo vivir con ellos? Pero tampoco se debe hacerlo: ésta es su doctrina.
Dado que ese mundo de dioses no puede ser encubierto del todo, como un secreto vituperable, la mirada tiene que ser desviada del mismo por el resplandeciente producto oní¬rico situado junto a él, el mundo olímpico: por ello el ardor de sus colores, la índole sensible de sus figuras se intensifi¬can tanto más cuanto más enérgicamente se hacen valer a sí mismas la verdad o el símbolo de las mismas. Pero la lucha entre verdad y belleza nunca fue mayor que cuando aconte¬ció la invasión del culto dionisíaco: en él la naturaleza se des¬velaba y hablaba de su secreto con una claridad espantosa, con un tono frente al cual la seductora apariencia casi perdía su poder. En Asia tuvo su origen aquel manantial: pero fue en Grecia donde tuvo que convertirse en un río, porque aquí encontró por vez primera lo que Asia no le había ofrecido, la sensibilidad más «excitable y la capacidad más fina para el sufrimiento, emparejadas con la sensatez y la perspicacia más ligeras. ¿Cómo salvó Apolo a Grecia? El nuevo advene¬dizo fue ganado para el mundo de la bella apariencia, para el mundo olímpico: le fueron ofrecidos en holocausto muchos de los honores de las divinidades más prestigiosas, de Zeus, por ejemplo, y de Apolo. Nunca se le han hecho mayores cumplidos a un extraño: pero es que éste era también un ex¬traño terrible (hostis [enemigo] en todos los sentidos), lo bastante poderoso como para reducir a ruinas la casa que le ofrecía hospitalidad. Una gran revolución se inició en todas las formas de vida: en todas partes se infiltró Dioniso, tam¬bién en el arte.
La mirada, lo bello, la apariencia delimitan el ámbito del arte apolíneo; es el mundo transfigurado del ojo, que en sue¬ños, con los párpados cerrados, crea artísticamente. A ese es¬tado onírico quiere trasladarnos también la epopeya: teniendo los ojos abiertos, no debemos ver nada, sino deleitarnos con las imágenes interiores, que el rapsoda intenta, a través de conceptos, excitarnos a producir. El efecto de las artes fi¬gurativas es alcanzado aquí mediante un rodeo: mientras que con el mármol tallado el escultor nos conduce al dios vivo in¬tuido por él en sueños, de tal modo que la figura que flota propiamente como τέλς[finalidad] se hace clara tanto para el escultor como para el contemplador, y el primero in¬duce al último, mediante la figura intermedia de la estatua, a reintuirla: el poeta épico ve idéntica figura viviente y quiere presentarla también a otros para que la contemplen. Pero ya no interpone una estatua entre él y los hombres: antes bien, narra cómo aquella figura demuestra su vida, en movimien¬tos, sonidos, palabras, acciones, nos constriñe a reducir a su causa una muchedumbre de efectos, nos obliga a realizar una composición artística. Ha alcanzado su meta cuando vemos claramente ante nosotros la figura, o el grupo, o la imagen, cuando nos hace partícipes de aquel estado onírico en el que él mismo engendró antes aquellas representaciones. El re¬querimiento de la epopeya a que realicemos una creación plástica demuestra cuán absolutamente distinta de la epope¬ya es la lírica, ya que ésta jamás tiene como meta el dar forma a unas imágenes. Lo común a ambas es tan sólo algo mate¬rial, la palabra, o, dicho de manera más general, el concepto: cuando nosotros hablamos de poesía, no tenemos con esto una categoría que estuviese coordinada con el arte plástico y con la música, sino una conglutinación de dos medios artísti¬cos que en sí son totalmente dispares, el primero de los cuales significa un camino hacia el arte plástico, y el segundo, un ca¬mino hacia la música: pero ambos son tan sólo caminos hacia la creación artística, ellos mismos no son artes. En este senti¬do, naturalmente, también la pintura y la escultura son tan sólo medios artísticos: el arte propiamente dicho es la capa¬cidad de crear imágenes, independientemente de que sea un pre-crear o un post-crear. En esta propiedad - una propiedad general humana - se basa el significado cultural del arte. El artista, en cuanto es el que nos obliga al arte mediante me¬dios artísticos - no puede ser a la vez el órgano que absorba la actividad artística.
El culto a las imágenes en la cultura apolínea, ya se expre¬sase ésta en el templo, o en la estatua, o en la epopeya homé-rica, tenía su meta sublime en la exigencia ética de la mesu¬ra, exigencia que corre paralela a la exigencia estética de la belleza. La mesura instituida como exigencia no resulta po¬sible más que allí donde se considera que la mesura, el lími¬te, es conocible. Para poder respetar los propios límites hay que conocerlos: de aquí la admonición apolínea γυωυι σεαυτόυ[conócete a ti mismo]. Pero el único espejo en que el griego apolíneo podía verse, es decir, conocerse, era el mundo de los dioses olímpicos: y en éste reconocía él su esencia más propia, envuelta en la bella apariencia del sue¬ño. La mesura, bajo cuyo yugo se movía el nuevo mundo di¬vino (frente a un derrocado mundo de titanes), era la mesu¬ra de la belleza: el límite que el griego tenía que respetar era el de la bella apariencia. La finalidad más íntima de una cul¬tura orientada hacia la apariencia y la mesura sólo puede ser, en efecto, el encubrimiento de la verdad: tanto al infatigable investigador que está al servicio de la verdad como al pre¬potente Titán se les gritaba el amonestador μηδέυάγαυ [nada demasiado]. En Prometeo se le muestra a Grecia un ejemplo de cómo el favorecimiento demasiado grande del conocimiento humano produce efectos nocivos tanto para el favorecedor como para el favorecido. Quien quiera salir airoso con su sabiduría ante el dios, tiene, como Hesíodo, que μέτρο έχειυ σοφίης [guardar las medidas de la sa¬biduría] .
En un mundo estructurado de esa forma y artificialmente protegido irrumpió ahora el extático sonido de la fiesta dio-nisíaca, en el cual la desmesura toda de la naturaleza se reve¬laba a la vez en placer y dolor y conocimiento. Todo lo que hasta ese momento era considerado como límite, como de¬terminación de la mesura, demostró ser aquí una apariencia artificial: la «desmesura» se desveló como verdad. Por vez primera alzó su rugido el canto popular, demónicamente fascinador, en una completa borrachera de sentimiento pre¬potente. ¿Qué significaba, frente a esto, el salmodiante artis¬ta de Apolo, con los sones sólo medrosamente insinuados de su χιυάρα [cítara]? Lo que antes fue propagado, a través de castas, en corporaciones poético-musicales, y mantenido al mismo tiempo apartado de toda participación profana; lo que, con la fuerza del genio apolíneo, tenía que perdurar en el nivel de una arquitectónica sencilla, el elemento musical, aquí eso se despojó de todas las barreras: el ritmo, que antes se movía únicamente en un zigzag sencillísimo, desató aho¬ra sus miembros y se convirtió en un baile de bacantes: el so¬nido se dejó oír no ya, como antes, en una atenuación espec¬tral, sino en la intensificación por mil que la masa le daba, y acompañado por instrumentos de viento de sonidos pro¬fundos. Y aconteció lo más misterioso: aquí vino al mundo la armonía, la cual hace directamente comprensible en su movimiento la voluntad de la naturaleza. Ahora se dejaron oír en la cercanía de Dioniso cosas que, en el mundo apolí¬neo, yacían artificialmente escondidas: el resplandor entero de los dioses olímpicos palideció ante la sabiduría de Sileno. Un arte que en su embriaguez extática hablaba la verdad ahuyentó a las musas de las artes de la apariencia; en el olvi¬do de sí producido por los estados dionisíacos pereció el in¬dividuo, con sus límites y mesuras; y un crepúsculo de los dioses se volvió inminente.
¿Cuál era el propósito de la voluntad, la cual es, en última instancia, una sola, al dar entrada a los elementos dionisía¬cos, en contra de su propia creación apolínea?
Tendía hacia una nueva y superior μηγαυή [invención] de la existencia, hacia el nacimiento del pensamiento trá¬gico. -
3
El éxtasis del estado dionisíaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene, mien-tras dura, un elemento letárgico, en el cual se sumergen to¬das las vivencias del pasado. Quedan de este modo separa¬dos entre sí, por este abismo del olvido, el mundo de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad dionisíaca. Pero tan pronto como la primera vuelve a penetrar en la consciencia, es sentida en cuanto tal con náusea: un estado de ánimo ascético, negador de la voluntad, es el fruto de ta¬les estados. En el pensamiento lo dionisíaco es contrapues¬to, como un orden superior del mundo, a un orden vulgar y malo: el griego quería una huida absoluta de este mundo de culpa y de destino. Apenas se consolaba con un mundo des¬pués de la muerte: su anhelo tendía más alto, más allá de los dioses, el griego negaba la existencia, junto con su polícromo y resplandeciente reflejo en los dioses. En la consciencia del despertar de la embriaguez ve por todas partes lo espantoso o absurdo del ser hombre: esto le produce náusea. Ahora comprende la sabiduría del dios de los bosques.
Aquí ha sido alcanzado el límite más peligroso que la vo¬luntad helénica, con su principio básico optimista-apolíneo, podía permitir. Aquí esa voluntad intervino en seguida con su fuerza curativa natural, para dar la vuelta a ese estado de ánimo negador: el medio de que se sirve es la obra de arte trágica y la idea trágica. Su propósito no podía ser en modo alguno sofocar el estado dionisíaco, y, menos aún, suprimir¬lo; era imposible un sometimiento directo, y si era posible, resultaba demasiado peligroso: pues el elemento interrum¬pido en su desbordamiento se abría paso por otras partes y penetraba a través de todas las venas de la vida.
Sobre todo se trataba de transformar aquellos pensa¬mientos de náusea sobre lo espantoso y lo absurdo de la existencia en representaciones con las que se pueda vivir: esas representaciones son lo sublime, sometimiento artísti¬co de lo espantoso, y lo ridículo, descarga artística de la náu¬sea de lo absurdo. Estos dos elementos, entreverados uno con otro, se unen para formar una obra de arte que recuerda la embriaguez, que juega con la embriaguez.
Lo sublime y lo ridículo están un paso más allá del mundo de la bella apariencia, pues en ambos conceptos se siente una contradicción. Por otra parte, no coinciden en modo algu¬no con la verdad: son un velamiento de la verdad, velamiento que es, desde luego, más transparente que la belleza, pero que no deja de ser un velamiento. Tenemos, pues, en ellos un mundo intermedio entre la belleza y la verdad: en ese mundo es posible una unificación de Dioniso y Apolo. Ese mundo se revela en un juego con la embriaguez, no en un quedar engu¬llido completamente por la misma. En el actor teatral reco-nocemos nosotros al hombre dionisíaco, poeta, cantor, bai¬larín instintivo, pero como hombre dionisíaco representado (gespielt). El actor teatral intenta alcanzar el modelo del hombre dionisíaco en el estremecimiento de la sublimidad, o también en el estremecimiento de la carcajada: va más allá de la belle¬za, y sin embargo no busca la verdad. Permanece oscilando entre ambas. No aspira a la bella apariencia, pero sí a la apa¬riencia, no aspira a la verdad, pero sí a la verosimilitud. (El símbolo, signo de la verdad.) El actor teatral no fue al princi¬pio, como es obvio, un individuo: lo que debía ser represen¬tado era, en efecto, la masa dionisíaca, el pueblo: de aquí el coro ditirámbico. Mediante el juego con la embriaguez, tanto el actor teatral mismo como el coro de espectadores que le rodeaba debían quedar descargados, por así decirlo, de la embriaguez. Desde el punto de vista del mundo apolíneo hubo que salvar y expiar a Grecia: Apolo, el auténtico dios salvador y expiador, salvó al griego tanto del éxtasis clarivi¬dente como de la náusea producida por la existencia - me¬diante la obra de arte del pensamiento trágico-cómico.
El nuevo mundo del arte, el de lo sublime y lo ridículo, el de la «verosimilitud», descansaba en una visión de los dio¬ses y del mundo distinta de la antigua de la bella apariencia. El conocimiento de los horrores y absurdos de la existencia, del orden perturbado y de la irregularidad irracional, y, en general, del enorme sufrimiento existente en la naturaleza entera, había arrancado el velo a las figuras tan artificial¬mente veladas de la Мσίρα [Destino] y de las erinias, de la Medusa y de la Gorgona: los dioses olímpicos corrían máxi¬mo peligro. En la obra de arte trágico-cómica fueron salva¬dos, al quedar sumergidos también ellos en el mar de lo sublime y de lo ridículo: cesaron de ser sólo «bellos», absor¬bieron dentro de sí, por decirlo de este modo, aquel orden divino anterior y su sublimidad. Ahora se separaron en dos grupos, sólo unos pocos se balanceaban en medio, como di¬vinidades unas veces sublimes y otras veces ridículas. Fue sobre todo Dioniso mismo el que recibió ese ser escindido.
En dos tipos es donde mejor se muestra cómo fue posible volver a vivir ahora en el período trágico de Grecia: en És-quilo y en Sófocles. Al primero, en cuanto pensador, donde más se le aparece lo sublime es en la justicia grandiosa. Hombre y dios mantienen en Ésquilo una estrechísima comunidad subjetiva: lo divino, justo, moral y lo feliz están para él unitariamente entretejidos entre sí. Con esta balanza se mide el ser individual, sea un hombre o sea un titán. Los dioses son reconstruidos de acuerdo con esta norma de la justicia. Así, por ejemplo, la creencia popular en el demón cegador que induce a la culpa - residuo de aquel antiquísimo mundo de dioses destronado por los olímpicos - es corregi¬da al quedar transformado ese demón en un instrumento en manos de Zeus, que castiga con justicia. El pensamiento asi¬mismo antiquísimo - e igualmente extraño a los olímpicos - de la maldición de la estirpe queda despojado de toda aspe¬reza - pues en Esquilo no existe, para el individuo, ninguna necesidad de cometer un delito, y todo el mundo puede esca¬par a ella.
Mientras que Esquilo encuentra lo sublime en la sublimi¬dad de la administración de la justicia por los olímpicos, Só-focles lo ve - de modo sorprendente - en la sublimidad de la impenetrabilidad de esa misma administración de la justicia. Él restablece en su integridad el punto de vista popular. El in¬merecimiento de un destino espantoso le parecía sublime a Sófocles, los enigmas verdaderamente insolubles de la exis¬tencia humana fueron su musa trágica. El sufrimiento logra en él su transfiguración; es concebido como algo santifica¬dor. La distancia entre lo humano y lo divino es inmensa; por ello lo que procede es la sumisión y la resignación más hon¬das. La auténtica virtud es la σωφροσύυη [cordura], en rea¬lidad una virtud negativa. La humanidad heroica es la más noble de todas, sin aquella virtud; su destino demuestra aquel abismo insalvable. Apenas existe la culpa, sólo una falta de conocimiento sobre el valor del ser humano y sus límites.
Este punto de vista es, en todo caso, más profundo e ínti¬mo que el de Ésquilo, se aproxima significativamente a la verdad dionisíaca, y la expresa sin muchos símbolos - y, ¡a pesar de ello!, aquí reconocemos el principio ético de Apolo entreverado en la visión dionisíaca del mundo. En Esquilo la náusea queda disuelta en el terror sublime frente a la sabidu-ría del orden del mundo, que resulta difícil de conocer debi¬do únicamente a la debilidad del ser humano. En Sófocles ese terror es todavía más grande, pues aquella sabiduría es totalmente insondable. Es el estado de ánimo, más puro, de la piedad, en el que no hay lucha, mientras que el estado de áni¬mo esquileo tiene constantemente la tarea de justificar la administración de la justicia por los dioses, ypor ello se detiene siempre ante nuevos problemas. El «límite del ser humano», que Apolo ordena investigar, es cognoscible para Sófocles, pero es más estrecho y restringido de lo que Apolo opinaba en la época predionisíaca. La falta de conocimiento que el ser humano tiene acerca de sí mismo es el problema sofo¬cleo, la falta de conocimiento que el ser humano tiene acerca de los dioses es el problema esquileo.
¡Piedad, máscara extrañísima del instinto vital! ¡Entrega a un mundo onírico perfecto, al que se le confiere la suprema sabiduría moral! ¡Huida de la verdad, para poder adorarla desde la lejanía, envuelto en nubes! ¡Reconciliación con la realidad, porque es enigmática! ¡Aversión al desciframiento de los enigmas, porque nosotros no somos dioses! ¡Placen-tero arrojarse al polvo, sosiego feliz de la infelicidad! ¡Supre¬ma autoalienación del ser humano en su suprema expre¬sión!. ¡Glorificación y transfiguración de los medios de horror y de los espantos de la existencia, considerados como remedios de la existencia! ¡Vida llena de alegría en el despre¬cio de la vida! ¡Triunfo de la vida en su negación!
En este nivel del conocimiento no hay más que dos cami¬nos, el del santo y el del artista trágico: ambos tienen en co-mún el que, aun poseyendo un conocimiento clarísimo de la nulidad de la existencia, pueden continuar viviendo sin barruntar una fisura en su visión del mundo. La náusea que causa el seguir viviendo es sentida como medio para crear, ya se trate de un crear santificador, ya de un crear artístico. Lo espantoso o lo absurdo resulta sublimador, pues sólo en apariencia es espantoso o absurdo. La fuerza dionisíaca de la transformación mágica continúa acreditándose aquí en la cumbre más elevada de esta visión del mundo: todo lo real se disuelve en apariencia, y detrás de ésta se manifiesta la unitaria naturaleza de la voluntad, totalmente envuelta en la aureola de la sabiduría y de la verdad, en un brillo cegador. La ilusión, el delirio se encuentran en su cúspide. -
Ahora ya no parecerá inconcebible el que la misma volun¬tad, que, en cuanto apolínea, ordenaba el mundo helénico, acogiese dentro de sí su otra forma de aparecer, la voluntad dionisíaca. La lucha entre ambas formas de aparecer la vo-luntad tenía una meta extraordinaria, crear una posibilidad más alta de la existencia y llegar también en ella a una glorifi-cación más alta (mediante el arte). No era ya el arte de la apa¬riencia, sino el arte trágico la forma de glorificación: en éste, sin embargo, queda completamente absorbido aquel arte de la apariencia. Así como el elemento dionisíaco se infiltró en la vida apolínea, así como la apariencia se estableció también aquí como límite, de igual manera el arte trágico-dionisíaco no es ya la «verdad». Aquel cantar y bailar no es ya embria¬guez instintiva natural: la masa coral presa de una excitación dionisíaca no es ya la masa popular poseída inconsciente¬mente por el instinto primaveral. Ahora la verdad es simboli¬zada, se sirve de la apariencia, y por ello puede y tiene que utilizar también las artes de la apariencia. Pero surge una gran diferencia con respecto al arte anterior, consistente en que ahora se recurre conjuntamente a la ayuda de todos los medios artísticos de la apariencia, de tal manera que la esta¬tua camina, las pinturas de los periactos se desplazan, unas veces es el templo y otras veces es el palacio lo que es presentado al ojo mediante esa pared posterior. Notamos, pues, al mismo tiempo, una cierta indiferencia con respecto a la apariencia, la cual tiene que renunciar aquí a sus preten¬siones eternas, a sus exigencias soberanas. La apariencia ya no es gozada en modo alguno como apariencia, sino como símbolo, como signo de la verdad. De aquí la fusión - en sí misma chocante - de los medios artísticos. El indicio más claro de este desdén por la apariencia es la máscara.
Al espectador se le hace, pues, la exigencia dionisíaca consistente en que a él todo se le presenta mágicamente transformado, en que él ve siempre algo más que el símbolo, en que todo el mundo visible de la escena y de la orquesta es el reino de los milagros. ¿Pero dónde está el poder que trasla¬da al espectador a ese estado de ánimo creyente en milagros, mediante el cual ve transformadas mágicamente todas las cosas? ¿Quién vence al poder de la apariencia, y la depoten¬cia, reduciéndola a símbolo?
Es la música. -
4
Eso que nosotros llamamos «sentimiento», la filosofía que camina por las sendas de Schopenhauer enseña a concebirlo como un complejo de representaciones y estados volitivos inconscientes. Las aspiraciones de la voluntad se expresan, sin embargo, en forma de placer o displacer, y en esto mues¬tran una diversidad sólo cuantitativa. No hay especies dis¬tintas de placer, pero sí grados del mismo, y un sinnúmero de representaciones concomitantes. Por placer hemos de en¬tender la satisfacción de la voluntad única, por displacer, su no-satisfacción.
¿De qué manera se comunica el sentimiento? Parcialmente, pero muy parcialmente, se lo puede trocar en pensamientos, es decir, en representaciones conscientes; esto afecta, natu¬ralmente, sólo a la parte de las representaciones concomi¬tantes. Pero siempre queda, también en este campo del sen¬timiento, un residuo insoluble. Únicamente con la parte soluble es con la que tiene que ver el lenguaje, es decir, el concepto: según esto, el límite de la poesía queda determina¬do por la expresabilidad del sentimiento.
Las otras dos especies de comunicación son completa¬mente instintivas, actúan sin consciencia, y sin embargo lo hacen de una manera adecuada a la finalidad. Son el len¬guaje de los gestos y el de los sonidos. El lenguaje de los ges¬tos consta de símbolos inteligibles por todos y es produci¬do por movimientos reflejos. Esos símbolos son visibles: el ojo que los ve transmite inmediatamente el estado que provocó el gesto y al que éste simboliza: casi siempre el vidente siente una inervación simpática de las mismas partes visuales o de los mismos miembros cuyo movi¬miento él percibe. Símbolo significa aquí una copia com¬pletamente imperfecta, fragmentaria, un signo alusivo, sobre cuya comprensión hay que llegar a un acuerdo: sólo que, en este caso, la comprensión general es una compren¬sión instintiva, es decir, no ha pasado a través de la cons¬ciencia clara.
¿Qué es lo que elgesto simboliza de aquel ser dual, del sen¬timiento? Evidentemente, la representación concomitante, pues sólo ésta puede ser insinuada, de manera incompleta y fragmentaria, por el gesto visible: una imagen sólo puede ser simbolizada por una imagen.
La pintura y la escultura representan al ser humano en el gesto: es decir, remedan el símbolo y han alcanzado sus efec-tos cuando nosotros comprendemos el símbolo. El placer de mirar consiste en la comprensión del símbolo, a pesar de su apariencia.
El actor teatral, en cambio, representa el símbolo en rea¬lidad, no sólo en apariencia: pero su efecto sobre nosotros no descansa en la comprensión del mismo: antes bien, noso¬tros nos sumergimos en el sentimiento simbolizado y no quedamos detenidos en el placer por la apariencia, en la be¬lla apariencia.
De esta manera en el drama la decoración no suscita en absoluto el placer de la apariencia, sino que nosotros la con-cebimos como símbolo y comprendemos la cosa real aludi¬da por ella. Muñecos de cera y plantas reales son aquí para nosotros completamente admisibles, junto a plantas y mu¬ñecos meramente pintados, en demostración de que lo que aquí nos hacemos presente es la realidad, no la apariencia artística. La verosimilitud, no ya la belleza, es aquí la tarea.
Pero ¿qué es la belleza? - «La rosa es bella» significa tan sólo: la rosa tiene una apariencia buena, tiene algo agrada-blemente resplandeciente. Con esto no se quiere decir nada sobre su esencia. La rosa agrada, provoca placer, en cuanto apariencia: es decir, la voluntad está satisfecha por el apare¬cer de la rosa, el placer por la existencia queda fomentado de ese modo. La rosa es - según su apariencia - una copia fiel de su voluntad: lo cual es idéntico con esta forma: la rosa co-rresponde, según su apariencia, a la determinación genéri¬ca. Cuanto más hace esto, tanto más bella es: si corresponde según su esencia a aquella determinación, es «buena». «Una pintura bella» significa tan sólo: la representación que noso-tros tenemos de una pintura queda aquí cumplida: pero cuando nosotros denominamos «buena» a una pintura, de¬cimos que nuestra representación de una pintura es la repre¬sentación que corresponde a la esencia de la pintura. Casi siempre, sin embargo, por una pintura bella se entiende una pintura que representa algo bello: éste es el juicio de los le¬gos.Éstos disfrutan la belleza de la materia: así debemos dis¬frutar nosotros las artes figurativas en el drama, sólo que aquí la tarea no puede ser la de representar únicamente algo bello: basta con que parezca verdadero. El objeto representa¬do debe ser aprehendido de la manera más sensible y viva posible; debe producir el efecto de que es verdad: lo contra¬rio de esa exigencia es lo que se reivindica en toda obra de la bella apariencia. -
Pero cuando lo que el gesto simboliza del sentimiento son las representaciones concomitantes, ¿bajo qué símbolo se nos comunican las emociones de la voluntad misma, para que las comprendamos? ¿Cuál es aquí la mediación instinti¬va? La mediación del sonido. Tomando las cosas con mayor rigor, lo que el sonido simboliza son los diferentes modos de placer y de displacer - sin ninguna representación concomi¬tante.
Todo lo que nosotros podemos decir para caracterizar los diferentes sentimientos de displacer son imágenes de las re-presentaciones que se han vuelto claras mediante el simbo¬lismo del gesto: por ejemplo, cuando hablamos del horror súbito, del «golpear, arrastrar, estremecer, pinchar, cortar, morder, cosquillear» propios del dolor. Con esto parecen estar expresadas ciertas «formas intermitentes» de la volun¬tad, en suma - en el simbolismo del lenguaje sonoro - el rit¬mo. La muchedumbre de intensificaciones de la voluntad, la cambiante cantidad de placer y displacer las reconocemos en el dinamismo del sonido. Pero la auténtica esencia de éste se esconde, sin dejarse expresar simbólicamente, en la armo¬nía. La voluntad y su símbolo - la armonía - ¡ambas, en último término, la lógica pura! Mientras que el ritmo y el dinamis¬mo continúan siendo en cierta manera aspectos externos de la voluntad manifestada en símbolos, y casi continúan lle¬vando en sí el tipo de la apariencia, la armonía es símbolo de la esencia pura de la voluntad. En el ritmo y en el dinamis¬mo, según esto, hay que caracterizar todavía la apariencia individual como apariencia, por este lado la música puede ser desarrollada hasta convertirse en arte de la apariencia. El re¬siduo insoluble, la armonía, habla de la voluntad fuera y dentro de todas las formas de apariencia, no es, pues, mera¬mente simbolismo del sentimiento, sino del mundo. El con¬cepto es, en su esfera, completamente impotente.
Ahora aprehendemos el significado que el lenguaje de los gestos y el lenguaje del sonido tienen para la obra de arte dio¬nisíaca. En el primitivo ditirambo primaveral del pueblo el ser humano quiere expresarse no como individuo, sino como ser humano genérico. El hecho de dejar de ser un hombre in¬dividual es expresado por el simbolismo del ojo, por el len¬guaje de los gestos, de tal manera que en cuanto sátiro, en cuanto ser natural entre otros seres naturales, habla con ges-tos, y, desde luego, con el lenguaje intensificado de los gestos, con el gesto del baile. Mediante el sonido, sin embar¬go, expresa los pensamientos más íntimos de la naturaleza: lo que aquí se hace directamente inteligible no es sólo el ge¬nio de la especie, como en el gesto, sino el genio de la exis¬tencia en sí, la voluntad. Con el gesto, por tanto, permanece dentro de los límites del género, es decir, del mundo de la apariencia, con el sonido, en cambio, resuelve, por así decir¬lo, el mundo de la apariencia en su unidad originaria, el mundo de Maya desaparece ante su magia.
Mas ¿cuándo llega el ser humano natural al simbolismo del sonido? ¿Cuándo ocurre que ya no basta el lenguaje de los gestos? ¿Cuándo se convierte el sonido en música? Sobre todo, en los estados supremos de placer y de displacer de la voluntad, en cuanto voluntad llena de júbilo o voluntad an¬gustiada hasta la muerte, en suma, en la embriaguez del sentimiento: en el grito. ¡Cuánto más potente e inmediato es el grito, en comparación con la mirada! Pero también las exci-taciones más suaves de la voluntad tienen su simbolismo so¬noro: en general, hay un sonido paralelo a cada gesto: pero intensificar el sonido hasta la sonoridad pura es algo que sólo lo logra la embriaguez del sentimiento.
A la fusión intimísima y frecuentísima entre una especie de simbolismo de los gestos y el sonido se le da el nombre de lenguaje. En la palabra, la esencia de la cosa es simbolizada por el sonido y por su cadencia, por la fuerza y el ritmo de su sonar, y la representación concomitante, la imagen, la apa¬riencia de la esencia son simbolizadas por el gesto de la boca. Los símbolos pueden y tienen que ser muchas cosas; pero brotan de una manera instintiva y con una regularidad grande y sabia. Un símbolo notado es un concepto: dado que, al retenerlo en la memoria, el sonido se extingue del todo, ocurre que en el concepto queda conservado sólo el símbolo de la representación concomitante. Lo que nosotros pode¬mos designar y distinguir, eso lo «concebimos».
Cuando el sentimiento se intensifica, la esencia de la pa¬labra se revela de un modo más claro y sensible en el símbolo del sonido: por ello suena más. El recitado es, por así decirlo, un retorno a la naturaleza: el símbolo que se va embotando con el uso recobra su fuerza originaria. Con la sucesión de las palabras, es decir, mediante una cadena de símbolos, se trata de representar simbólicamente algo nuevo y más gran¬de: en esta potencia, el ritmo, el dinamismo y la armonía vuelven a resultar necesarios. Este círculo superior domina ahora al círculo más reducido de la palabra única: resulta necesaria una elección de las palabras, una nueva colocación de las mismas, comienza la poesía. El recitado de una frase no es acaso una sucesión de sonoridades verbales: pues una palabra tiene sólo una sonoridad totalmente relativa, ya que su esencia, su contenido representado por el símbolo, es dis¬tinto en cada caso, según sea su colocación. Dicho con otras palabras: desde la unidad superior de la frase y del ser sim¬bolizado por ésta se determina constantemente de un modo nuevo el símbolo individual de la palabra. Una cadena de conceptos es un pensamiento: éste es, por tanto, la unidad superior de las representaciones concomitantes. La esencia de la cosa es inalcanzable para el pensamiento: pero el hecho de que éste actúe sobre nosotros como motivo, como inci¬tación de la voluntad, se aclara porque el pensamiento se ha convertido ya al mismo tiempo en símbolo notado de una apariencia de la voluntad, de una emoción y apariencia de la voluntad. Pero el pensamiento hablado, es decir, con el sim¬bolismo del sonido, actúa de una manera incomparable¬mente más poderosa y directa. Y cantado, alcanza la cumbre de su efecto cuando la melodía es el símbolo inteligible de su voluntad: si esto no ocurre, entonces lo que actúa sobre no¬sotros es la serie de sonidos, y en cambio la serie de palabras, el pensamiento, permanece para nosotros lejano e indife¬rente.
Según que la palabra deba actuar preponderantemente como símbolo de la representación concomitante o como símbolo de la emoción originaria de la voluntad, es decir, se¬gún que se trate de simbolizar imágenes o sentimientos se separan los caminos de la poesía, la epopeya y la lírica. El primero conduce al arte plástico, el segundo, a la música: el placer por la apariencia domina la epopeya, la voluntad se revela en la lírica. El primero se disocia de la música, la se¬gunda permanece aliada con ella.
En el ditirambo dionisíaco, en cambio, el exaltado dioni¬síaco es excitado hasta la intensificación suprema de todas sus capacidades simbólicas: algo jamás sentido aspira a ex¬presarse, el aniquilamiento de la individuación, la unidad en el genio dula especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza va a expresarse: resulta necesario un nuevo mundo de símbolos, las representaciones concomi¬tantes llegan hasta el símbolo en las imágenes de una huma¬nidad intensificada, son representadas con la máxima ener¬gía fisica por el simbolismo corporal entero, por el gesto del baile. Pero también el mundo de la voluntad demanda una expresión simbólica nunca oída, las potencias de la armonía, del dinamismo, del ritmo crecen de súbito impetuosamen¬te. Repartida entre ambos mundos, también la poesía alcan¬za una esfera nueva: a la vez sensibilidad de la imagen, como en la epopeya, y embriaguez sentimental del sonido, como en la lírica. Para aprehender este desencadenamiento global de todas las fuerzas simbólicas se precisa la misma intensifica¬ción del ser que creó ese desencadenamiento: el servidor di¬tirámbico de Dioniso es comprendido únicamente por sus iguales. Por ello, todo este nuevo mundo artístico, en su ex¬traña, seductora milagrosidad va rodando entre luchas te¬rribles a través de la Grecia apolínea.
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